Wednesday, December 22, 2010

Domingo
Me despertaron temprano, me hicieron varias preguntas, algunas de ellas exasperantes y quince minutos después se largaron. No pude volver a dormirme, supe con certeza que la falta de sueño no se debía a la nicotina, pues hace varios días había dejado de fumar y más bien recordé lo que me dijo una abuela: uno duerme menos a medida que envejece.

Envejecer también nos hace más irritables, pensé, al enojarme con el ordenador que no arrancaba Mis imprecaciones, por supuesto, no lo arreglaron pero me hicieron caer en cuenta del silencio. Silencio absoluto. No se escuchaba nada, ningún paso de transeúntes, ni las voces infantiles que detesto al despertar, ni tampoco el odioso ruido de los autos.

Me levanté, abrí despacio la ventana y saqué mi cabeza. Vi que no había ser humano alguno, ni los cánidos que a veces transitan escuálidos, ni tampoco los felinos que saltan entre los techos. A la izquierda, se podía ver la plaza desierta y a la derecha la iglesia inmóvil y vacía. Saqué un poco más el cuerpo, sentí una ligera ventisca de aire puro en mi rostro y disfruté de esa bucólica sensación de confort que no es posible tener en la habitación de ciudad en la que vivo. Mi ventana da a una calle que era bastante tranquila hasta el día que instalaron esa escuela privada que tengo al frente. Era una calle habitable hasta el día en que el muncipio decidió transformarla en una arteria de descongestión vehicular.

Sin embargo, gracias a las voluntades del poder y a las ventajas que a veces dejan escapar esas voluntades, ese era un día diferente donde ni siquiera me atormentaba el aleteo de las palomas. Era un día que merecía ser aún más especial. Me desnudé, fui hasta la ducha y las primeras gotas salieron con un ruido atronador, por lo que cerré la llave. Salí y sin vestirme me puse a bailar, a dibujar, a ordenar por forma y por color mis lápices y a hojear libros de fotografías. Cuando sentí hambre, comí sin respetar la urbanidad, me acosté a mirar el techo y me quede dormido.

Pasaron varias horas hasta mi despertar, pero el silencio seguía adueñándose de todo. Se acercaba el fin de la tarde y supe que debía salir, y como todo el mundo, volver a mis tareas. Supe también que no quería hacerlo y lancé un grito que nunca se dejó escuchar. Volví hasta la ventana, pude ver a los uniformados frente a la escuela caminando en parejas y a tres transeúntes que parecían conejos escapando de la lluvia. Grité otra vez, sin que ninguno de ellos reaccionara. Todo seguía en silencio. Los uniformados, los transeúntes y los autos se movían sin provocar ruido, como si flotaran o se deslizaran en la calle mojada. La lluvia seguía cayendo como si la viera desde atrás de un grueso cristal.

Sunday, November 21, 2010

Chofer y choros
Dos horas dando vueltas y mis ingresos eran ínfimos. Quizás era por el frío que la ciudad venía soportando como nunca antes, pues a pesar de ser viernes, el número de transeúntes era menor al usual. Normalmente, en mi turno de 11 de la noche a 6 de la mañana, La Mariscal, la zona rosa de la ciudad, me hubiera dado ya una considerable suma entre carreras cortas, trayendo parejas a divertirse y llevando a otras a la cama.
Seguía maldiciendo, cuando por fin dos borrachos pidieron mis servicios. Iban ambos al centro y el trato era dejar al uno en la Guaragua y luego al otro en la Tola Alta. Los tipos parecían tranquilos y no regatearon el valor que les pedí por la carrera, sin embargo, no me gustaba ese sector, que puede volverse peligroso por las noches, por lo que tomé de nuevo hacia a la zona rosa por la Avenida Pichincha.
Cuando ya divisaba la Plaza Marín, miro que un hombre solicita mis servicios. Es raro ver gente caminando sola por allí y al acercarme constato que era un policía. Maldije otra vez mi suerte, pues ellos buscan cualquier pretexto para sacarte una coima. Detuve el auto, el uniformado se subió en el asiento contiguo y me dijo secamente que me dirija al Mercado Central. Una vez allí, me pidió que le espere unos minutos con una expresión que me hizo obedecerle sin dudar.

