Monday, December 04, 2017

Quimeras epicúreas



Desde muy joven creí en la importancia de realizar esos sueños que nos asaltaban en la niñez, aquellos que en esa edad creemos posibles, y que posteriormente los desechamos no por su imposibilidad fáctica, si no por verlos, con la “madurez”, ridículos, o que puedan serlo así ante los otros. He creído importante realizar esas aspiraciones, en especial las que se acercan a apetencias epicúreas, a veces en desmedro de esas otras, vinculadas a los logros “prácticos”, al éxito, dinero, poder o incluso el conocimiento. Con el tiempo, claro está, me he dado cuenta que definitivamente no se podrá ir a la luna, antes por el carácter científico de la aventura, ahora por el costo. El crecer me ha dicho que se podrá ser un pirata de largo gabán e hirsuta barba, repleto de adrenalina y luciendo guantes de cabritilla, como el capitán Kid… solo en las fiestas de disfraces. La sensatez me ha recordado que tampoco puedo emular a Robin Hood o a Naúm Briones, y que entrar en cualquier oficio de latrocinio me llevará  a un destino fatal y sobre todo aburrido.
He realizado los sueños más simples: caminar en el Sahara a lomo de camello, ir de pesca artesanal en la madrugada desde un puerto manabita, bañarme en un helado lago andino. He puesto en  la lista de cosas imprescindibles: viajar en el transiberiano con la mayor cantidad de paradas posibles o al menos repetir el viaje de Miguel Strogoff, aprender aikido, tocar el saxofón… He tratado de repetir cada vez que se puede aquellos aprendizajes vinculados al deseo: bailar sirtaki en Placa y tango en cualquier lado.
;
La vida generosa, me ha dado la oportunidad de cumplir muchas de esas quimeras epicúreas, intentar otras y mirar cómo algunas no eran fáciles o en el fondo no tan apetecidas. También he tenido el chance de seguir disfrutando las más deseadas. Claro que muchos sueños siguen pendientes y se los aplaza, año tras año, por la falta de tiempo, por obligaciones de la vida real, por el horario de trabajo, las responsabilidades familiares, la seguridad o el miedo a quemar naves. Otra vez: la “madurez”… Y sin embargo, asusta darse cuenta, que el envejecimiento puede hacerlos irrealizables. Deja un sentimiento amargo pensar que cuando hayan las condiciones de realizarlos, el cuerpo -la máquina- ya no podrá asumir el reto. Espanta imaginarse a uno mismo buscando ponerlos en práctica en los días de la jubilación, aunque el sistema nos venda en sendos anuncios que estás aún vigente. Es deprimente ver a los ancianos norteamericanos bajarse  del bus turístico con mil ayudas  a tomar fotos de las iglesias coloniales quiteñas.

Un deseo ferviente era tocar el saxofón. No recuerdo bien desde cuándo, quizás desde que veía  y escuchaba a las bandas de pueblo, tal vez desde que tuve oportunidad de escuchar jazz, o desde que vi una noche del 94 en un bar de mi ciudad, que acaba de cerrar, a una banda cuyo saxofonista tocaba el instrumento con pasión y solvencia, un tipo que en ese entonces tenía más o menos la edad que tengo ahora y al cual ahora me parezco físicamente. Quizás desde que vi al “hombre mirando al sudeste”.  Y por supuesto, posponía años tras año tan siquiera comprar  ese instrumento, aun cuando otros epicúreos placeres menos deseados ya los había realizado. Por fin, en el año 2006, un maestro saxofonista, hermano de una amiga, me animó a tocar y me regaló la boquilla. Sin duda no era fácil el lograr sacar un sonido y pronto mis vecinos de piso se molestaron con mis ensayos que, en verdad, eran ruidos, desagradables.

Casi una década después, decidí comprar el aparatito creado por el seños Sax. Confiando en el conocimiento de mi hijo  trombonista, le pedí me busque uno de medio uso y amigable para aprender. Encontró un "Armstrong" de mi edad, que lo vendía un abuelo, quien lo compró en los años 70 del siglo pasado para su hijo, pero el muchacho al poquísimo tiempo lo abandonó. Mi hijo Noah, también encontró un "Selmer", mucho más nuevo y no mucho más caro. Me decidí por el "Selmer" y mi hijo comunicó al abuelo que no compraría su saxo. El anciano rebajó 25% del valor y Noah le dijo que le agradecía pero no lo compraba. El abuelo ofreció un descuento del 50% y mi hijo lo compró. Cuando fue a retirarlo, Abraham el abuelo, le dijo que ver tantos años ese saxofón en su sótano le provocaba sentimientos encontrados. Viejo, viudo, con la fecha de ingreso al asilo de ancianos en agenda, Abe, como le llaman, había visto ese saxofón por más de cuarenta años. Lo recordaba cuando lo compró junto a su hijo en el año 74, ambos llenos de júbilo; él mismo por proyectar sus deseos en el hijo y el hijo fascinado por el estuche elegante, con fondo de terciopelo rojo y por el brillo deslumbrante del instrumento.

