
Les invité a tomar asiento, me disculpé por darles las espaldas y continué frente al computador. No tenía ninguna duda, era el Señor B el que estaba a pocos metros de mí. Llegaron de inmediato las imágenes de hace una década.
Su colega introdujo el tema del fútbol, comentando la desastrosa actuación de su equipo en la copa del mundo y el Señor B hizo hincapié en el error del técnico por no haber alineado a un jugador. Giré en mi asiento e imprudente dije que en efecto, Zanetti por su seguridad debió ser convocado, sin embargo, el Señor B hablaba de Verón y su capacidad como organizador del equipo. Coincidimos y lo comparamos con Simeone. Con Messi y todo, no tuvimos equipo, dijo. Creo que si ustedes clasificaban hubieran hecho un mejor papel, repuso. Halagué a la selección argentina, devolviendo el cumplido.
El Señor B y yo estábamos frente a frente y su colega formaba el tercer vértice del triángulo. Ya sabía que el Señor B era un buen tipo, lo supe desde el inicio mismo, diez años atrás, pero percibía por primera vez sus buenas maneras y su fino humor. En todos esos años, apenas si había cambiado, estaba casi como en esa noche en que lo vi entre la multitud.
Cuando el Señor B ingresó a la oficina no me preguntó el nombre. Creo que no me reconoció a pesar de las escuetas referencias que tiene de mi, no tendría como, pues incluso esa única vez que me vio con Ella a mi costado, el Señor B eligió no vernos, prefirió alejarse de nosotros y confundirse entre la masa que esperaba por un autógrafo.

Su colega miró por segunda vez el reloj y como escapando del duelo de palabras, me ofrecí a atenderlos. El Señor B contó sin entusiasmo sobre el negocio que lo había traído. Yo lo escuchaba, pero tenía en la mente la imagen de Ella, el rostro de la amada común. Quise saber de Ella pues sé que siempre se comunican, incluso cuando Ella estaba conmigo. No dije nada. Cruzamos otro ramillete de palabras superficiales y silencios profundos. En efecto, hablaban los silencios, como suele ocurrir en esos diálogos que no se dan entre hombres que compartieron una mujer.

El Señor B y yo nos levantamos de las sillas, nos acercamos y nos despedimos con cortesía.
Mientras el Señor B y su colega salían de mi oficina, creí ver en el ventanal el reflejo de la amada común.
No sé mucho de ella, solo que vive con otra mujer desde que yo la abandoné.