Cinco minutos después llegó con dos tipos y les ubicó en el asiento posterior. Se ubicó junto a ellos y apenas cerró la puerta me dijo: Vamos para el penal. El policía evidentemente enojado les imprecaba y mientras uno de ellos argumentó algo que no alcancé a entender, el otro replicó en un tono lloroso: No fue culpa mi subte, el sargento nos pidió que le diéramos la plata, nos pidió también las cadenas...
-!Mentira,-replicaba el policía- aquí no me van a ver la cara de cojudo, se van al tarro carajo!
-No sea malo mi subte, dénos un chance... musitaban a coro.

Yo avanzaba lentamente hacia la dirección solicitada, escuchando un diálogo que no era de mi incumbencia, pero que no dejaba de sorprenderme.

-Ya pues mierdas, vamos a ver que hacen. Chofer, vamos para la Mariscal, dijo de nuevo el policía. Un segundo de silencio y en un tono casi suplicante, alguien dijo: Un ratito mi jefe, primero tenemos que coger fuerzas, préstenos unos 3 dolaritos.
La respuesta del gendarme vino acompañanda de una fuerte palmada contra la cabeza de quien habló: Encima me pides plata, que te has creído pues cabrón. !Siga nomás chofer al penal!
-No!!, jefe, vamos a hacer un buen trabajo, pero tenemos que coger coraje, 3 dolaritos y listo..., de ahí si es de una...
- A ver par de huevones, a donde vamos...
- Ya que estamos por acá, dígale que salga a Toctiuco, dijo otra voz.

Miré por el retrovisor al policía y este movió su cabeza afrimativamente. Tomé hacia el noroccidente, por unas callejas pequeñas y empinadas, siguiendo las indicaciones, hasta parquearnos frente a un zaguán. Se bajaron, soltaron dos chiflidos y desde una ventana salió una mujer que minutos después abrió una puerta de latón, les entregó una botella y unos paquetes pequeños. Los dos hombres en la esquina armaron el basuco y bebieron un trago de aguardiente. Fumaban apresurados, ansiosos y de la misma manera apuraban el trago, hasta que regresaron al auto, envueltos en el olor dulzón del químico.
- Ahora si mi jefe vamos, dijo uno de ellos.
Ante la orden de mi cliente nos dirigimos otra vez hacia La Mariscal. En una calle alterna a la Plaza de los bares, me solicitó detenerme y les preguntó a los tipos cuánto tiempo tenía que esperar. Ellos respondieron que un cuarto de hora.
- En veinte minutos estoy de nuevo por acá, dijo el policía, mientras ellos salían como ateltas iniciando los 100 metro planos. Fuimos por unas cervezas en una tienda de noche y con ellas regresamos a la calle oscura. Veinte y cinco minutos después los tipos sudorosos entregaron una cartera de mujer y dos relojes por la ventanilla.
- ¡¿Qué les pasa pues pendejos?!, les gritó y ellos de inmediato le dieron dos celulares y una billetera. Retiró el dinero de la misma y también el de la cartera. Estos celulares tan chimbos..., dijo entre dientes y los metió en la bolsa femenina, la cual devolvió al dúo que esperaba fuera del auto.

Dio a cada uno una lata de cerveza y 10 dólares, a los dos tipos ordenó largarse y a mi avanzar hasta la Plaza de los bares. Allí me pidió la licencia y la matrícula, las cuales me las devolvió de inmediato, junto con un billete de 20 dólares.
- Buenas noches Señor Vázquez, déme su número celular, de pronto le necesito, me dijo con un tono burlón, antes de marcharse. Se lo entregué en un papel. Mi taxi daba vueltas buscando clientes, y los hechos, hacían lo mismo en mi cabeza. Eran las tres y media de la mañana, y tenía casi 30 dólares, nada mal para ser un viernes tan frío.

