Saturday, December 15, 2012

Siroco o Monzón



A: F.Z.R

Trabajo sirviendo tragos en uno de los bares de Saint Gérmain y esa noche de viernes, whisky a varios ingleses que imponían su ritmo bullicioso en la barra. Cuando comencé a lavar los vasos, percibí que en los puestos cercanos a la pared, se ubicaron dos tipos de mediana edad. Si bien me encontraba de espaldas, el tono ceremonioso en el que uno comenzó su historia, y el hecho de entender algo, en medio del barullo anglosajón, me invitó a aguzar el oído.

El relator tenía ese acento parisino propio de los nacidos en uno de los cuatro barrios más lejanos de la espiral. El oyente, que a veces comentaba, era extranjero; con un acento que no había escuchado en mis días de estudiante Louvain, ni en los de estibador del Havre. Un acento con eslavas “eres” guturales, común en los cabarets marselleses a inicios de los noventa, pero a la vez poseedor de la suave musicalidad asiática de los opiáceos fumaderos del barrio 13.

El parisino dijo que esa historia le contó su abuelo, y por mi parte, pensando en tener material de diversión posterior al trabajo o la gracia de un relato parido por una de las tantas drogas que lamen esta ciudad, coloqué mi teléfono celular junto a ellos, dispuesto a grabar lo que vendría. 
 
Eliminando las interrupciones del extranjero, los sorbos del trago o las partes inaudibles por nuevos y antiguos ruidos, lo transcribo con poquísimas adiciones de mi cosecha:

Esta historia te la cuento como me contó mi abuelo, recalcó el parisno. Ocurrió en los iniciales 40’s, pero nunca más allá del 45. La guerra que se vivía en toda Europa se dejaba sentir en el Africa desde distintas dimensiones. El viejo me dijo que bien pudo ocurrir en Tánger o en Capetown, en  Zanzíbar o en Kinshasa y que su protagonista pudo ser un berber perdido o un siervo pied noir; un esclavo malayo o un negro en plena huída. La casa donde ocurrió era una edificación monumental; si era de terratenientes o de administradores imperiales; de ricos colonos industriales, o de aristócratas excéntricos, es irrelevante. Era otro de los palacetes construidos con estilo europeo y con mano de obra sureña en un tramo abierto de la selva, la sabana o el desierto.

El protagonista ingresa a la casa nervioso o confiado; con el grillete roto o con la carta que su amo le mandó a entregar. Es julio o enero; y en cualquier caso la noche casi comienza, en un verano que se muestra en todo su esplendor. Por error o a propósito, hace notar su presencia, sin embargo, parece que la mansión está vacía. Escucha débilmente gotas que caen desde una llave mal cerrada y luego de pocos pasos, él cae en cuenta que el sonido viene desde el segundo piso. Sube las gradas siguiendo el goteo y comprueba que lo hace una ducha cercana.

Siempre acercándose al chasquido de la gota que choca contra la superficie pétrea, llega a la puerta y la abre suavemente. Lo primero que mira es una toalla en el suelo y junto a ella, huellas de pies humanos, perceptibles gracias a las marcas que el líquido ha dejado en el piso. A su derecha mira un dedo que descansa sobre el cuero de un almohadón y alzando la frente puede apreciar el resto de los dedos cayendo levemente crispados.

El tipo avanza con sigilo hasta colocarse cerca de las huellas y desde un extremo de esa especie de canapé aprecia en el lecho una imagen que lo paraliza, es una blanca desnuda que parece dormir. Sea malayo o congolés baluba, lo primero que por su mente cruza son los resultados nefastos que pueden provocarle esa situación.   

Ella bien pudo haber nacido en Flandes, Bremen o La Rochelle, ser criolla hija de escoceses, o boer de origen frisio. La viuda resignada desde aquel horrible accidente, o viuda nueva desde la carta oficial, está con su alba largura descansando en el canapé. Quizás la mujer del lecho es casada, con el marido en viaje de negocios o peleando la guerra de blancos en alguno de los bandos. Tal vez no tiene hijos y si los tuviera, estos se esconden del llamado de la metrópoli o cumplen con el deber para con la madre patria en el norte. Sus facciones muestran con certeza que ella nació en el primer lustro de inicios de siglo.

