Ella ingresa al bar
con el brillo de su sonrisa cínica y la desnudez de sus piernas largas, que
como las de Daysi Duke, ofusca a los imberbes. Son precisamente éstos los que
quieren conocerla, y luego de pavonearse se le acercan. Si el tipo es tímido,
ella acepta su trago y lo trata con maternal cortesía, antes de despacharlo con
una frase firme. Si es arrogante, aunque fuera guapo, es repelido con una
respuesta cortante y por las chispas metálicas de sus ojos. Miss Daniels, sin embargo, hace caso a los mozos, si no hay un
tipo maduro que le interese.
Una vez que atraviesa las
puertas batientes, y antes de sentarse a la barra, me guiña un ojo y yo le sirvo
su gin tonic. Cuando alguno le habla, ella responde según su ánimo o finge sordera. En esta barra la he visto reír con las bromas inteligentes
de los poetas bohemios y cachetear majaderos. He colocado el vaso junto a su
mano tomada por algún beodo romántico y he notado las veces que les permite caricias arriba de la rodilla, a esos raros audaces que le gustan y que a la vez teme. Mas
también he escuchado el líquido arrojado en sus caras o entrepiernas. Rara vez
acepta la invitación de un yuppie; casi nunca sale a la pista de baile de la
mano de los machos alfa, a quiénes he visto batirse por su causa. Sobre todo evita los
tipos casados y si éstos la conocieran bien, tampoco intentarían seducirla. Pero cuando abandona el bar en soledad, siempre se despide dándome un besín en los
labios.
Al menguar la demanda
de tragos, o si ninguno concita su interés, Miss Daniels me pregunta por mi gato y
yo por los logros de su hija en el preescolar. Con el bar casi vacío, o con ella cansada,
pone por tema el pasado. Entonces nos divertimos recordando sus aventuras con
excéntricos chicos malos y con extranjeros de diversas etnias. A veces las memorias
nos llevan a su noviazgo con ese prometedor universitario que cometió el error
de morirse en Irak; y si eso ocurre, ella vuelca su mirada al poster de Linnyrd
Skinnird que está sobre la barra y repite colocando los labios como flor que se
marchita: Ron..., Ronnie..., Ronald…
Jamás oso hablarle de
sus días de esposa rica y agredida y evito que los indiscretos traigan a
colación su presente. No quiere repetir, frente al trago de un
extraño, que se parte el lomo para pagar la cara escuela de la hija. En esas
ocasiones se le pasan las copas, se burla de sus compañeros de barra y de mi
misantropía a la que califica de zoofílica.
Los pocos paisanos que
estamos al tanto de su historia, sabemos que los viernes, ella y su hija cenan
en casa de la abuela, y ésta se queda con la chiquilla hasta la noche del sábado.
Cuando la niña se ha dormido entre las Historias de Narnia, Miss Daniels abandona
el uniforme laboral y retoma el estilo de sus mejores días. Antes de que ella
haya cruzado las portezuelas, sentimos su presencia soberbia y desde la barra, atisbo
su mirada de ave de presa, que en un segundo domina todo el espacio, precediendo
a las largas zancadas elegantes y a sus manos y voz de cantante de folk saludando
a los conocidos.
Ginny y yo, que
hemos sentido su corazón de cereza, no ignoramos que Miss Daniels en el fondo
quiere un hombre bueno; ese tipo gentil que la cuide y le ayude con la
economía; que si puede, sea un padre para su hija y que no las golpee. Yo
intuyo que cada viernes, usando esos encantos desbordantes, que merman
lentamente, lo busca entre los desconocidos.
Mientras le sirvo su enésimo gin tonic, o cuando despide a algún forastero con desgano, me dan ganas de
decirle que no lo encontrará en este sitio; mas luego recuerdo las palabras de
Ginny, la cocinera del bar, y me cierro la boca con una porción de maní. La vieja Ginny
está segura que aunque Miss Daniels no lo sepa, su corazón me busca;
lo cual sería una lástima, pues apenas si vivo para mi gato.