A NB
Cuatro años
habían pasado desde que regresé a vivir en Quito y tres desde que era conocido
en la esquina de mi casa como Tarantini. Vivía en un barrio de clase media. Mi familia
ocupaba la planta baja de una casa grande de tres pisos, que tenía la
escalinata en el centro. En el ala izquierda del segundo vivía Doña Lucita, la
dueña de casa y su hija María Eugenia que pasaba buena parte del día en su
taller de costura. En la derecha, vivían unas numerarias carismáticas, que
organizaban, los sábados, reuniones con los chicos del barrio, para conversar sobre
la vida de los santos, el pecado, la virtud y demás temas de interés de las misioneras
españolas. En el tercer piso vivía la otra hija, la señora Marcelita con su
esposo y sus dos hijos Nico y María Belén, conocida como la Gata, por sus
hermosos ojos verdes.
Con Nico llevábamos
cuatro años de una amistad muy cercana. Apenas nos conocimos jugamos a revivir los
programas de televisión blanco y negro. En nuestro “Viaje al fondo del mar”, el
patio del subsuelo era la profundidad marina y la piedra de lavar, el submarino.
Pretendíamos ser Huck Finn y Tom Sawyer y cuando requeríamos de Becky y de Joe
el Indio, invitábamos a la Gata y a mi pequeño hermano Vito. Nico se la pasaba
en mi casa, pero a veces subíamos al tercer piso para jugar con los muñecos del
Hombre Nuclear que le traía su padre desde Estados Unidos. En 1981, cuando
ocurrió esta historia, Nico tenía 13, la Gata 10 y yo 11. Motivado por su
padre, director de una famosa orquesta del país, Nico comenzó a tomar en serio la
música. Buscando su instrumento, probaba las congas, el piano y la trompeta. Íbamos
al estudio y poníamos en el tocadiscos los flamantes LP’s traídos por Don
Nicolás, iluminando toda la casa con ese ritmo nuevo y pegajoso que se llamaba
Salsa. Las portadas fabulosas, con Pacheco, “el zorro plateado”, Ray Barreto,
el rey de las manos duras o Yomo Toro y Lavoe de Charros nos fascinaban. FANIA,
Blades y el chico malo del Bronx, se convertían en nuestros ídolos y cantábamos
golpeteando tarros vacíos de pintura.
Los nacientes 80 venían
a ritmo de buena salsa, hasta que la Gata, nos disputó el tocadiscos. En su
pecho trajo un LP, en cuya portada estaban unos muchachos vestidos de látex. Nos
negamos y vino con su padre. Después de “Fania en África”, tuvimos que cederle el
aparato a regañadientes y lo que sonó nos erizó los pelos. Eran cinco voces
adolescentes con un ritmo que hería nuestros oídos afinados en el buen gusto salsero.
No los odiamos de inmediato, pero sí lo hicimos cuando en los días siguientes el
ruido de ese disco de marras salía de las casas contiguas. En todo el barrio, o
al menos en los hogares donde habitaban féminas se escuchaban aquellas
canciones. Pronto, algunas ventanas lucían afiches de los cinco chicos, vestidos
como jamás se nos hubiera ocurrido hacerlo a nosotros, desde la estética de
“machitos”.
En nuestra casa, la
Gata había ganado espacio y sus padres le permitían escuchar todos los días los
discos de “Menudo”, que en toda la ciudad fueron apareciendo como hongos en
lluvia. La banda de Puerto Rico provocó la adoración de las chicas, en la misma
medida que el desprecio de los chicos del barrio, excepto los que aprendieron
la coreografía Menuda y que eran catalogados por la bandita como afeminados,
pero adorados por las jovencitas, lo que nos ponía verdes de envidia.
En menos de seis
meses, se transformaron en histéricas fans, hasta las más recatadas muchachas de
nuestra comarca, entre ellas la Gata. Hicieron un culto a la imagen de los 5
portorriqueños, siendo motivo de pelea hablar mal de ellos. Todas habían
escogido a un Menudo como el príncipe de sus sueños y en la parada del bus
colegial se les oía comentar.
– René es tan guapo. ¡Qué cabello tiene, Xavier!, Me encantan los
ojos de Miguel…
El favorito de la
Gata era Ricky y por supuesto Nico, no escatimaba esfuerzos en molestarle
diciéndole que era un enano de dientes torcidos, provocando su rabia:
-Papi, el Nico me
está molestando, ¡dice que Ricky es feo!
- ¡Ya Nico, deja
de molestar a tu hermana!
Llegaron las vacaciones
y su espléndido sol de verano. Nos divertíamos con un par de patines de 4
ruedas, alternado la camiseta de roller boogie que tenía parches en los codos. La
señora Marcelita, le dio 20 sucres para comprar golosinas y le pidió a Nico que
no haga travesuras. Don Nicolás le recordó que debía practicar el piano, si
quería ser como Papo Lucca, y tomando de la mano a la Gata se subieron a la camioneta.
Fuimos al estudio
de Don Nicolás y con “Ramona” sonando, Nico trató de emular ese famoso solo de
piano, sin conseguirlo. Iba bien y de pronto ¡zás!, una tecla tocada
ligeramente, le mandaba a repetir. Reprimía su frustración, cuando desde la
terraza contigua, vino a todo volumen, el inconfundible éxito Menudo “Súbete a
mi moto”. Yo grité por la ventana que bajen el volumen, pero fue como si la
orden hubiera sido la inversa. Ya comenzaba a sonar la siguiente pista, cuando Nico
dejó el estudio y atravesó la sala de su casa. Pasaron largos minutos, llegó sonriente
y dijo: mi mamá me dio plata, mejor vamos a tomar helados.
Horas después, vimos desde la esquina a Don Nicolás bajar las compras y luego subió toda la familia al tercer piso. Pocos minutos después se escucharon el llanto y los alaridos de la Gata, seguidos por los gritos de Nico castigado por su padre. Mi vecino y mejor amigo, cansado de "Menudo", había tomado la colección de LP's de su hermana y los puso a broncearse en la terraza. Cuando vino, lo vi adolorido y lloroso, pero con la sonrisa del "deber cumplido". Fue una victoria pírrica pero perdimos la guerra. Nuestra derrota final se dio un par de años después, cuando el grupillo se presentó en vivo, llenó el estadio y esparció por toda la ciudad la "fiebre menuda".