Thursday, October 14, 2010

Historia de una sastre andino y algunos días con él
Él nació cuando aún vivía su abuela. Poco antes de que ella falleciera, él asistía al colegio, leía novelas de la literatura universal y transcurría sus días soñando en las aventuras de sus héroes homéricos. La muerte de la abuela trajo la debacle. Las comodidades fueron usurpadas, y la pobreza llegó hasta el hogar de cinco hermanos, trayendo consigo problemas legales que llevaron a su padre a un estado de apatía nerviosa.

Él, otrora consentido y elegante adolescente tuvo que abandonar los estudios y siendo el hijo mayor, trabajar para apoyar económicamente a la familia. Sus delicados pies tuvieron que acostumbrarse a pisar día tras día el frío barro que luego se convertiría en ladrillos. A veces era acusado de negligente, por preferir quedarse en un rincón leyendo las historias de Odiseo y del gran caballo de madera, mientras sus hermanos ayudaban a la madre en las tareas para hacer productivas las pequeñas parcelas que no les fueron arrebatadas.

Un día el muchacho se negó a comer la cena modesta y el padre, en uno de sus accesos de furia cada vez más comunes, le recordó que el peor pecado es la soberbia. Por sobrebio, le dijo, Luzbel se hizo Lucifer. El resto de la lección de catecismo la recibió pendiendo de una soga. Su padre le ató ambas manos, lanzó el otro extemo de la cuerda por encima de una viga y lo izó. Varios fueron los latigazos, que ni siquiera la madre trató de parar, pues también ella sabía que la soberbia es el más terrible pecado capital.

Cuando las heridas sanaron y la humillación empezó a desvanecerse, consideró probar suerte lejos del pueblo andino. Motivado por replicar en pequeña escala las hazañas de sus héroes griegos y aspirando mejores ingresos, partió hacia la Costa, como uno más de los millares de coterráneos que probaban suerte en las latitudes tropicales. A sus escasos 16, empezó como zafrero en un ingenio de azúcar, escanció el aguardiente, encendió sus primero cigarrillos y conoció la caricia de las hermosas montubias. Recuerdo una foto suya en la cual él está en primer plano, en abrazo fraterno con dos compañeros de trabajo, luciendo una sonrisa de borrachera inocente. A las espaldas del trío, se ve el cerro de leña que moverá la maquinaria azucarera.

Aprendió los fundamentos del inglés como estivador en el puerto, en una construcción aprendió las bases de la electricidad y como ayudante de camionero, descubrió los principios de la mecánica automotriz. Cuando comenzó a desempeñarse como camionero le sorprendió el servicio militar obligatorio. En la conscripción, sus habilidades intelectuales y manuales le hicieron destacarse, destrezas que junto a sus ojos claros y su cabello castaño, le trajeron desde los mando superiores problemas y prebendas. Su belleza y talento enamoraron también a las adineradas muchachas del lugar, quiénes lo preferían desde la atávica percepción racista. Sin embargo, él nunca logró formalizar un noviazgo, sea por su carácter aventurero, por su orgullo o por ser conciente de su inferioridad económica. Si te casas con una adinerada, terminas siendo esclavo de su familia, me decía.

