Terminaba otro septiembre, los bares bullían de
jóvenes de todas nacionalidades, que disfrutaban su experiencia académica en el
extranjero. A pesar de que en la vieja Lovaina, el ritmo de farra era imparable
hasta julio, era al inicio del año lectivo, cuando el ambiente festivo de la ciudad
universitaria mostraba su esplendor. Los estudiantes festejaban la novedad, la
libertad, la ausencia de control paterno y el espacio intercultural; los
efímeros romances, la posibilidad de emborracharse legalmente y de drogarse con
la autoridad haciendo la vista gorda.
Los que conocíamos esa movida, los cancheros,
los miembros del “comité de ética”, los becarios con cinco años más que la
media estudiantil, sabíamos enfocar la algazara y sacar mejor provecho al
barullo. Yo solía tomar a una chica por la cintura, quien al ver al latino
exótico que la abraza, le sonríe y se deja llevar. Me acercaba más y la invitaba
a seguir mi baile, en el cual mi pierna derecha generando movimientos
cadenciosos excitaba su pubis. La seducción se facilitaba gracias a las
cervezas que se vaciaban en las gargantas, a los otros cuerpos apretujados y a
la música estridente. La bachata, el reggueeatón y algunas movidas de techno que
permiten el contacto físico eran el señuelo. Las manos entonces subían por los
cuerpos, las lenguas se entrelazaban, las respiraciones se tornaban jadeantes…
Esa noche de septiembre, a pocos pasos del tumulto, me pregunté si de verdad quería terminar con alguna chica en mi cama. Saber si en verdad quería gozar de otra noche como las que, varias veces por semana, había tenido desde hace cuatro años. Noches que terminaban, o más bien madrugadas que comenzaban yendo con alguna muchacha hacia su piso o al silencio cómplice de la casa de sus padres. Al sexo incómodo en su auto, o a la cópula en los parques y en el bosque, si era verano. En el primer callejón, las manos y los labios no podían esperar y tocaban los pechos; se colaban debajo de la falda, antes de la llegada temblorosa a una residencia estudiantil privada o a un humilde kot, como mi cuarto, destinado a los belgas más pobres y a los becarios.
Esa noche de septiembre, a pocos pasos del tumulto, me pregunté si de verdad quería terminar con alguna chica en mi cama. Saber si en verdad quería gozar de otra noche como las que, varias veces por semana, había tenido desde hace cuatro años. Noches que terminaban, o más bien madrugadas que comenzaban yendo con alguna muchacha hacia su piso o al silencio cómplice de la casa de sus padres. Al sexo incómodo en su auto, o a la cópula en los parques y en el bosque, si era verano. En el primer callejón, las manos y los labios no podían esperar y tocaban los pechos; se colaban debajo de la falda, antes de la llegada temblorosa a una residencia estudiantil privada o a un humilde kot, como mi cuarto, destinado a los belgas más pobres y a los becarios.
Sonsacando una respuesta a mi yo más profundo y
paladeando la segunda Duvel, recordé algunas noches agridulces. Aquella con una
silente limburguesa, que insistió en apagar la luz para no verla desnuda y una
vez a oscuras se lanzó a cabalgarme con fruición. Esa fría noche de carnaval en
Aalst cuando una treintañera, antes disfrazada de vaca, se limitó a abrir las
piernas y se mantuvo casi estática durante todo el acto; dejando escapar
gemidos (o mugidos) entre los dientes apretados, obedeciendo sumisa mis más
extraños deseos. La tarde posterior a un concierto de guitarra flamenca y Jack
Daniels, en Amberes, cuando Zita se admiró de mis ganas de cogerla por quinta ocasión.
En mi pueblo, mis dos únicos novios, me dijo, lo hacían solo una vez y luego se
dormían.
Mas Jack Daniels, solidario en Amberes, no lo
fue en Lovaina en un amanecer de junio. Esther y yo, volando en marihuana, casi
salíamos del bar, cuando el viejo Jack me guiñó un ojo y accedí. En mi kot, luego
de un agradecido cunnilingus, Esther quiso colocar el preservativo, pero éste bajó
mi erección. Lo quité de un solo golpe, pero Esther me dijo que sin ello nada, pues
además tenía novio en España. Traté, en vano, de convencerla, pero su
excitación me permitió penetrarla durante varios segundos antes de que me retirase
con violencia, insistiendo en poner el condón, el cual otra vez me puso
flácido. Cuando el sol entraba por la ventana, entre risas de THC, comenzamos
con el sexo oral mutuo hasta quedarnos dormidos por tres horas antes de correr
a clases.
