Saturday, December 13, 2014

Leo

Por la calle iba la pequeña, luciendo orgullosa su panza al aire, mostrando al mundo el fruto de nuestro amor. En su interior llevaba nuestro retoño, el que en su inocencia torpe, íntima y cómplice, azotaba sus costillas. Los veía juntos, pegados uno al otro y sabía que los amaba. Días después, él decidió salir de la oscura y placentera cueva del amnio. Según la pequeña, eligió ese día por cuanto esperaba escucharme para asomarse. Horas después de haberle dedicado cuatro palabras, él hizo su ingreso al mundo con un grito leve, que calló al escuchar mi voz. Lo cubrí, lo acerqué a mi pecho y al volver a verlo me percaté de que él me estuvo mirando fijamente con sus ojos de alienígena. Luego, repleto de paz, se dejó vestir... 

Monday, November 03, 2014

Secretos de familia



con MP, y FRB
El nudo de la corbata quedó impecable, adecuado para mi primera cita. La conocí en una página de solteros y luego del coqueteo frente a la webcam, quedamos en vernos en una cara terraza de la González Suárez. Frente al espejo comencé a imaginar nuestro encuentro: nos miraremos sin artilugios y mediremos nuestro grado de superficialidad y de cursilería. Evaluaré mis dotes de seductor y los logros en la interacción por red social. Sabré si es un polvo casual, una amiga con derechos o una discreta fuck partner. Quizás dormiré acompañado y nos despediremos. Quizás es un ser fascinante con ocultas aristas por descubrir.

Con esos pensamientos propios de la expectativa, me instalé en una mesita con vista al valle nor oriental, entre la columna y una planta que parcialmente me cubrían. Oscurecía, el pianista ciego  inició con Sinatra, pedí un whisky al mesero y me puse a jugar con el celular, pues llegué con casi cuarto de hora de anticipación. Sabía que bajo la lógica tonta de esta la conventual ciudad, las chicas que se respetan se hacen esperar, por lo que me resigné a esperar al menos otros quince minutos.

El cursor del aparato vagaba entre las aplicaciones y en mi boca se derretían los hielos licorosos. Un setentón llegó a una mesa cercana y casi de inmediato el mesero sirvió una botella de vino para dos personas. Apareció otro tipo algo mayor y comenzaron un diálogo que captó mi atención, al punto que luego miraba el móvil solo para disimular.

Después del saludo afable, las preguntas mutuas por la mujer, los hijos y algunas trivialidades, paré el oído ante lo que venía:

A: Ayer me encontré con Vicente, está bastante raro y cada vez más femenino. Me dijo que te llamó por tu cumpleaños y le cerraste el teléfono. Estaba resentido con vos, dale un timbre, eres su tío favorito.

B: Puede ser que sí lo hice, mi vida ahora es complicada y en esos días estaba a full con el trabajo. La última vez que le invite a comer una pizza estaba muy mal, alucinando con que todos le persiguen, que toda su familia le quiere golpear, humillar, hacer daño, hasta su hermano médico, al que más quiere. Dijo que le van a matar, pero que él defenderá su derecho a vivir su vida como le place. Lo peor es que no quiere ayudarse, vos sabes que Chente no puede vivir sin sus medicinas, pero rehúsa tomarlas.

A: Pobre Vicente, sigue buscando trabajo. Me dijo que te pidió alguna chaucha, algo simple. Apóyale en algo Braulio, vos tienes…

Entró una llamada al celular, era Marcela, disculpándose por que entre el tráfico y una demorada reunión llegaría más tarde. Habían pasado ya los quince minutos reglamentarios y aunque estuve tentado a proponerle vernos otro día, cambié de opinión y le dije que no se preocupe. Decidí seguir fisgoneando al par de viejos, hasta escuchar en persona a la autora de las lúcidas frases de Wasap que la develaban misteriosa y ver en vivo esa buena pinta que asoma atrás de la webcam. 

La llamada delató mi presencia y los viejos bajaron la voz, pero aún pude escucharlos.

B: ¡Es difícil! No se puede ni debe darse trabajo a una persona en su estado. El trabajo de mensajero tiene altas cargas de estrés y no puedo poner en riesgo a las personas que trabajen con él, ocultando su realidad psíquica. Una vez le invité a mi empresa y horas más tarde entró en crisis, los ojos moviéndose nerviosos y la sonrisita, sobre todo esa sonrisita. Temí por la integridad de Lucía. Compréndeme Armando, no puedo ser irresponsable con el resto de empleados y mentirles, diciéndoles que el Chente es normal.