Diez años después regresó al hogar, ahora instalado en una modesta casa, de una modesta ciudad conservadora. Rápidamente aprendió el oficio de su padre, la sastrería. Desde esa sastrería parten los primeros recuerdos que de él tengo. Todavía puedo verme sentado en un rincón de la larga mesa de corte y planchado, junto a rollos de casimir y paquetes de esponja para las hombreras. Puedo verme jugando con centenas de grandes botones coloridos. Desde "mi lugar de trabajo", lo veía sentarse desde temprano a la invencible Husqvarna y coser mangas, bastas, y pecheras. Podía verlo, antes del almuerzo, dibujar con la tiza sobre la tela y anotar las cifras que su padre le dictaba mientras tomaba medidas a un cliente, verlo lanzar al viento la ceniza de la plancha de carbón del mismo color de la tarde que caía. Desde el rincón de aquella mesa, también lo veía enfundarse en su gabán azul oscuro y partir hacia sus amigos al nacer la noche.

Al día siguiente, mientras yo comía una papilla de plátano con limón, por él preparada, escuchaba sus aventuras de la noche anterior, sus visitas a Susana Cordovez, las salidas al cine con la señorita Gladys, las partidas de naipes con los hermanos Gavilánez.

Un día puso en mi mano un lápiz y la guío hasta dibujar unos palitos y poco después el me enseñó a leer y hacer las manuscritas con una cartilla verde para alfabetizar adultos. Al terminar una plana, me relataba la llegada de los gringos a la luna, el ascenso al poder de Gerald Ford, el tipo adusto del afiche que cubría las fallas de la pared, o describía las travesuras de los hijos de Zeus y su afición por engullir ajos crudos.

Alguna vez me mostró el mundo interior de su vieja cámara Agfa, inutilizada por los militares al detenerlo en la toma de tierras de unos campesinos y muchas veces vi su colección de monedas, ordenada con un criterio que solo él sabía. Me emocionaba verlo llegar con nuevos libros o revistas, pues eso implicaba una nueva aventura: estudiar juntos los ilustrados manuales de inglés, salir al patio a poner en práctica los cursos de kárate o descifrar las claves que posibilitarían reparar la radio cuando ella decidía quedarse en silencio.

Abrir la radio era un instante mágico, mirar los tubitos de todos los tamaños inmovilizados por sueldas, y ver al cautín unir los cables de colores.Luego de operar el vientre plateado del bicho, colocábamos en su interior un cuarteto de pilas gruesas que estaban tomando el sol y los dos sonreíamos ante las primeras voces. Entonces la sastería se iluminaba con los ritmos de Elvis Presley, Enrique Guzmán o Alberto Vázquez, o se llenaba de solemnidad con tangos agridulces que le ponían a coser silencioso telas interminables o que le hacían detener a su hermana menor para ensayar con ella algunos pasos.Desde mi rincón siempre lo miraba fascinado.

Los domingos, gozábamos los partidos de la Liga de Quito. Gracias al relato elegante de Rodríguez Coll, yo imaginaba el salto de Walter Maesso hacia la lejana esquina desviando un gol casi cantado. Una de esas mañanas, le vi cortando un pequeño trozo de satín rojo que cosió en la espalda de mi camiseta blanca. Me vistió con ésta y con una pantaloneta del mismo color y tomado de su mano ingresé por primera vez a un estadio. La felicidad hacía cabriolas en mi pecho cuando vi salir de los camerinos a Polo Carrera, el terror de las redes contrarias.

Por su parte, él estaba orgulloso de tenerme a su lado, con el número nueve cosido a la espalda, era su rubio y diminuto émulo del goleador nacional.

Monday, June 21, 2010

Naranja y Azul

La lluvia pertinaz que caía en la ciudad la retrasaba. Luego de acicalarse el vestido azul, terminó de maquillarse con parsimonia. Su celular recibió dos llamadas, la una del homenajeado, a quién confirmó su asistencia, la otra del amigo que la llevaría.

Cuando arribaron a la sala, Carlos estaba dirigiéndose a los asistentes. Ella se hizo notar moviendo ambas manos en el aire y el pintor le respondió con un guiño. María, desde los días de la Facultad, gustaba del estilo de Carlos, creía que los azules, que iban desde el celeste al índigo combinados con las gamas diversas del anaranjado daban a sus obras una intensidad que contrastaba con el blanco de las paredes y la iluminación individual, llenando la sala de sensualidad. Sin embargo, también consideraba exagerados la fijación del artista con los senos y el feísmo de las formas.