En el cuerpo de la rubia, todavía se pueden ver algunas gotas, como si fueran rocío, su cabello no ha terminado de secarse y sobre este descansa el rosto ovalado con los labios entreabiertos. El cuello está estirado hacia un lado y las clavículas sobresalen como pequeñas cañas de gaita. El brazo que no descansa sobre el almohadón de cuero, cruza el cuerpo y su mano reposa sobre una de las piernas flexionadas, de tal modo que el antebrazo cubre el monte de Venus y el húmero parte de un seno. El otro seno, como si fuera la maqueta de uno de los Atlas o más precisamente como un réplica en miniatura del Lion’s Head, desafía al intruso.

Al inicio, como te dije, el hombre piensa en salir corriendo, pero luego se queda mirándola, moviendo levemente la cabeza de acuerdo a los detalles del cuerpo desnudo que quiere focalizar. Se da cuenta que el sexo, las ingles y la mano que descansa sobre la pierna están cubiertos de una especie de aceite. Se cerciora que el ritmo de su propia respiración ha variado y trata de controlarlo para no despertar a la mujer que talvez sigue en su fantasía. Ella, sin apenas moverse, abre los ojos y mira al indiscreto, quien tensa levemente algunos músculos.

Se quedan unos segundos así, ella clavando los ojos clarísimos en el iris oscuro del fisgón y éste paralizado. Acto seguido, la mujer bien pudo soltar unas palabras de falso pánico o fingidamente agresivas, y el hombre responderlas o bajar la mirada. Ella a lo mejor le dio alguna orden, o él se acercó por iniciativa propia. Esa noche, el viento del verano sofocante, siroco o monzón, movió algo más que las hojas de los árboles. A la mañana todo siguió como siempre. 


Friday, November 30, 2012

Virgen del Camino

Es domingo y nos ponemos en alerta para la semana que comienza. Los niños, que dejaran en el baño, sus juegos del parque, descienden del cuello de sus padres. Los matrimonios, tomados de la mano, comentan la visita a la suegra o los planes inmediatos. Lentamente nos acomodamos en el bus. 

La línea P7, que nos llevará de regreso a la Habana, arranca. En la mitad de la misma, varios grupillos de jóvenes siguen, de pie, con su algarabía. Algunos pasajeros hemos terminado el día con unas copas y otros pocos, entre ellos Modesta, unas copas demás.


Ella está en el primer asiento, y yo de pie junto a ella. Comienza a cantar a voz en cuello: “Nadie, nadie sabrá jamás cuanto te quise…”; a su lado, un flaco también beodo, le hace el dúo. Los jóvenes del medio comienzan el barullo, matizado por risas y por picantes comentarios positivos y negativos hacia la cantante improvisada: ¡Selena!, ¡Shakira!, ¡Cántate un reggeatón!

-¡Hoy es mi cumpleaños 59!,- les espeta, interrumpiendo su canto. Lo festejé con mi mamá y con mi hermana; añade, alzando la voz.

Algunas voces coreamos el tradicional Happy Birthday y otras dan vivas a la cumpleañera. Ella sonríe y retoma su canción emocionada. “Nadie nadie comprenderá, que nos pasó…”; para su canto, me mira y casi en un susurro me dice: el corazón se me llenó el día de hoy; mi hija Marilis me llamó desde Mallorca. Se emociona, le brillan los ojos y continúa: “Y aunque el mundo viva feliz, yo estaré triste...”. El borrachito contiguo y otros dos cantantes improvisados coreamos bajo su dirección: “Esperando el retorno..., esperando el retorno y esperando el retorno…”, Modesta cierra la canción como si estuviera en un gran escenario: “ ¡De nuestro amor!”

No pocos la aplaudimos y otros ríen escandalosos. En esta época oscurece más temprano y Virgen del Camino con sus casas sencillas se pierde en la noche. Modesta, inicia un tango que es apabullado por la concurrencia. Se dirige a mi, de tal modo que la escuchen: "Es la ignoracia, propia de una P7; en una P4 viaja otra gente..." Un pasajero la contradice amablemente y yo le propongo que cantemos otra del "Dúo Dinámico". Le alegra saber que conozco a los catalanes sesenteros y comienza "Te perdí...".

