Al llegar al evento que me invitaron veo que la dirección mencionada solo tiene varios vendedores ambulantes. Dudo, camino, miro en la esquina de al frente. Indudablemente tampoco es ahí, ese es un almacén. ¿Se confundieron? Regreso y al agachar la cabeza veo debajo de un amplio paraguas que cubre el pequeño negocio de caramelos y confites que vende una señora canosa y gordita, detrás de cajas y productos hay unas gradas. He llegado solo con diez minutos de retraso pero han empezado puntuales. No podría ser de otra manera, me digo.
Los veo sentados en el espacio que funge de proscenio y en el sitio que sería para mi hay una silla de ruedas empacada, por lo que me siento entre el público. Son diez, 6 mujeres, 4 hombres.
Esperaba ver a más de ellos. De hecho, una gran motivación para ir era encontrarlos. No conozco a dos de las mujeres, pero luego deduzco que una es madre de una alumna (el mundo es un pañuelo, decimos en esos casos), me dan el nombre de la otra y coligo que es la madre de Sara, quien murió cuando yo tenía 16. Aunque a tres de ellos los vi hace pocos meses y a otros dos hace menos de un año, me pareció que habían envejecido de pronto. De hecho, eso ocurre, te mantienes, digamos, con el semblante de 43, hasta que tienes 48 y al cumplir 49 y dos meses, ¡zas!, pareces de 49 y tres meses. Dejo la digresión al caer en cuenta que el espejo me lo muestra cada mañana…
Fa comienza su relato y me doy cuenta que la pregunta fue algo así como contar tus inicios, tu historia. Ariel el chico que me invitó está a mi lado y le veo tentado a darme el micrófono para que también intervenga. Hago como que no me doy cuenta, porque prefiero escucharlos a ellos. He oído esas historias varias veces, en pequeñas reuniones colectivas, en diálogos de almuerzo, pero siempre aparece un nuevo pequeño detalle. Otras, sin embargo, me son nuevas y las añado a la colección de crónicas privadas y secretas que manejo en mis sinapsis neuronales. Aparecen los nombres queridos de los que partieron, se los recuerda con cariño. Es interesante ver cómo quedan resquicios de los ciertos roces del pasado, mientras alguno interviene haciendo sutiles referencias críticas que solo entiende el aludido y unos pocos que por su puesto, no mostramos gesto alguno. Hay al menos una sonrisa incómoda. Me parece importante ver cómo leen ahora las cosas, como organizan sus relatos. Uno meramente recuerda, otra analiza y admite errores, un tercero se refiere a quien fue en esa época, con poco cariño o demasiada modestia. Yo me siento un poco ajeno, como si el que fui no sería el que está ahora sentado en este evento y como si este que está sentado no tuviera derecho a representar al anterior.
Por ello a pesar de que me dan ganas de contar mi historia, me parece que no podría ponerle la intensidad necesaria, se me hace incómodo pensar que puedo abusar de la palabra (a veces sacas esas cortesías tontas que aprendiste en Europa, me dicen) o puedo omitir detalles importantes, aunque sé que la memoria es lo que mejor tengo (como la califican: memoria de mujer, memoria de elefante, de mujer elefante). No me siento con autoridad, por haber llegado atrasado y por no estar al frente, de frente, frenteando. Todo esto se conjuga con cierto grado de timidez y sobre todo con mi gana de escucharlos, porque los minutos usando mi palabra son minutos menos de la palabra de ellos.
Llega entonces Darwin y se sienta a mi lado, saludamos con afecto. Comienzan a responder preguntas de análisis político y de estrategia y en mi cabeza comienzo a articular mi historia, diciéndome que la diré al último:
“Para mí el inicio de todo fue el abril del 78, la guerra de los cuatro reales. La miraba en todo el barrio, pero en particular en la esquina del parque América de la Rio de Janeiro y Venezuela desde la elocuencia de un joven dirigente estudiantil arengando a la gente y explicando el sentido de la protesta. Las señoras del mercado, madres de familia que iban a ver a sus niños, los voceadores, albañiles y demás padres de familia, los vecinos de la tienda, los de la peluquería, la señora del restaurante y los pobladores de las casas aledañas, lo escuchaban atentos. Este tenía quizás 18 años, mestizo indígena, con los ojos vivaces y la determinación de un carnero y días después el Barrio se llenó de banderas roja y negras, la huelga se extendió hasta las noches y las llantas humeaban iluminándolo todo. En otra ocasión desde otro estilo un chico de clase media, blanco, delgado y de rasgos finos como el arcángel Miguel arengaba a los pobladores y les recordaba que estábamos en dictadura. Muchos años después encontré al uno y vi en las noticas asesinado al otro. Eran Fausto Basantes y Ricardo Merino, respectivamente.