Ella se acercó al pintor, acompañada del amigo que la trajo. El hombrecillo la seguía discreto como un cachorro, sin molestarla pero siempre cercano, siempre atento a complacerla, solícito a cumplir con sus deseos. Rubén, pues éste era su nombre, cortejaba a María desde hace ya siete años, después de que encontraran el esposo de María y a una mujer entre los fierros retorcidos del auto familiar. Desde entonces, pese a las constantes negativa,trata de agradarla.

Ella miraba las pinturas y al detenerse a contemplar ciertos detalles sintió ese revoloteo de mariposa que acompaña a la caricia de un par de ojos subiendo por su cuerpo. María no se inmutó, tal cual su madre y abuela le enseñaran, dejó que ese invisible aleteo siga rodeando su cuerpo lentamente, mientras continuaba con fingida despreocupación frente al cuadro.

Lentamente giró el rostro y enfrentó al observador, era un hombre largo y delgado, enfundado en un traje de casimir un poco ajado. Constató que definitivamente no era su tipo al reconocer un rostro blanquísimo inscrito entre un cabello azafranado y una barba del mismo color. Sin embargo, la aguileña mirada de los ojos azules, una posición estática como de escultura marmórea y el peculiar olor que recordaba a los pinos provocaron un impacto en los sentidos de la mujer.

Carlos, con la mano la invitaba a acercarse y ella antes de ir al encuentro de su amigo, dejó escapar una sonrisa, un regalo que ella misma no había considerado brindar al extraño.

Cuando María conversaba animada con el pintor y cuando Rubén sugirió tomarle unas fotos, ella sintió de nuevo el olor a bosque, la presencia del hombre pálido, que sin razón, le comenzaba a parecer atractivo. El extraño no dejaba de mirarla, rozando el cuerpo de la mujer con la luz azul de los ojos que descansaban sobre los pómulos salientes Cuando el aparato arrojó una de sus últimas luces, ella giró el rostro y conscientemente le dedicó una amplia sonrisa, repleta de coquetería, obteniendo como respuesta un nervioso movimiento de las mandíbulas. El hombre seguía inmóvil, como si estuviera atrapado en su propio cuerpo, ella temiendo que la timidez termine por convertirlo en estatua de sal y haciendo caso omiso a los consejos de su madre y de su abuela, dio tres pasos decididos hacia él.

Como si el avance de la mujer hubiera roto el hechizo, también el hombre dio tres pasos en dirección a María. Cuando ella se detuvo, él dio tres pasos más, como en un antiguo ritual mamífero. Poco menos de medio metro los separaban y ella sintió de nuevo el intenso olor a almizcle. María giró la cabeza esperando que él le dijera cualquier cosa, quería saber si la fulminante atracción química se podía complementar con una diálogo inteligente. Esperaba el clásico pretexto que los hombres usan para iniciar una conversación, quizás el inicio de una historia larga, pensó ella, o al menos el punto de partida de una agradable compañía temporal al otro lado de la cama.

Mientras estas ideas pasaban por la cabeza de María, sus ojos marrones se entrelazaban con los del enjuto individuo. Lentamente el hombre abría los labios para dejar escapar unas palabras y la dulce espera provocaba un movimiento más rápido en el torrente sanguíneo de la mujer. El clima de seducción mutua llegaba a una primera cúspide, pero la voz que interrumpió el íntimo silencio, no fue el timbre de voz que ella esperaba, sino el de Rubén recordándole que debían marcharse. Como si fuera parte de un guión teatral, en ese mismo instante una mujer se acercó al extraño y éste inconscientemente la apartó con ligera brusquedad. El rostro flaco mostraba esa desesperada expresión a pérdida ante la partida inminente de María, mientras ella ocultaba su fastidio ante el brazo de Rubén rodeando sus hombros.