A: Te entiendo… entraría recomendado por vos. Lo sé, no está bien, pero me dio ternura… Está envejecido, tiene la edad de mi hijo menor y está más canoso que yo… Anda mal, me pidió el número de teléfono y lo apuntó en un almanaque mundial del 83 medio destrozado que sacó de la mochila. Me da pena… Los genes patojos de la familia Cordovez…

Escuchar ese apellido me hizo aguzar más el oído, apagar el aparato y pedir otro whisky.

B. ¡La familia de tu mujer, Armando!, la familia de mi mujer..., dijo Braulio socarrón, acomodándose el grueso bigote blanco.

A: Sí, ese código de barras que tienen y que en el fondo no es su culpa… Entiendo que sus bisabuelos no podían juntarse con indios, pero por lo menos con otros blancos, aunque no hubiesen sido nobles… A vos y a mí nos va bien, pero los de Rosa son un desastre. Ahora Chente, antes el que se mató... Esa demencia que brota cuando menos se piensa y que les crece con  el tiempo…

B: Pero el primero ¡brillante! ¡tremendo cardiólogo! y el segundo luciéndose en la NASA. Ese ya no regresa.

A: Y el tercero es un vago de mierda, borracho sin oficio ni beneficio, llevado por la inercia del vivir, como un bicho… Pero por suerte normal… José teniéndolo todo se nos fue, y ahora Chente, claramente esquizofrénico, como el tío Rogelio, con historias inimaginables que se las cree y que le hacen odiar a las personas.  ¡Y todos alchólicos!

B: Todo eso viene de la Rosa. Digo la locura, el alcoholismo es de Telmo, quien murió en su ley. ¿Qué opinas de la neurosis de la Rosa, que cuando llega a su peor nivel la vuelve una bestia? ¿Sabías que ella botó de la azotea a la suegra? La vieja jodía mucho y la Rosa estaba harta de que se salga a la calle a pedir caridad.

A: Sí, lo sé, es cuento eso de que rodó las escaleras… Esa familia es un gradiente de grises. Estan todos majaretas…, hasta el perro se cree gato en esa casa.

B: En esa, en la de Rogelio, en la de Encarna…, Aún no sabemos si en tus nietos, si en los míos... Braulio chocó la copa de vino con la de su interlocutor, ante la incomodidad de Armando.

A: Una vez, mi hijo fue a visitar al Chente y Rosa literalmente le mandó a la mierda con palabrotas y todo, pero de inmediato les regaló entradas al cine. Vos sabes que ella es una persona enferma, te somete y te asusta, pero luego se reivindica contigo. Esa es la tónica en la que crecieron esos chicos. Cuando alguno llegaba bebido, primero le insultaba de hijueputa para arriba, luego tomaba con un balde el agua del servicio y le lanzaba a la cara. Me lo contó el finado José, y no le creí hasta no verlo.

B: ¿A ti no te ha pasado a veces, que conversando con otra persona, en nuestro interior pensamos distinto a lo que hablamos? pero guardamos la compostura como en esa viñeta del Dr. Merengue. Pues el Chente te dice lo que piensa. Si cree que hablas tonterías, te lo dice. Por cierto, eso de creerse gay es para jodernos más a todos. Por que nos odia, por que le damos asco. Por suerte ahora no es violento, cuando era wambra me contó que le estampó el estéreo en la cabeza a un compañerito, a pedido de su voz interior. Entonces conversábamos más, no estaba tan loco, pero yo le decía que debe sentirse orgulloso de ser un loco de verdad, pues a pocas personas en el mundo les duele el cuerpo cuando escuchan a Mozart. En esa época el Chente tenía unas reflexiones muy elaboradas y me gustaba escucharlo. Ahora no, la esquizofrenia le ha invadido por completo. La mayoría de esquizos se suicida antes de los 30, como el tío Rogelio o José, pero algunos como el Chente sobreviven y van de mal en peor. La solución es la calle o atarles a la pata de la mesa. El manicomio es muy caro…

A: Lo raro es que en la familia solo pasa en los hombres, digo lo esquizos, la histeria de Rosa es otro cantar. Por suerte tu mujer y la mía son un alma de dios…

B: No te lo creas, Rogelio, alma bendita, me dijo que una madrugada despertó y vio a tu sobrina Marcelita parada frente a él temblando. Tenía unas tijeras a pocos centímetros de la cara del padre, listas para clavárselas. Rogelio se las quitó y le preguntó que hacía allí y ella tocándose la sien le dijo que una vocecita le indicó que el no era su padre, sino un diablo disfrazado.  