Poco antes de que las primeras luces de La Habana aparezcan, me cuenta de su hija Marilis y de los años que tiene de no verla. Cambio de tema para evitar que llore, y mientras el bus se acerca a su andén, cantamos en voz baja un bolero. 

El bus se detiene frente al Capitolo; luego de despedirnos, se deja ir entre las tinieblas invernales de la capital  acompañada de un tango poco conocido.
Habana, noviembre 2012

Wednesday, October 31, 2012

La pesadilla



A LB que vivió esa historia
 
Era la cuarta noche que despertaba sobresaltado, viendo el rostro casi adolescente luego del impacto.
Horas después del hecho que originó esta pesadilla, se acomodó en la cama y a pesar del cansancio de la jornada, su sueño le mostró por vez primera, al joven lánguido desfigurándose.
Después de la cuarta noche de tormento onírico, piensa conversarlo con algún compañero, pero mientras decide quién será su confidente, escucha unos pasos. 
Un primer zumbido cercano, le anuncia que se origina otra refriega. Cuando el alba brinda rasgos a las sombras, él ve a otro conscripto entre la maleza. El muchacho gira su arma, pero recibe un tiro en medio de ambas cejas y cae. La adrenalina mueve a su matador, hacia otra zona de candela.
Antes de irse a la cama repasa el rostro de este segundo hombre en el rictus de muerte, cayendo bajo su arma y se pregunta si remplazará al anterior, o si aparecerá junto al primero en sus próximo sueño. 
Sin embargo, esa noche y las que le suceden duerme con placidez.

Friday, September 14, 2012

Bella


A R.W. y P.L.

Desde niña sorprendió al pueblo con su rostro de clásico angelito de estampa. En su primer día de clases, todos los que se dieron cita quedaron fascinados por ella, quien sin quererlo nos opacó al resto de chiquillos. Fue la favorita del plantel y por ello escogida para representarnos en los eventos parroquianos, donde su belleza adquirió fama hasta en los pueblos vecinos.

En el secundario, todos los chicos nos hacíamos notar y buscábamos halagarla. El hábil manejo del trompo e ingenuas demostraciones de virilidad o ingenio eran premiadas con su sonrisa perfecta, ese incompleto regalo para nuestro corazón. Ella recibía las flores, chocolates y cartitas perfumadas con la sonrisa tímida y las mejillas en rubor, y cuando las primeras declaraciones de amor se dejaron escuchar, fueron cortésmente rechazadas con una expresión de tristeza. A sus trece años, no quería un novio, sino cruzar cada vez más rauda la piscina o recorrer durante horas los sembríos de remolacha, montada en su yegua Zita.

Mas la biología hizo que el año siguiente, sienta atracción por el capitán del equipo de fútbol y por el abanderado del colegio, por el macarra del barrio y por el riquillo del pueblo. Pero los inocentes defectos de los chicos la sumían en la indecisión y terminó el colegio soñando, según  supe después, en ese bello, inteligente e irreal, buen príncipe azul al que entregaría su amor.

Mi pueblo quedó menos iluminado cuando ella se fue a la ciudad con todos los que querían ser universitarios, y allí tomó consciencia del poder de su belleza. Aceptó regalos e invitaciones que costaban mucho más que una caja de bombones, a cambio de vanas esperanzas y comenzó a usar de diversas formas a su enjambre de pretendientes. Uno le realizaba la tarea y el otro le apoyaba con la mudanza, ese le conseguía un buen trabajo de medio tiempo y aquel le brindaba divertidos fines de semana... Con uno de estos, expulsado con delicadeza de su cama a la mañana siguiente, experimentó la sexualidad a plenitud en una noche con demasiadas cervezas y descubrió que ese disfrute podía curar los invernales días de carencia afectiva o ser un valioso premio dado a alguno de sus vasallos que lo mereciera.