Ese mismo día Abe, compró para su hijo el portasaxo, la boquilla y varias cañas, el limpiador y la cera para proteger el corcho del tudel.  Fue un día de invierno en que caminaban por el centro, un día raro, soleado entre los montones de nieve. Fue un día feliz. Los siguientes no lo serían.

Pero esa es otra historia.

Wednesday, November 01, 2017

Miguelón



Lo conocí a inicios del 94, cuando el Ecuador se movía con sucres, era el país más barato de Sudamérica y se podía vivir modestamente trabajando media jornada. En esos días bohemios y lustrosos, alternaba mi ocio creativo y vagancia con cuatro horas de trabajo que me daban lo suficiente para pagarme un cuarto en San Juan, una tarjeta de comida en el restaurante Oriente, la vaca semanal para unas cuantas botellas de “Trópico” y la tamuga de grifa de vez en cuando. Era profesor de español en una academia del centro de la ciudad.

Una alumna me preguntó dónde podría comprarse unos jeans y fuimos a la Ipiales, que en ese entonces, comenzaba en la Chile y Benalcázar y se extendía hasta el occidente infinito, el pie de la montaña. En la esquina frente al ex cine Granada, encontramos un puesto de pantalones que lo atendía Miguelón. No llegaba al metro sesenta y tres, pero era fornido; su estructura ósea, y una creciente adiposidad que avanzaba ocultando lo que alguna vez fue musculatura, recordaban a Gimli el enano del Señor de los Anillos, en su versión chola. Tenía el pelo ensortijado y los ojos pequeños y vivarachos, al interior de su boca dos hileras de dientes careados alternaban con espacios vacíos, y alrededor de los labios gruesos, contados pelos pretendían ser una barba candado. Cuando comenzó a mostrarnos los jeans pude ver los sendos cortes de navaja en ambos antebrazos…

Connie escogió un par y quiso probarse, Miguelón llamó a “Pulguita” un vendedor de toallas a que le cuide el puesto y nos invitó a acompañarle. Ingresamos al Centro Comercial Popular, frente  a la iglesia de la Merced y en una escalinata poco concurrida, invitó a que la chica suba hasta el primer descanso y ahí se los pruebe. Caballerosamente le dimos la espalda,  pero pronto pude notar que Miguelón sacaba un espejo y lo colocaba a manera de retrovisor. Al ser descubierto solo me mostro su careada sonrisa. 

En 2500 sucres se cerró el negocio, y al despedirme, discretamente colocó en mi mano una tamuga plástica de yerba. – Gracias proeshor, dijo, ¡usted es de la gente!-

Desde entonces, nos veíamos por el centro y saludábamos como viejos amigos. Ahí me presentó a sus colegas “Pulguita”, vendedor de toallas; “el Sordo”, vendedor de lotería; “Chespiro”, vendedor de monigotes de peluche… Luego supe que todos, redondeaban sus ingresos vendiendo marihuana. 
– Solo verde, proeshor, no le metemos ni a la amarilla, ni a la blanca…- decía solemne. Si yo iba acompañado de alguna alumna, él la tomaba del brazo y se pavoneba junto a ella saludando a los otros vendedores informales, sus amigos, como si fuera un galán de película.
  
Salíamos de la academia con Ulrike, una antropóloga alemana, cuando Miguelón nos interceptó con la emoción de siempre, - Proeshor, como me le va…- Luego de un corto cruce de palabras, mi alumna germana propuso ir por una cerveza y Miguelón nos llevó por la calle Olmedo hacia el occidente infinito, casi en las faldas del Pi-Chinchay. A medida que avanzábamos la zona se volvía más  roja, en la esquina con la calle Mires, ingresamos a una cantina con rockola y desde que nos acercamos a la puerta, algunos nos miraron como presas. Acomodados en las sillas enanas, un tipo acercó su pie al mío, como para medirse los zapatos. Miguelón elevó su metro sesenta y dos, pero su actitud era la de un gigante. – Safa, sapo, están conmigo, ¿oíste?, ¡chucha! -