Les quedaban pocos minutos. Él la miró por última vez, dejando caer las cejas y dibujando un gesto que en palabras equivaldría a un: !no puede ser! Ella resignándose respondió con un gesto lascivo que su madre y abuela desaprobarían y comenzó a dirigirse hacia la entrada, sin escuchar los comentarios del impertinente que tenía a su lado.

El hechizante olor del hombre se hacía sentir más débil a medida que alcanzaba la salida, por lo que pensó en usar cualquier pretexto para regresar a la sala. Sin embargo, recordó los consejos de su madre y abuela en ese tipo de sitauciones: una dama no puede darse el lujo de reacciones demasiado atrevidas.

¿Cómo saber el nombre del extraño?, si al preguntárselo a Carlos tuvo una negativa. Una vez en el auto de Rubén, miró hacia el edificio neoclásico y de inmediato cerró sus ojos por varios segundos. Quería colocar en su memoria la figura de estatua florentina, el rostro duro y el fuerte olor amargo. ¿Dónde volver a verlo? Se consoló pensando que en la ciudad hay pocos hombres de barba y cabellos azafranados y aguileños ojos azules, pero sobre todo supo que reconocería de inmediato su olor a almizcle al tenerlo cerca.

Friday, April 16, 2010

Azul y Naranja







La noche nace con lluvia y en las paredes del edificio neoclásico, los cuadros que inaugurarán la muestra del pintor Colombres esperan por los espectadores .

Ulises llegó a tiempo, sin embargo, quizás por motivos climáticos o por la idiosincrasia local, quiénes lo invitaron no aparecían. Además de él, apenas cuatro espectadores deambulaban por las pequeñas salas donde se exhibía la obra. Colombres nervioso marcaba varios números en su celular y la madre de éste daba instrucciones a una altísima modelo que serviría el licor auspiciante del acto. En una esquina dos jóvenes dopados conversaban entre risas acerca de cierta fiesta.

Poco a poco, varios paraguas se cerraban y tímidamente sus dueños ingresaban a la sala. Cuando la directora del edificio se cansó de esperar tomó el micrófono, realizó una escueta bienvenida y entregó el aparato a Colombres. El pintor agradeció al público por su presencia y cedió la palabra al doble de un Trotsky afeitado, quien elogió la obra en lenguaje rimbombante. Ulises había visto ya toda la muestra.

La altísima modelo paseaba su figura todavía más despampanante gracias a la silicona, ofreciendo el elixir de manzana y aguardiente. Con pequeñas copas en la mano los asistentes circulaban admirando el atractivo peculiar de las pinturas que mostraban mujeres con bustos enormes inscritas en fondos anaranjados y azulinos que llenaban la sala de cierto aire de sensualidad. Ulises tomaba lentamente su cóctel y miraba de vez en cuando hacia la puerta, la cual no mostraba a sus amigos.

Ulises había dejado caer la mirada en una de la esquinas de la sala, cuando vio que se cruzaban un par de hermosas piernas desnudas. Subió la mirada y constató que éstas estaban inscritas en un sencillo vestido azul con florecitas anaranjadas, como si una de las mujeres pintadas por Colombres decidiera escaparse para mirar al resto. Aun cuando no tenía el generoso busto de las pinturas, dos amplios y redondos senos brotaban del vestido azul floreado. Podría decirse que era una mujer alta, o al menos eso aparentaba gracias a un calvo bajito que la seguía faldero.