Bella, me dijo que no sabía del amor, pero se dejaba llevar por las olas de la superficialidad de su mundo profesional, y se remontaba de vez en cuando en los cielos de su sexualidad hasta aquel día frente al espejo. Cuando el cristal le mostró una pata de gallo y un par de canas, ella se puso a soñar en una casa de playa y en un hombre a su lado. Fue a por ello con su determinación característica, pero los mediocres huyeron ante su cultura; los ególatras, ante la hermosura intimidante; los machistas, ante su don de mando, y raspando la cáscara de varios falsarios, los fue rechazando también a ellos. Un poco agobiada, dio un giro etáreo a su séquito y en sus magníficos treinta y tantos se rodeó de jovencitos de veinte y pocos. Decidió comenzar, con uno de ellos algo parecido al amor, y éste brilló entre ambos, pero la volatilidad del muchacho entró en contradicción con su deseo de decantar. Luego escogió a otro, quién cansado de su inconsciente prepotencia, la dejó. Otros fueron abandonados por pasarse de tontos.

Ella me contó todo esto, cuando la volví a ver después de dos décadas. Esperaba el tren de pie, con su mirada azul dirigida al paralelo nacimiento de las rieles, cuando la saludé. Me clavó sus ojos con petulancia, pero quizás recordando los días del colegio, les dio una expresión afectuosa. Me atreví a invitarle a una copa y ella dejó brotar una sonrisa que decía “¿Por qué no?, si al final en este domingo gris tampoco pasa nada en la gran ciudad”.

Fuimos al bar de la estación, el que años atrás permitía a los muchachos del pueblo deleitarnos con su figura al galope, y nos acomodamos detrás de dos inmensas cervezas negras. Interrumpidos por el ruido de una joven generación que nunca supo de su proverbial hermosura, nos contamos la vida, como quién reparte un mazo de cartas.

Los trenes dominicales para la ciudad, vienen cada hora, y cuando llegó el siguiente quise levantarme para acompañarla, pero ella pidió otra cerveza. Te contaré acerca de mi pobre vida rica, me dijo, y comenzó a relatar sus logros profesionales y su fascinación por Singapur. Mientras describía su amplio departamento en la zona del Sablon, a su gato Alexis y a varios de sus amantes, pidió más cerveza. La mirada se le tornó evasiva y la voz lánguida cuando habló de todos sus pocos amores. Escuchamos por tercera vez  a la mole eléctrica aproximarse, ella se levantó, me tomó de la mano y salimos hacia el andén. Después de unos pasos me pidió que la lleve a mi casa.

Partió en el primer tren de la mañana, luego de regalarme la noche con la que soñé veinte años antes. Acordamos que el siguiente fin de semana montaríamos a caballo, bordeando las plantaciones de remolacha, mas no contestó mis llamadas, ni apareció en el tren sabatino. Me reí amargamente de mi propia ilusión, que dibujaba una preciosa mujer de mundo amando al carpintero del pueblo. Sin embargo, el lunes lloré con la realidad contada por el periódico donde un obsesivo demente, la desfiguró con ácido sulfúrico.

En la habitación del hospital, su único ojo me miró con la misma alegría de la infancia y con la picardía de la última cerveza en la estación.

Monday, August 20, 2012

Maracuyá

Ella no explotaba su sensualidad chola, esa sensualidad que dilató mis puplias al mirarla y que me provocó un escozor al olerla. Maracuyá, víctima del estereotipo dominante, ocultaba su exótica belleza, tras un cabello oxigenado y cremas de blanqueamiento. Para Javico, sin embargo, ella era nada más que una chica buena gente y me lo hacía saber cada vez que yo con atención clavaba la mirada en sus senos y nalgas tropicales, acordes con la humedad de la ciudad que estábamos visitando.