A: ¡No jodas!, pero bueno esos son miedos de niña, después no he sabido que Marcela, se metiera en problemas…

Si antes con el diminutivo no lo supe, al caer en cuenta me terminé el whisky de un trago. Marcelita, Marcela Cordovez, la hija de Rogelio, sobrina de Rosa y prima de Chente...

B: No- te- lo- cre-as- Ar-man-di-to. Se separó del primer marido luego de tajarle el rostro con una navaja de barba, siguiendo instrucciones íntimas. Fue un tremendo lío… Pero como eres tan bueno, seguro te creíste que aceptó esa gerencia en San José.

Suena el teléfono otra vez, Marcela me dice que está cerca. Por un momento, quiero pagar mi consumo y marcharme, pero me detengo. No quiero perderme el interesante encuentro de Marcela con sus tíos. Definitivamente ahora quiero conocerla más, a ella y a su familia. Esta primera cita con Marcela no será la última, seguiré frecuentando a ese ser fascinante con tantas aristas ocultas por descubrir.

Tuesday, September 30, 2014

La esquina



Vino el verano y con este la mudanza de mi oficina al centro de la ciudad. Ahora mi lugar de trabajo está en el fin de la ciudad antigua, entre el Chaquiñán preincaico y el Ullaguangayacu, la quebrada de los Gallinazos. Desde entonces paso por la esquina, varias veces al día. 

En la mañana, el bus me deja exactamente en su vértice opuesto y yo disimuladamente miro hacia allá antes de ingresar a la pequeña bajada que me conduce al edificio más bonito del sector, ubicado a los pies de la fea y gigantesca virgen metálica, que a todos nos vigila desde el Panecillo. Cuando salgo con mis cófrades al almuerzo vuelvo a pasar por la esquina. Voy emergiendo y puedo ver los coloridos paraguas convertidos en parasoles que la decoran en medio del luminoso inicio de tarde. Cuando decido regresar a  casa, al caer la noche, la esquina luce prácticamente sola.

En la esquina, la intersección de las calle Rocafuerte con la Guayaquil, esperan casi siempre cinco o seis chicas. Sus edades van desde los 26 a los 45 y su acento me recuerda mis días de trabajo en Mocache, Palenque o Buena Fé. Su belleza montubia, a veces se pierde entre la cosmética, los cabellos tinturados e incluso entre las leggins baratas. Sin embargo,  hay días en los que, como si se hubieran puesto de acuerdo, lucen shorts diminutos de mezclilla y sandalias que las muestran en todo su esplendor cholo, de tersa piel cobriza y mirada de pechiche. Algunas veces, a media tarde, las veo juntarse como palomas, y entre el humo del cigarrillo, sentadas en una grada contigua, comenzar la tertulia y la risa, o acompañar las cuitas con un café en vaso plástico, repartido por un tipo desde un bidón. Deduzco que han construido su propia logia, pues, jamás se acercan a las escasas mujeres que pululan en la plaza o a esas que se ubican junto a la parada del bus.

Tampoco y a pesar de estar tan cerca, las he visto dirigirse a ella. 

Ella trabaja más allá de la esquina, a unos cuantos metros al norte de la grada donde las montubias toman café. Es alta, mucho más que la media de las ecuatorianas y creo que por ello siempre luce sandalias muy bajas que dejan ver sus pies bonitos, la base que soporta sus largas y bien torneadas piernas, que, sin embargo, para muchos parecen demasiado grandes. En su rostro destacan sus ojos almendrados que, tristemente, brillan cada vez con menos intensidad y sus labios carnosos que componen una boca perfectamente dibujada, que tan solo por curiosidad, quisiera ver sonreir. Es bella y de seguro, pocos años atrás lo fue todavía más. Cuando se apoya a la pared, parece una Artemisa sin ciervo.

La primera vez que pase junto a ella, no pude evitar girar mi rostro para contemplar su hermosura, pero en vez de invitarme a acompañarla, como hacen sus colegas, solamente me miró sugerente. Ese flechazo lascivo y dulce me tomó por sorpresa y sin saber que hacer, agaché la cabeza. Creo que, cual adolescente, un leve rubor asaltó mis mejillas y mientras continuaba con mis pasos, varias sensaciones llegaron ante ese halago seductor. Gesto que por supuesto, no surgió de la atracción, sino como una invitación profesional. Sin embargo, una vez repuesto disfrute del evento abstrayendo el contexto. La imaginé etérea, tan solo una mujer a quien pude gustar, y supuse entonces la continuidad del cortejo simple que iría desde el acercamiento disimulado con una pregunta cualquiera, pasa por tres palabras directas, para luego del diálogo pedir un número de teléfono, invitar a un café o generar una cita. Tres pasos más allá, mirando de frente a la virgen metálica, vino la conciencia de esta imposibilidad fáctica y la certeza de que ni siquiera puede haber un acercamiento en sus términos. No solo por mi falta de afinidad hacia su oficio, que de haberla, estaría condicionada a temores de salud y mi estado civil, sino además por la barrera que determina lo políticamente correcto, el respeto a la institución a la que me pertenezco y el qué dirán cotidiano. Ese entorno que nos limita y delimita de acuerdo al lugar que nos ha tocado ocupar en este falso libre albedrío. Una vez que, de acuerdo a esta organización, se impuso la razón sobre el eros, vino como consuelo la rabia racional contra el mundo que arroja a mujeres, como la beldad que me sedujo, a la calle. 