El primer cruce de miradas duró varios segundos. Ella dejó posar sus claros ojos cafés en los ojos miopes de Ulises, y él pudo ver como los labios intensamente rosados de ella esbozaban lentamente una discreta sonrisa. Ulises se mantenía cerca de ella, pero a prudente distancia y se preguntaba si el acompañante era el marido. Como si los pensamientos se leyeran, ella mostraba que esa relación era un añejo cortejo no correspondido y el aludido hombrecillo galante le proponía tomarle una foto con Colombres. Ella y el pintor posaban debajo de un cuadro e intencionalmente brindaba a Ulises otros ángulos de su rostro. Sabiendo que Ulises la miraba, ella pidió más fotos, giró la cara y le ofreció una amplia sonrisa seguida por el respingo de su cuasi semítica nariz.

Colombres solicitó al calvo hombrecito que le tomara unas fotos con sus familiares. Mientras éste quedaba encadenado a la cámara, ella avanzó lentamente hacia Ulises, quién hacía su ingreso en la dualidad propia de la indecisión: Un diablillo azulado le aconsejaba un rápido acercamiento, palabras precisas y preguntas certeras para saber de sitios donde encontrarla, rápidos movimientos para hacerse con su número telefónico. Pero también un pacato ángel color de mandarina le recordaba sus deberes matrimoniales. A pesar de todo, también él caminó hacia ella, quien ya se había detenido como en un paso de tango.

En el preciso instante cuando ella giró la cabeza para atender sus palabras, cuando él había entreabierto los labios para decir cualquier cosa, cuando los dos pares de ojos brillaban con intensidad y cuando las manos de él comenzaban a sudar y las de ella se cruzaban colgando infantilmente tras de su espalda, llegaron los impertinentes. El enano se ofrecía a llevarla y una de las esperadas amigas llegaba en el peor momento saludando a Ulises con excesiva efusividad. Por el rabillo del ojo vio como la mujer azul-naranja pasó a su lado junto al tipo que se esforzaba por ganar su atención.

Ella miró por última vez a Ulises, entreabrió los labios, sacó la lengua, la colocó en una de las comisuras y luego sonrió, era una sonrisa que si se tradujera en palabras diría: ¡qué lástima...! Ulises la miró alejarse y sintió que la sala se quedaba sin ruido ni color. Su primera reacción fue salir raudo, tomarla de un brazo y por lo menos preguntarle el nombre. ¡Patético!. Por lo menos ver la dirección que ella tomaba. ¡No seas ridículo Ulises,! se dijo. Mientras su interlocutora seguía excusándose por el atraso, él forzó a su cerebro a pensar en algo para encontrar otra vez. a su dama azul-naranja. ¿Colombres? Ni siquiera somos amigos... Hasta que se le iluminó el rostro: quizás una pista podía ser ese círculo que tenía el calvo bajito inscrito en el pecho: “Pierda peso, pregúnteme cómo”.

Monday, January 18, 2010

Juntos

Toma su mano y la encierra en la suya.

La ha tomado después de que ésta reposara en su rodilla varios minutos.

Entrelazan los dedos y los diez suben juntos por su pierna un poco más, solamente hasta la mitad de los muslos.

La otra mano de él le acaricia el cabello, ella deja caer su cabeza suavemente, hasta ponerla entre el cuello y la clavícula del hombre.

Se deja caer en esa oquedad y siente que algo se va evaporando.

La mano que le queda libre acaricia suavemente el hombro masculino, mientras los diez dedos de ambas manos siguen subiendo juntos.

Centímetros más arriba, cinco de ellos quiere desviarse y otros cinco los detienen.

Ambas manos ascienden hasta posarse en uno de sus pechos.

Ella siente un beso incipiente en el cuello y exhala un suspiro.

La mano que acariciaba el hombro cae con su brazo.

La cabeza femenina deja de rozar la clavícula y hace un arco completo.

El beso empieza a abrirse paso en la otra orilla del cuello.

En el pecho aprisionado se agiganta el latido.

El tiempo se da cuenta de su indiscreción y se marcha.

La luz hace lo mismo.

Solo la tibieza empieza a crecer y se multiplica.