Aunque Javico considere que ella es desengañadita, usando el calificativo de mi abuela; todos sin dudarlo, coincidimos en que es la mejor de las anfitrionas. Gracias a ella tuvimos una noche divertida y no la evidente borrachera vulgar que parecía venir dada nuestra condición de serranos, en la ciudad que solo se abre por completo a sus hijos. La llamada de Maracuyá fue el inicio de una noche que a unos más que a otros nos meneó sus costeñas caderas. Buceando entre las calles del centro, ahí donde el olor de la ría y sus lechuguines se hacía más intenso y se mezclaba con el de los policías municipales que esperaban aporrear relajosos, estaba nuestra esquina. Una mano cobriza metió a Paco al otro lado de una puerta semicerrada y le seguimos. Su dueña, le dio un beso sonoro en la mejilla y a sus dos acompañantes nos recibió como si nos conociera de siempre. Al fondo, la voz de un seudo poeta maldito declamaba una traducción de Bukowski y un borracho lo interrumpía intermitente con alguna obscenidad, acallada de inmediato por la concurrencia. Mientras saboreaba mi primer ron-cuatro dedos sin agua,  supe que el underground guayaco nos guiñaba un ojo.

El poeta fue despedido con aplausos y subió al estrado un enjuto tipo papayoso que comenzó a cantar “Estrellita solitaria”. Jinsop había muerto pocos días atrás y la interpretación nos conmovió sobremanera. La mayoría de jóvenes miraba con curiosidad, los pocos adultos la coreaban a voz en cuello y en mi caso me sentía un privilegiado en medio de tan particular barroquismo. Mientras apuraba mi segundo ron sentí el olor del cáñamo y vi como Maracuyá mirando fíjamente al intérprete, lo fumaba con paciencia. El porrillo pasó a manos de Paco y de este a un tal Cubillos con quien comenzaron a hablar de cine. Javico, venció su paisana timidez y se acercó a una delgada chica fashion y yo con mi tercer ron en la mano, lentamente donde Maracuyá.

El ron seco al tiempo que me quemaba la garganta, me regaló las palabras adecuadas para atraer su atención y hacerla sonreir y también me regaló un ligero acento manaba que le causaba gracia. Ella se dejaba ir y me dejaba avanzar confianzudo, hasta me ofreció un hit de su porrillo, que yo rechacé amablemente porque sus efectos no iban acordes con mis intenciones. Cuando en una pantalla, Jinsop cantaba “Dulzura mía”, cruce mi brazo por su cintura y ella se me pegó por unos minutos, pero antes que la canción termine, salió despedida como bola de flipper al escuchar que la llamaban. Un gigante, vestido de Tommy Hilfiger de pies a cabeza, gritaba su nombre y ella con la cara iluminada, se soltó de mis brazos como de un alambre de púas y cayó en los de él como una hojita de mango.

No escuché bien de que hablaron mientras el gigante pituco le acariciaba el cabello, pero cuando éste pasó su índice por el rostro de Maracuyá con dulzura, vi como ella le entregó una pequeña cajita de madera. Fede, que después supe, era el nombre del tipo, se dirigió a los baños y Maracuyá coqueta y resignada, se acercó a mi de nuevo. Mi cuarto ron seco me regaló una bronca de macho rechazado que casi explota cuando ingresaron los municipales blandiendo sus porras para sacarnos del local. Por suerte mi rabia fue aplacada por Paco, al decirme que el "afterparty" estaba listo. Formados en pequeño pelotón bohemio, nos dirigimos hacia Las Peñas, siguiendo al poeta Cubillos quien nos ofrecía su casa y más ron.

 -Y como este tengo tres cuartos-, dijo con orgullo el poeta al hacernos pasar a una de las modestas habitaciones cubierta de anaqueles en sus cuatro paredes. De inmediato se subió en una silla y se puso imitar a Velasco Ibarra. Un amigo suyo circuló una botella, antes de desplomarse en el hueco dejado en un anaquel. Cuando Cubillos terminó su interpretación, que incluía el acento serrano del patriarca, escuchamos a un tipo increpar a Paco su falta de conocimiento de "Granshi". Cubillos, se compró el debate espetandole que alguien que no conoce ni el sabor del encebollado no debe atreverse a hablar de cultura. En eso la botella quedó en mis manos, cada nuevo sorbo incrementaba la diversión de la escena intelectualoide y me hacía reir a mandibula batiente. Maracuyá que todavía tenía la boba expresión de su feliz encuentro con el gigante, gritó de pronto angustiada: La cajita, Paco, !Fede se llevó la cajita! 