La alegría que provoca acabar con la segunda
Duvel, me hizo recordar a Rafaella, quien luego de nuestro primer polvo, tomó
por costumbre visitarme lunes y miércoles, después del gimnasio. Fornicábamos a
las mil maravillas, hasta ese día en que introduje mis dedos en su sexo y sentí
algo como un alambre. El imprevisto contacto metálico puso en mi cabeza,
imágenes de nobles guillotinados por la revolución francesa. Ella era siciliana, imaginé complicados artilugios mafiosos y saqué los dedos de inmediato el
mismo momento en que ella me pidió jadeante que entrara. Misión imposible, pues
“ciccio”, como ella lo llamaba, se había encogido. Rafaella paró de besarme, me
miró ansiosa y me preguntó directamente que pasaba. Le conté la historia del
alambre interior y mis temores de corte. Me tranquilizó diciendo que debido a la
cotidianidad sexual, decidió ponerse un DIU. Ciccio resucitó, y retozamos con
deleite.
Pedí una tercera Duvel y con cada sorbo corto
que daba, vinieron como en video escenas de los encuentros con mi devota amante
griega y su ritual posterior donde besaba mis pies y manos; mi alegre gigante
senegalesa con su precioso y enorme culo azabache; mi sublime y complaciente
vietnamita que nunca más quiso follar a sus paisanos; mi hermosa turca que
debía llegar vaginalmente virgen al matrimonio; mi brasilera que en el orgasmo
susurraba meu pipio de mel; o mi fuerte y atlética estonia, con quien las
noches eran un casi un combate...
Revivir esta película particular, me sacó una sonrisa, hasta que divisé a una pelirroja alta que sollozaba en un rincón, consolada por sus amigas. Lloraba por penas de amor y vi en sus lágrimas aquellas que yo mismo provoqué y que mi madre premió con dos sonoras cachetadas. Esas relaciones dobles o triples, donde ellas dieron el corazón a un tipo que solo quería un acueste. Días de engaños, en los que el espejo reflejaba a un ser repugnante y que me granjearon toneladas de desprecio.
De entre mis estupideces, quizás mi historia
con Jo, o lo que perdí por ella, es la que mayor remordimientos me provoca. Jo,
aunque delgada y mediana, era una clásica belleza holandesa en rostro, cabellos
y ojos. La encontré en la sala de mi residencia, esperando a mi vecina Claire. Jo,
a pesar de ser rica, era asidua visitante de nuestra humilde casa de Lierstraat
y para cuando llegó Claire, habíamos intercambiado emails y números telefónicos.
Esa misma noche nos contamos la vida en cinco horas de chat y en la siguiente sesión,
dio inicio el galimatías que fuera nuestra relación. Jo halagó mi cabello y
dijo que mi hijo sería hermoso; yo dije que si éste tuviera sus ojos lo sería
aún más. Solo creí devolver un cumplido, mas su cultura no acepta esas palabras,
y gracias a ellas entré en el imaginario de Jo, como su príncipe azul. Dos
horas después, copulaba con mi hermosa frisia y ella con el imaginado padre de
su futuro hijo… Fue la primera de varias noches románticas en cuyos días recibía
en el celular, constantes mensajes amorosos que al inicio me hacían sentír bien pero luego me sofocaron.
Las cosas iban bien para Jo, el mujeriego y sus
otras amantes, hasta que una antigua huésped de Lierstraat, regresó de su semestre
en Sevilla. La empatía con Griet fue instantánea, el aire español que traía, facilitó su ingreso al
básico universo latino de merengue, tequila y mojitos. Vinieron después, las
películas argentinas, las clases de salsa en el bar cubano y los paseos al
lago, donde nos poníamos el bloqueador mutuamente.
Una mañana cuando Griet entró a la lavandería, el Casanova sintió en el corazón una flecha punzante, había caído en
las garras de Cupido. Mientras ella sacaba la ropa de las máquinas, el tenorio se
lo hizo saber de la manera más pendeja: Esteee, creo que estoy enamorado de
ti…, le dijo; teniendo por respuesta un rubor, una sonrisa, un besito en los
labios, como chasquido de pétalos, y una rauda carrera nerviosa que le dejaron
solo, estúpido y feliz en medio del olor a detergente.
Mas luego ardió Roma. Griet convocó a las
féminas de Lierstraat para contarles que sus sentimientos eran compartidos, que
el ecuatoriano por fin venció la timidez, que ahora podría besarlo en medio del
lago y que con el tiempo quizás buscaría un kot doble… Elke, Nele y Marijke la
felicitaron, mas no Claire, la amiga de Jo…
Griet me despreció con todas sus fuerzas, las
chicas de la casa me quitaron el saludo y después, buenos compatriotas solidarios, lo hicieron los chicos. Supe
que Jo vino una mañana y en los brazos de Griet lloró deconsolada. Las nuevas
amigas se solidarizaron mutuamente y diseñaron un plan para darme una muerte
cruel. Yo busqué a Griet como un gato hambriento, averigüé sus horarios para
hacer encuentros casuales. Le rogué escucharme, le pedí perdón sin que apenas
me mirase, le mandé flores que arrojó sobre la lavadora… Ella me escupía su
odio y para castigarme aún más, se marchó por un mes a Ecuador. Jo, entonces, me
pidió que al menos sea su fuck partner, a lo que me negué con dignidad.
