En este mundo todo termina, se gasta, se pierde, se pudre,
se rompe, se evapora... Las cosas más importantes no tienen reparación o tienen
fecha de caducidad. Las más novedosas sufren de obsolecencia programada. ¿Y por
qué el amor iba ser la excepción? ¿Por qué este iba a salvarse de ello, si es
que es solo una cosita en medio de este universo inconmensurable? Parece que desde esa lógica se fue, como el olor del perfume
en el transcurso del día, el amor que por años se prodigaron R y su mujer. Fueron
para nosotros, la meta a alcanzarse, esas parejas a las que se les ve
perfectas y radiantes, guapos ambos, ambos alegres, ambos disfrutando de su desarrollo profesional y
sus dos hijas hermosas. En sus inicios juveniles, fueron tan cercanos, que a veces les
llamábamos los siameses. El modelo de perfección conyugal, nuestro
referente.
Cuando por fin nos enteramos, en el grupo aparecieron las elucubraciones.
Ninguno pronunció el falsamente premonitorio: se veía venir, pues no había el
menor viso de ello. Alguno dijo que, desde hace poco disimulaban su armonía,
pero tajantemente los otros replicaron desde la experiencia, que ni R, ni G,
su compañera, eran de juegos mojigatos. Lo cierto es que ni
R que solía venir a jugar al póker con nosotros, ni G que participaba en las
esporádicas reuniones de familias que hacíamos, nos insinuaron que estaban en
crisis marital. No apareció ese tercero o tercera no consentidos, ni tampoco muestras
de conflicto o reticencias de alguna naturaleza. Por último, con ellos no se
podía aplicar el dicho cervantino de que cuando la pobreza toca la puerta, el
amor sale por la ventana…
Un día R nos dijo que su empresa le proponía ir por un
tiempo a Praga y lo congratulamos. Imaginamos que sería un viaje familiar, por
lo que no nos sorprendió que R deje de asistir a las sesiones de naipe. Como no
eran de intimar, ambos desaparecieron discretamente y todos los hacíamos viviendo
las emociones de una pareja cuyos hijos ya dejaron el nido, en una de las
ciudades más bellas de Europa.
Casi al año, nos enteramos de que G, al regresar de su
trabajo, encontró una nota en la mesa del comedor, donde R le decía que se
marchaba pues había dejado de amarla. Ella, entonces, pasó las manos por el sitio
vacío del armario, auscultó el librero y el escritorio que seguían intactos. Miró todas las fotos de la familia, tomadas en
los diversos tiempos y comprobó que todas seguían en los diversos espacios de
la casa. G no lloró copiosamente aquella noche, el mensaje de R fue su liberación,
fue el cheque en blanco que él le dio, que le ahorró a ella misma escribir un
texto similar y dejarlo cualquier tarde en la mesa del comedor. La nota de R fue la materialización de aquella
que, en otros términos, G una vez redactó y rompió en pedacitos. A la
mañana siguiente, ella también empacó sus cosas y emprendió su viaje. Evidentemente,
no fue a buscarlo.
Y la casa quedó ahí, como un ícono del pasado luminoso, con
las mismas paredes celestes y balcones blancos, con la rejita y el pasillo de piedra.
Cuando tiempo después, pasé frente a ella, la miré silenciosa y desierta, no
tenía anuncio de arriendo o de venta, estaba con la yerba crecida y con el impasible
árbol de sauce marcando, como siempre, los minutos. Fue por esos días, que los
del grupo de póker recibimos en el celular una foto de R con su nueva pareja y
el hijo de esta, posando con la catedral de San Vito al fondo. Sé que G ahora
regenta, con su segundo marido, una floristería en Uruguay. Quiero creer que
cada uno es feliz en su nuevo estado. Espero que así sea, aun cuando, a partir
de lo que viera por años, lo dudo. Mi lógica pesimista me dice que no podrán
repetir acompañados de otros cuerpos, las mismas dimensiones que crearon
durante años uno con el otro.
Quizás los del grupo de póker no podemos comprender esa separación,
porque nos decepciona, porque con ella se desmorona un pedazo de nuestra
propia felicidad. Tal vez ellos hacían feliz al mundo que los rodeaba, aun a
costa de ellos mismos. Es posible que ese ente que germinó entre esos dos, ese tercero
llamado amor, se cansó de hacer su trabajo cotidiano para nosotros, los espectadores
de ese acto performativo.