Después de una llamada de celular, Paco acompañaba a Maracuyá a buscar la famosa cajita. Javico en un rincón, metía mano a la chica fashion y el dúo en debate invocaba alternativamente a Pedro Saad y a Abdón Calderón Muñoz, a Don Buca y a Pancho Jaime. La luz del nuevo día sacudió el mínimo ventanal y en el letargo que sigue a la borrachera yo imaginé que Maracuyá, a su regreso, se acurrucaba a mi lado y retozabamos enredados entre los libros de Cubillos. Mas cuando me dormí soñé en el "Gran Capitán" Carlos Guevara Moreno, mi tío tatarabuelo, mostrando  a las masas su pecho herido en la Guerra Civil Española.

Tuesday, July 17, 2012


Con la misma soga

Recuerdo aquel recreo, cuando mi hermana mayor las presentó. Todas vivíamos en la misma calle y por ello vi como se hicieron inseparables. En poco tiempo, cada una llegó a ser parte de la familia de la otra; en verano iban de paseo con los Pérez y en primavera con los Andrade.

Como la mayoría de las chicas, ellas salían del colegio tomadas de la mano o abrazadas y como la mayoría se decían palabras cariñosas. Pero en un pueblo pequeño como el mío eso no puede durar por siempre y a medida que ellas crecían, también crecía un sórdido comentario.

Después de la graduación, la más grande se hizo de un novio de verano, con quien se dejaba ver en el cine y en el único bar; mas terminaron cuando llegó el fresco y las primeras ventiscas. En el otoño, lucieron otra vez su compañía e incluso se dejaron ver en el parque central del brazo, como en los días del secundario. Como yerba mala¸ que no deja de crecer a pesar de la hoz, surgieron otra vez las habladurías que el verano silenció. Punzantes y envenenadas, brotaron desde los implícitos códigos que traducen ese halo rancio y pacato que sobrevuela mi pueblo. Caminar del brazo son cosas de chiquillas o de viejos que buscan apoyo a su humanidad. Una chica que empieza la adultez, camina del brazo de su padre o del novio que después será su marido. Si no tiene uno, debe buscarlo con prisa antes que las lenguas maledicentes empiecen a señalarla. La excepción se da con las feas como yo. Siendo candidatas ganadoras de la soltería eterna, tenemos la suerte de monopolizar la indiferencia. Nadie se ocupa si caminamos con alguno, junto a nuestas madres o entre nosotras. La tribu de apestadas que ocupa un rincón del parque, después de la misa dominical, es por ello intocada por la murmuración.

Un sábado por la tarde, ya bien entrado el invierno, la mayor acordó almorzar con su padre, y la más chica pidió en su casa permiso para acompañarlos. Ninguna de las dos llegó al restaurante y horas después comenzó la búsqueda. Las encontraron colgadas de un árbol en un bosque cercano; ambas pendiendo de la misma soga, un cuerpo en cada uno de sus extremos, formando una especie de contrapeso imperfecto, con una de ellas más cerca del suelo.

Una de las madres aseveró que su hija le quiso decir algo pero que luego se desanimó y este comentario condujo a las familias a sospechar que el asesino doble era el ex novio. Como no hay peor ciego que el que no quiere ver, familiares y vecinos, ahora mismo van enfurecidos hasta la casa del chico. El único hijo de los García, quizás pague con la vida su corto enamoramiento de verano. Sin embargo, yo sé que ese pacto de muerte fue un producto del amor y de ese rancio y pacato halo de intolerancia que sobrevuela este pueblo que nos vio nacer.  


Thursday, June 14, 2012

Rostros del Sur en el Sur: Gerardo

A EG , en su día y a PM que vivió esa historia

Como cada día, los mosquitos zumbaban en enjambres buscando nuestras orejas. Sin embargo, ese día era especial y se reflejaba en nosotros, en unos desde un ligero brillo en las pupilas, en la sonrisa que contagiaba al interlocutor; en otros, desde la locuacidad y las bromas intermitentes. Solo Gerardo fumaba silencioso y de vez en cuando posaba la mirada lejana en las estepas.