La segunda vez que pasé a su lado, lleno de falso aplomo, la saludé con una sonrisa, respondida con amabilidad y los siguientes encuentros se han ido transformado en frías venias cordiales, como las que se tienen con la tendera o el guardia de seguridad. Una cortesía de vecinos de barrio, de simples transeuntes que tienen que encontrarse en ese espacio debido al ejercicio de sus labores y oficios, conciudadanos que en casi ninguna circunstancia llegarán a ser amigos... Cuando compartí mi digresión con un amigo, me dijo con sorna, que solo faltaría que en uno de los cruces eventuales, ella también interponga ese apodo profesional que en ciertos documentos antecede mi nombre y que muchos usan sustituyéndolo, dentro de un canon de respeto, por que no me conocen, o para marcar distancia.

Y sin embargo, es bella y sigue allí, regalando a una ciudad que no se lo merece, su gallarda pose de amazona. A pesar de las convenciones y de mí mismo, una vez que he subido la cuesta que separa el Chaquiñán de la esquina; luego de ver a sus colegas de paraguas coloridos y caminar unos pasos, la busco con la mirada. Desde lejos me fijo en el peinado que luce ese día, el moño de griega antigua o el cabello cayendo sobre los hombros; pongo atención en el short rosa o amarillo y en la corta camisa sin mangas. Si no estoy de buen animo y mi trayecto me lo permite, tomo la calle perpendicular a la suya para no cruzármela, evitando cometer alguna torpeza propia del nerviosismo que me provoca, y a veces voy con paso acelerado, fingiendo estar imbuido en el estrés. 

Mientras tanto, ella sigue erguida, mirando al infinito, como Belona presta a homenajear, con sus propios laureles al prócer de bronce, quien frente a ella, desde su pedestal en la plaza, se extasía sin ruborizarse, ante la preciosidad humilde que lo acampaña cada día.  
                                                                                                        foto. ivanna báez

Sunday, August 24, 2014

Nela


Pour NB. Celebrando con Julio sus primeros cien años
Llegué al pequeño departamento de Arts et Métiers, que Hélène me cediera para mi estancia en París. En la noche veraniega, repasaba el día alegre, e imaginé a Nicolás Flamel en el siglo XIV, buscando la piedra filosofal en una casa del mismo vecindario.

Cuando me disponía a dormir, sonó el teléfono, era Nela, un dulce amor inconcluso de años atrás, surgido entre su ávido interés por la literatura latinoamericana y el mío por el vino francés. Le digo que estoy en la capital de su país y ella me invita a su ciudad, a solo 3 horas de distancia en un TGV que va a 360 km/h. Mientras buscamos en internet un pasaje que no se deja encontrar, soltamos corteses generalidades. En su voz noto una pequeña musicalidad que no tenía cuando estaba conmigo, un leve suspiro al final de ciertas palabras, similar al cansancio... Me dice que vendrá a París.

Al día siguiente en la Gare Montparnasse, la alegría es mutua. Está más delgada, más no por ello menos hermosa, y su mirada que se ilumina al verme, me invita a abrazarla con fuerza. De inmediato nos lanzamos a las calles, como hojas que se dejan llevar por la corriente, nos insertamos en el ritmo parisino y comenzamos el relato de lo ocurrido en los años de no verse.

De pronto, en Sébastopol se detiene, me dice que terminará con su pareja debido a la tortura psicológica que le ha infringido durante dos años. Tan mal se pone, que me doy cuenta que no podía caminar y decírmelo. No soporta escuchar que él le hace un favor al estar con ella. Le tiemblan las piernas y las manos enfatizan el relato. Me dice que está harta de la cruel sentencia de que es fea y de la ausencia de noches sin caricias. Incontables, largas… tantas que ya no recuerda cuántas son o cuándo comenzaron. La catarsis le hace daño y me pregunto cuándo va a dejarse caer.