Yo tenía 8 años había llegado hace uno a vivir en esta ciudad, en ese barrio. Luego de 3 años en una escuela burguesa de provincia mi madre eligió ponerme en la escuela que quedaba frente a ese parque, la más popular, la que alojaba a los hijos de los obreros, de los informales de los porteros del inmenso colegio barrial y las mindalaes, a los hermanos de los delincuentes menores… Mi madre justificaba su decisión desde mi supuesto desclasamiento y quizás influenció en su decisión las ideas escuchadas en la Facultad de Filosofía que cursaba o en el sindicato de maestros al cual pertenecía.
Supe que iría al colegio donde estudiaban el carnero y el ángel, el famoso colegio Mejía, ubicado a dos cuadras de la escuela y tres de mi casa. Ingresé en el año 80 con, allí encontré a varios ex compañeros de escuela y de calle. En el minuto cívico del lunes vi como a uno de estos le felicitaba el inspector general, por haber ganado el concurso nacional de oratoria. Rafael, como sería conocido años después (no Correa, por si acaso, ese ni asomaba), cuyo nombre era Carlos me invitó a la Brigada Cultural Benjamín Carrión y a la rojinegra lista Z, que estaba en el consejo estudiantil. Conversábamos de la realidad, de la vencedora revolución nicaragüense de un año atrás de la reciente democracia. Entre los inteligentes cófrades, estaban Iván Del Pozo, presidente del Consejo, Jorge Serrano el vice, los gemelos Yuri y Raúl Moncada, Marcelo Jaramillo, Sidartha… En el año lectivo 82 - 83, la lista Z tuvo su último presidente, Luis Angulo, no tan querido por los estudiantes y para las vacaciones de ese año lectivo, en la esquina del barrio nos reuníamos primero a conversar de política y luego a estudiar libros como “La Montaña”, ”Operación Chanchera”, “la Hoguera Bárbara”. Roberto, Yanko, Felix, yo y a veces la Falca, novia de Carlos, estudiábamos bajo la guía de éste, quien nos animó a usar seudónimos. Por ahora nos llamábamos C14. Por esos mismos días Chorencho un muchacho más grande de San Juan ajaba al barrio y cuando Roberto me preguntó por mi seudónimo, se rió
-Lucho dijo, que turro. Mejor te queda Chorencho por tus churos, remarcó y para diferenciarte del gogotero, serás Chechorencho.
Ahí nació Chechorencho que meses después y a sus casi 14 estaba haciendo estudios pequeños para los operaches, luego de que Roberto me diría que éramos parte de la organización, la primera tarea fue ir al Camal, a anotar las placas de los carros de Enprovit, luego visitar algunos locales de pollos Gus… Si pasa algo, me dijo con sorna se fijarán en el Chorencho gogotero. De hecho, y solo lo supe años más tarde, el seudónimo de un compañero era “Gloria”. Si “pasaba algo” buscarían a una mujer y no a él…
Muchos años después haría mi última acción: imprimiría con "Tarzán", una "Montonera", quizás el último pasquín, que un día después tuvo que ser destruido pues las decisiones cambiaron. Fue una pena, botar en una acequia 8 horas nocturnas de trabajo, luego de un operativo fantástico que incluía telas negras para fingir oscuridad en el 5to piso de la imprenta en cuestión".
Hilo esta historia, mientras los compañeros responden preguntas de corte histórico político. Es en el Santiago K, en quien dejan las respuestas sesudas y este como siempre responde con lucidez y hasta objetividad.
Y no cuento nada...
Una chica pequeñita, con lentes de marco negro, interviene cerrando el evento, con un conmovedor y radical discurso. Me acerco a saludar a los míos.
Santiago me dice riendo:
-Me estabas mirando con odio cuando decía que el Correa es el que hace política.
-No es verdad, le respondo también con una sonrisa. Luego te pones crítico y ahí no puedo ubicarte bien.
Voy a abrazar a la Aleja quien con dulzura me reprocha: No dijiste nada, ¿sigues en la clandestinidad?
-No, llegué atrasado… me dio vergüenza… Siempre es mejor escucharles.
Mi mira con la dulzura de siempre. Sigues de clandestino... musita.
Nos despedimos afectuosos. Con el Fa y la Susi bajamos la Rocafuerte hasta Santo Domingo. Ellos siguen de largo a la Mama Cuchara y yo voy al trolebús. Entonces recuerdo que, en efecto, hace muchos años, me dijeron que AVC se fundó el 14 de febrero del 83. Dato que los jóvenes, entre ellos el hijo de Aleja, no olvidaron. En el trole sigo pensando en los viejos, en los jóvenes y en los que se fueron jóvenes. Tengo fe en los militantes y soñadores que hicieron el evento, en que serán mejores que nosotros. Tengo esperanza de que logren forjar su causa, que en esencia es la misma, pero que ha incorporado nuevos conceptos y discursos.