En medio del intenso calor de siempre, arribó el jeep con la comunicación oficial. Varios nos acercamos como chiquillos ante el camión de los helados. Nuestra misión llegaba a su fin y nuestro equipo gradualmente retornaría a casa. Gerardo, desde la caseta-consultorio, sacó levemente la cabeza y siguió preparando la inyección para su paciente.

Pensar en el regreso era agradable y en nuestro caso significaba menos horas de trabajo extenuante y cierta reducción de la impotencia cotidiana ante la falta de instrumental y de medicinas. Quedaban atrás meses intensos de trabajo y solidaridad con el dolor de centenas de hombres y mujeres y también de centenas que morían tarde o temprano. Parte de ese dolor lo viví yo mismo, invadido por el paludismo, cercado por el escalofrío, volando en fiebre y con la náusea constante. También viví los abnegados cuidados de mis compañeros, especialmente de Gerardo.

Cerca de la partida, pasaban las imágenes de quienes diariamente llegaron con ébola, malaria o enfermedades venéreas. Recuerdo su genérica esperanza y su certeza en que podría curar familiares crónicamente desnutridos, al abuelo que cumplía su ciclo natural y a las extremidades invadidas por la gangrena. Llevaba conmigo también la íntima desesperanza, de saber el fin de los pacientes terminales con SIDA.

La algarabía brotó en Favio y Vladimir en forma de carcajada, al ver que serían los primeros en partir y también la palidez en Yuleidi al enterarse que conmigo, estábamos en el último grupo. Gerardo acompañó hasta la salida a su paciente inscrita en toda su preñez. Nos miró inexpresivo y encendió otro cigarro, giró la cabeza hacia la mujer que se alejaba y agitó su mano en la despedida.

Esa noche tuvimos una reunión animada, con pocas anécdotas del día de trabajo y más bien imaginando el viaje. No fue una de esas veladas en las que con dos rones de más, alguien comenzaba las reflexiones sobre el hombre nuevo y recibía la réplica cínica detallando nuestra jodida condición de médicos que ganan al mes lo que un vendedor de caramelos hace un día. Tampoco se oyeron las quejas por haber sido enviados al “rincón más oscuro de la mierda” como lo definiera un Favio depresivo, ni los amargos pronósticos sobre estas aldeas, que terminarían devastadas por el hambre y la enfermedad, con o sin nosotros. Fue una noche alegre, donde la permanente sonrisa de Araís brilló con más fuerza y en la que Vladimir, con una rama, evocaba sus próximos lanzamientos en el baseball. Yuleidi me comentaba bajito su mala suerte, mientras bailábamos, pues tuvo la esperanza de ver pronto a su hijo. Gerardo felicitaba a Favio y éste medio borracho ironizaba sus palabras.

Días antes de la partida del segundo grupo, Gerardo dijo a Yuleidi que había tramitado una permuta y que ella podía ir en su lugar con Araís. Entonces Gerardo y yo asumimos los seis últimos meses de la misión. Meses crudos, tanto por la sequía, y por ende hambruna, que asoló la región; por la insuficiencia de alimentos donados por la cooperación internacional, “perdidos” entre las autoridades del gobierno. El trabajo se duplicó y ambos médicos no pudimos atender adecuadamente, más aún cuando la dotación de penicilina demoró varios días en llegar.  

Dos semanas después de la fecha de término programada, llegó el jeep con un funcionario quién se acercó directamente a la caseta donde atendía Gerardo. Escuché voces elevándose y pensé que el justo reclamo de Gerardo por el atraso burocrático se dejaba sentir, mas luego lo vi salir gritando:

- !Es acá que me necesitan, aquí puedo dar algo de mí para esta gente que no tiene nada!. !De que hombre nuevo me han hablado siempre, chico! ¿Cómo que no me quedo, coño?... ¡Me quedo, y tienen que seguir mandando medicinas!-

En la mañana vinieron solo por mí. Gerardo, me dio una estampa de San Lázaro y su abrazo.