En el bar, conmemoré a Griet mirando las burbujas que ascienden y forman la espuma cervecera y quise estrellar el vaso en mi frente, como pensaría tantas otras veces, al beber en su nombre. Soporté el desprecio de Griet por dos años, hasta que pude salir de Lierstraat. Dos años de sentirme ignorado, sintiendo sus mudas ganas de arrancarme los ojos al verme entrar con otras chicas, dos años dándome celos con supuestos novios inexistentes. En el pueblo chico me la cruzo con frecuencia y veo como el paso del tiempo la pone cada vez más hermosa. Lo cual me atormenta.
Koen, el mesero del “Ambi”, me preguntó si
estaba bien y levanté la cabeza. La pelirroja del rincón se había incorporado y
esbozaba leves sonrisas ante el beneplácito de sus amigas. La cerveza estaba
caliente y la terminé de un solo trago. Me sumí en mis últimos despertares en
Liestraat y en los que tuve en mis siguientes residencias estudiantiles: Camilo
Torres, Slachthuislaan o Sint Katarina. Me hundí en esas mañanas jodidas en las
que ellas se levantaban agitadas, se vestían con premura y salían de mi kot con
un portazo. Unas duchándose brevemente y arrojando la toalla sobre el
computador, otras abriendo la refrigeradora y preparando un laxo desayuno,
aquellas maquilándose con parsimonia; sin ni siquiera mirar al tipo que en el
altillo aún padecía la mala noche, la resaca y el cansancio de la liturgia primigenia.
Rara vez me dejaron un beso de despedida, una sonrisa, o un adiós cariñoso. Sin
embargo, días después recibía sus llamadas para invitarme a cenar, para ver un
documental africano o para tomar una copa.
Para repetir la rutina.
En la ausencia femenina, abría los ojos y
miraba el techo. Estaba desnudo, sucio, cansado, con el cargo de conciencia de
haber faltado a algún curso importante o consciente de los abundantes trabajos
académicos inconclusos. No pocas veces con la cabeza deshidratada a punto de
estallar, lista para ponerla dentro del congelador o del horno, mientras el
reloj me contaba que ya eran las once y el cielo gris, atrás de la ventana, insinuaba
que podrían ser las seis. Entraba a la ducha y repetía como una cábala “post
coitum omne animal triste est” y perdía largos minutos bajo el agua, pensando
ya no en el cuerpo precioso de la noche anterior, ni celebrando el hábil truco
seductor, sino convenciéndome de que solo era un artefacto de follar, que no
merecía ser amado. La tristeza era poca si la invitada tenía una horrible vida
sexual con su pareja de años, pues sentía haber hecho una buena obra. Pero el
abatimiento era grande, si la dama nocturna me juraba que amaba a su novio desde la adolescencia, al que conoce de toda la vida y con quien
están comprando una casa.
Entonces pedí la cuarta Duvel y mirando la
espuma, similar a la de la lavadora, me imaginé con Griet en busca de una vieja
casa. Aquellas que los bancos permiten adquirir a las parejas jóvenes con
sueldos medios y cuyas reparaciones destruyen el fin de semana de los tórtolos.
Esa imposible imagen con Griet me devastó. Mirando el vaso de letras doradas me
pregunté qué mierda hacía en ese bar de estudiantes bailarines, cuando yo solo
quería un amigo, como el Chamo o Caballo con quien beber y reír copiosamente;
como Yaku o Miguel para beber y llorar nuestras mutas desventuras.
Un empujón que casi me bota del taburete me volvió
a la realidad y divisé a la antes llorosa pelirroja sorbiendo un cubata y
animando a sus amigas que bailaban. No sé qué fuerza suprema me colocó junto a
ella. De pronto mi brazo estaba asiendo su cintura y al ritmo de la bachata, resbaló
su suave cabello rojo en mi pecho. Mi muslo se adecuaba al húmedo calor que
brotaba de mi pareja de baile. Los recuerdos de despertares grises y la culpa
cristiana desaparecieron. Luego de dos tonadas más y unos cuantos kilómetros,
ambos ex tristes estábamos en Bruselas, creando el placer elemental.
Amanecía, la dueña de la cama dormía entre mis
brazos y yo pensaba en las imágenes y memorias. Quizás salté del taburete
impulsado por mi inconsciente que no quería dejarme caer en resaca depresiva; tal
vez fue mi naturaleza y su animalidad testaruda la que me empujaron a bailar; o
buscar un nuevo inicio, donde sería bueno, fiel y expiaría mis culpas...
Mi amiga Isabelle dice que cuatro Duvels provocan en mi un efecto químico-mágico, haciendo que mi cuerpo despida las mejores hormonas. Funcionando como una poción que me transforma en un ente atractivo a las féminas. Entonces, según Isabelle, cuando ellas me huelen, su propia bestia despierta y pueden ver grabada en mi frente, la palabra SEXO.
Mi amiga Isabelle dice que cuatro Duvels provocan en mi un efecto químico-mágico, haciendo que mi cuerpo despida las mejores hormonas. Funcionando como una poción que me transforma en un ente atractivo a las féminas. Entonces, según Isabelle, cuando ellas me huelen, su propia bestia despierta y pueden ver grabada en mi frente, la palabra SEXO.