Le acerco hasta una banca de madera donde deposita su fragilidad y para evitar que se desvanezca, le recuerdo nuestros bonitos días quiteños de amor, leyendo en voz alta a Cortázar. Le digo al oído el Amor 77 de Julio: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. El verso cumple su cometido y sonríe. Tranquiliza su respiración y nos incorporamos lentamente, sin hablarnos. Unánimes cambiamos de ruta, hacia el circuito fantasioso de Julio que empieza en la Rue Dauphine, sigue por la Rue de Seine y que obliga a parar en el Pont des Arts. Allí salgo de mi ilusión pues debo abrazarla otra vez, ya que ha roto en llanto y comienza entre sollozos a relatar “Lejana” a viva voz. La dejo desahogarse, tomo su mano y propongo ir por una copa de vino.

Instalados en una terraza, con un ojo miro la carta y con el otro, disimuladamente, a Nela, quien silente se deja llevar por sus pensamientos, dejando frente a mí su cuerpo vaciado. Mientras bebo el dionisíaco néctar, caigo en cuenta que verla así me duele. Me hace daño ver triste y ajada a la mujer que quise tanto y que años atrás me llenó de alegría. Siento una bronca horrible contra el cretino que la humilla, una bronca de sabino, de camarada.

Cuando el largo día de verano comienza su fin, regresamos a mi prestado palacete de Arts et Métiers. Allí, hago el payaso y le cuento historias divertidas hasta que nos quedamos dormidos sobre el sofá.

Despertamos y nos proponemos gozar el día desde muy temprano. Luego del desayuno, Nela muestra de nuevo su energía maravillosa. Imparables vamos de Pompidou al Louvre, de La Bastille a Trocadéro y disfruto de su sonrisa pícara y la sensualidad natural que me cautivaría al conocerla. Pero como sucede muchas veces, cuando la alegría nos ha invadido por completo, se mueven más rápido las manecillas del reloj. En pocas horas debe regresar a su puerto del oeste y nos dirigimos hacia la Gare Montparnasse. Sin querer terminamos frente al cementerio y ella me propone buscar la tumba de Julio. Cuando encontramos a Cortázar, eternamente unido a Carol, curioseamos esa correspondencia eterna que reposa sobre la plancha de mármol. Leemos las notas y examinamos los cigarrillos con dibujos que los visitantes han regalado al gigante de ojos azules. Nela y yo, rituales, construimos un corto cadáver exquisito que se quedará hasta que lo lleve el viento u otro visitante.

Nela, se queda silenciosa, un poco perdida, como la Alina Reyes del cuento y de pronto me dice que a media cuadra de la eterna casa de Córtazar, está la de César Vallejo. Una vez allí, siento de nuevos mis 20 años, ese tiempo en que se hacía fácil llorar por el amor perdido. Con Nela y el cholo comenzamos un diálogo sobre las letras, nuestras "armas secretas" para aguantar o para desangrarse. Sentados sobre la tumba del peruano, lloramos en silencio.

Luego del mutismo balsámico y ungidos por la liviandad de tener menos lágrimas, vamos hacia la estación. En la puerta del tren, tomo sus manos repitiendo esa liturgia de película antigua. Halago sus ojos, su sonrisa y sus cabellos finitos y le pido me prometa que no se dejará humillar más. Hasta que el guardagujas haga sonar su silbato, señal del cierre de puertas, traducimos estrofas de canciones al francés y al español. Me pide que le escriba un verso mío para llevárselo a Kiev, a donde irá en el otoño. Donde buscará olvidar en tres años, dos de agresiones propinadas por su orco.

En su billete de tren, escribo tres líneas, nos damos un besito antes de que se cierre la puerta y seguimos mirándonos mientras el tren gana velocidad. Mi verso cursi queda flotando en el aire y me roza el hombro. Cuando la máquina se va perdiendo, me uno al cúmulo de gente que se mueve en la estación. Comienzo a silbar un himno de Charly, como para dejar salir las emociones mezcladas: "pasajera en trance, pasajera en tránsito perpetuo... un amor real, es como vivir en aeropuertos, tadadadada, tadadada,… tadadada, ta ta dadá..." 

Arribo a la vecindad de Nicolás Flamel hecho polvo, me tomo una cerveza y me tiro a la cama. Despierto a las once de la noche y caigo en cuenta que en menos de 24 horas tomaré también un tren que marcará el fin de mi verano en París. Me incorporo y me lanzo de nuevo a la calle, a continuar con mi vagabundeo ansioso.