Recién dos años después, una nueva cuadrilla de médicos se unió a Gerardo en ese rinconcito del Africa. Ahora miro en la foto de periódico, rodeado de jóvenes galenos, a Gerardo, el hombre nuevo.


Saturday, May 12, 2012


Rostros del norte en el sur: Sophie

A: M.R.
 Se quitaba la ropa y desnuda se acomodaba en un sillón a mirar el cielo, como buscando algo. Ese era el ritual cotidiano apenas llegaba a casa luego del trabajo. En invierno, comenzaba a las siete y en verano dos o tres horas más tarde. Ambas estaciones la ponían melancólica, tanto el gélido amanecer gris, como los días de sol disfrutados desde la oficina con aire acondicionado. 

En todo caso, cada mañana arrancaba su BMW con música de Cold Play y al llegar a su oficina en La Defense, se lanzaba con avidez al trabajo. Inversiones, cuentas, largos proyectos de asesoría financiera, estudios de mercado o transferencias electrónicas pasaban por su ordenador hasta el medio día. Un sánduche y un zumo de tomate, un almuerzo de trabajo en un lujoso restaurante o simplemente café, taza, tras taza... marcaban el preámbulo de una tarde de proyecciones empresariales, reuniones de equipo o con clientes, análisis de las fluctuaciones de bolsa o nuevas inversiones. Con la noche, bajaba a los parqueaderos, encendía el BMW y al ritmo de Placebo o los Chemical Brothers regresaba a su gigantesco apartamento en Neuilly.

A veces, el ritual desnudo era corto, pues iba por rápidas duchas, para luego acicalarse seductores vestidos que se lucirían en las cenas de negocios, o ropa informal elegante para la discoteca o los paseos por Saint Sulpice. En ciertas ocasiones dejaba el sillón con agilidad y se sumergía en la tina caliente que Jamila, la mujer de la limpieza, había preparado y se ponía a contemplar el techo. Siempre terminaba el día en la inmensa alcoba frente al televisor, practicando el deporte favorito de millones de parisinos a esa hora: cambiar los canales con el control remoto. La gigantesca pantalla empotrada en la pared mostraba cualquier cosa, desde programas en vivo y entrevistas a la farándula, hasta noticiarios no felices o películas sosas. Con la TV aun funcionando, abría un libro con efectos somníferos y casi siempre el artefacto amanecía encendido.
Una noche la pantalla mostró niños africanos desarrapados y un periodista caucásico relatando historias de coraje y miseria. La noche siguiente miró la segunda parte y la tercera prefirió sumergirse en la tina de baño y dejar perderse la mirada en el techo, hasta que su piel blanquísima adquirió tonos fúnebres. Esa noche soñó con las caras mugrosas y las pieles enjutas. Las semanas de rutina financiera y música de Cold Play se repitieron, mas el zapping o las cenas fueron sustituidos por una ávida navegación en internet hasta casi el amanecer. Quería saberlo todo acerca de esa población paupérrima del Africa Occidental.

Entre el poco sueño, la mala alimentación y el estrés laboral, un lunes no se levantó de la cama. Con estoicismo se dejó invadir por la fiebre y cuando ésta la abandonó fue a la bañera como siempre. La mirada perpetuamente dirigida hacia el techo, ahora acompañada por una amplia sonrisa.

Las noticias que Sophie, días después, anunciaba a su padre, casi infartaron al famoso cardiólogo. Le dijo que renunció a la consultora, vendió su auto y se enroló como voluntaria en un proyecto con Costa de Marfil. El Dr.Vidal no entendió como su hija graduada en la mejor escuela financiera de Francia, abandonaba cinco años de brillante carrera por una aventura en el Africa. Y no pudo hacerla desistir ni con gritos furiosos, ni con lágrimas suplicantes.

Sophie partió y volvió un año después, bronceada, robusta, alegre. Llena de orgullo regaló al padre un album de fotos. Ahora trabaja medio teimpo en una ferretería y estudia salud comunitaria, en tanto que el doctor Vidal encontró una explicación desde la genética, recordando a su padre, Francisco Vidal, anarquista español emigrado a Francia en el 39.