Ulrike, ingenua, preguntó a  Miguelón sobre los tajos en sus brazos. Innecesaria pregunta que Miguelón respondió con naturalidad: -Me los hice yo mismo cuando estuve en cana, señorita. Es dura la capacha, damita, el que quiere salir un rato, aunque sea al hospital, recurre a esto… - 

Me limité a traducir la jerga y todos preferimos unos sorbos de cerveza. Escuchamos en la rockola las canciones de Cecilio Alba y Alci Acosta que ponían nuestros contertulios, nos turnamos con Miguelón para bailar con Ulrike las tonadas de Lizandro Meza, nos matamos de la risa contando anécdotas en  las que nos vieron la cara de idiotas. La alemana estaba fascinada con Miguelón, objeto de estudio, y él con los ojos azules  y las redondas tetas de la etnógrafa. En la naciente oscuridad, descendíamos los tres la calle Olmedo, no muy ebrios. Ulrike y Miguelón abrazados y yo junto a ellos como chaperón. Él burlándose del español gutural de Ulrike y ella de su pronunciación defectuosa por la escasez de dientes y de vocabulario. Frente a la Merced nos despedimos, como si no nos volviésemos a ver nunca más. Y así fue.

Casi dos años estuve en la academia de español B. y conocí más de cerca a los amigos de Miguelón, en los alrededores de la iglesia la Merced; y también a Prashant, un krishna colombiano vendedor de incienso y sus tribulaciones, en San Francisco; a Glenda Manzaba y sus colegas meretrices, en la calle Flores; a la pareja de cieguitos acordeonistas de la Espejo..., pero esas son otras historias. El recuerdo de Miguelón viene a propósito del reciente deceso de 16 conciudadanos pobres a causa de la ingesta de licor adulterado. Un día de diciembre, a fines de 1995,  no vi los jeanes apilados en la esquina de la Chile y Cuenca. Encontré más allá al “Pulguita”, quien lloroso me dijo que Miguelón se nos había ido en una larga agonía de trago chiveado, el día 7. Luego de sus últimas fiestas de Quito.

Friday, September 29, 2017

Lavoe



Octubre 1997, llego a Portoviejo en un lluvioso domingo de fin de tarde. Dolido, pido a un taxi que me lleve al hotel más cercano. 

-No quiero amor a distancia, me dijo María Helena el día anterior. Te vas a Manabí y vendrás cada semana y luego cada quince y eso no quiero…, quiero vivir bien mis días, salir, farrear y si me enamoro, pues sin culpa.-

Accedo. Era lógico, ¿no?

El cuarto que me asignan no tiene ventana y no me molesto en pedir cambio. Quizás es mejor, con el ánimo sería mazoquista ver la lluvia en la ciudad costera que oscurece. El gran ventilador de tres aspas, situado en el centro, que al girar se sacude como si fuera a desprenderse del eje, comienza su trabajo. Saco el walkman que me ha prestado mi hermano, me coloco los auriculares y enciendo el aparato, sin saber el cassette que tiene dentro. Después del zumbidito que devela que no ha llegado la cinta magnetofónica, comienzan los trombones eternos y luego la percusión menor.

Entonces Héctor me recuerda: Todo tiene su final…

Lo recibo con dignidad, con la mirada en el eje del ventilador. Luego viene “Ausencia”, “Periódico de ayer” y la dignidad quiere dar a paso a un puchero que no termina de cuajar; y que no cuaja gracias al cambio lírico dado por “Triste y Vacía”… 

“Día de suerte” y “Todo poderoso”…, siempre mirando el techo, o hacia la pared barnizada de amarillo, allí donde debía estar una ventana. “El cantante” me saca del adormecimiento depresivo y cuando Héctor comienza el tararero mágico  que anuncia el inicio de “Mi gente” me incorporo. Disfruto de la música y me pongo a bailar tan embalado como Johnny Pacheco, a veces;  y en otras variaciones del ritmo, menenando la muñeca izquierda o pretendiendo que pongo el ritmo con las maracas, tal como lo hiciera el flaco Lavoe. Disfruto la letra, le pongo atención, y así, cantando y bailando me doy cuenta que por ellos estoy en Portoviejo. Por mi gente.

Cuando el cassette me regala “Juanito Alimaña”, repleto de ritmo voy caminando por la Pedro Gual, enfundado en camisa amarilla, manga mocha. Es una noche fresca donde comienzan a asomar escasos caminantes. El aroma del arroz con menestra del local que está junto a la “Flota” y la bella “miquita” que me da el ticket de la comida, hacen el resto. Estoy en órbita, entero y listo para empezar el lunes temprano mi viaje a Pimpiguasí.