
Ingresamos y pude ver a cientos de latinoamericanos apiñados en la casa parroquial tratando de ver un espectáculo de danza desarrollado al pie de una tarima, al fondo de la sala. Poco a poco nos acercamos, de tal modo que desde mi pequeña estatura, pudiera disfrutar del baile andino. Además de los bailarines vistiendo coloridos trajes indios, me llamó la atención un señor gordo que lucía un sombrero de cowboy. Este tipo que reía escandaloso e interrumpía el espectáculo con sus gritos y comentarios vulgares, era a la vez reverenciado por todos. Su imagen me transportó a las fotografías de capataces serranos que alguna vez vi en los viejos álbumes de mi abuelo. Después supe que era el embajador.
También me sorprendió la larga fila de personas empujándose, reclamando por algo y que blandiendo un ticket se dirigían lentamente hacia una mesa que repartía viandas. Por mi padre supe, que los que hacían la fila accederían a un plato típico gratuito. Inocentemente comenté que sería más fácil, si se acercaran uno a uno, tomaran una porción de viandas y volvieran a sentarse. Mi padre solamente sonrío. Años después supe que su sonrisa subrayaba mi ingenuidad, pues si en ese espacio se aplicaba mi método, el primero en llegar se apoderaba de todas las viandas que podía.
Por el caluroso local, paseaban abanicándose las funcionarias de la embajada, todas pintadas el cabello de rubio, todas evitando con cortesía a los asistentes: humildes migrantes limpiadores de oficinas, cuidadoras de niños y viejos ingleses, albañiles... A veces les sonreían, pero a toda costa rechazaban el saludo con apretón de manos. Una se nos acercó y nos preguntó en inglés si es que mi madre era sudamericana, mi padre le respondió en español que él era su coterráneo y segundos después, con una hipócrita mueca, y como si no tuvieran temas en común, la rubia se separó de nosotros. Ahora estoy seguro que ella vino hasta nosotros solo porque mis rasgos nórdicos contrastaban con el resto de asistentes.
El maestro de ceremonias anunció la llegada de dos estrellas del fútbol que, según dijo: "jugaban en ese paraíso que es la primera división de la liga inglesa". El anuncio emocionó a los niños, quiénes chanceaban alegres, esperando a sus ídolos. Tenían listas las cámaras soñando en la imágen con su estrella deportiva, las libretas abiertas y los lápices aguzados, para los autógrafos. Arribaron los “ídolos de ébano” rodeados de seis gigantes guardaespaldas blancos, los que se abrieron paso a empujones. Uno de los chiquilines quiso asir la mano de un futbolista y éste se la retiró con asco, mientras en el podio el capataz-embajador, que con sus comentarios revivía las previas de un pugilato, les esperaba con los brazos abiertos. El chico rompió en llanto, su madre en impotentes comentarios rabiosos y mi padre avergonzado de otro capítulo de esa "conmemoración patria", me preguntó si quería regresar al hotel.
En la tarima, los futbolistas y el embajador bailaban reaguetón con algunas de las rubias funcionarias. Entendí que luego se rifarían dos camisetas autografiadas del “Birmingham City”, el equipo para el que jugaban los vanidosos futbolistas, quiénes en la tarima seguían actuando como machos alfa. Para entonces, ya estábamos en el metro cuyo bullicio contrastó con el silencio de mi padre.