Al papo Guido, varias veces ganador del Bingo y la Lotería
Los jueves, frente a la iglesia
de San Agustín, se sentaba en una de las gradas contiguas a la parada del
trolebús. Lanzaba una mirada larga a los centenarios muros de ladrillo, antes de
extraer de su leva los billetes de lotería que no había logrado
vender el día anterior. Sus ojos recorrían con avidez los números comparando
sus cifras con las de la cartilla de premios entregada en la oficina de sorteos.
Nada, rara vez un reintegro... Luego,
pacientemente sacaba una moneda y raspaba el trozo de cartón de un Bingo que
premiaba con un auto del año a quien tenga tres figuras iguales. Máximo conseguía
dos…
Ante el fracaso, y como parte de su ritual mañanero,
juntaba el labio superior contra la nariz por unos segundos, emulando a un oso
hormiguero y rompía los boletos perdedores. Con la voz ronca y
cascada por los años de oficio comenzaba a vocear bajo el sol que en pocas
horas se volvería inclemente. Anunciaba millones para el
próximo miércoles, cientos de miles en los sorteos de viernes y sábado. Mostraba
lo fácil que era ganar el bingo que daba un auto del año con la raspada de
figuras… Lleve la Lotería, 3 millones al entero. Juegue el Bingo con la
raspadita, lleve, lleve su boleto… La suerte en siete, tengo el siete, el
último en siete, ¡el ganador, el siete!
Generalmente
entusiasta, sacaba en las mañanas su gorra que alguna vez fue blanca, para limpiarse el sudor causado por el seco calor citadino repleto de polución y en la noche subía las solapas de su leva marrón para cubrirse el cuello. No me interesaban sus productos debido a mi pesimismo innato y mi historia. Por otra parte, mi
incredulidad en el azar, hija de la deformación profesional de viejo matemático,
se ensañaba con estos juegos, en especial con el Bingo, y desde el aprendizaje estocástico de la Teoría
de Probabilidades me burlaba para mis adentros de los compradores de dichos
cartones. Sin embargo, en una noche serrana de miércoles, particularmente helada, vi
al tipo con su mano envarada por el frio mostrando sus boletos,
que eran demasiados pues ya llegaba la hora del sorteo y movido por algún rezago
de compasión católica o por alguna locura de Eleguá, le compré un “guachito”. Era el
primero que adquiría en mi vida pues mi buena suerte en el amor y mis estrepitosos
fracasos en rifas y sorteos, me alejaron de cualquier manifestación lúdica
vinculada al azar. Cuando me ofrecían el boleto para una rifa, recordaba
el único día que falté a la escuela y en el que sortearon la colección de
juguetes codiciada por todos los escolares y que la que gané con el número 104; pero debido a mi ausencia decidieron repetir el sorteo. La niñez del personaje que inspiró la canción de Henry Fiol. Un Mufa
en potencia.

A la mañana siguiente, el lotero con
emoción verdadera me dijo que tenía reintegro, único premio consuelo que repetía la historia que él mismo vivía cada semana. Guardé el premio ínfimo en la forma de un nuevo “guachito”
y ese discreto guiño de la diosa Fortuna, me hizo sentir levemente positivo, y comencé a comprale cada miércoles uno de sus boletos invendibles. Este encuentro semanal fue generando una amistad. Con la confianza ganada en meses
de clientela, me confesó inocente que su sueño era que un jueves, después de
invocar al Señor del Buen Suceso -el Cristo sangrante que mora sentado en un trono en la Iglesia de
San Agustín-, la planilla de premios muestre en el “premio gordo”,
uno de sus números no vendidos. Solo el “guachito”,
usted sabe, me decía; no avanzo a un entero y no codicio tanto… O por lo menos sacarme las tres figuras de la raspadita del Bingo y ganar el Audi, que lo vendería claro está, ya que tremendo carrazo no es para mí…, acotaba. La candidez del viejo lotero, invitó a que desde entonces le compre dos boletos, generalmente dos “guachitos” del
mismo número. Y cada jueves por la mañana, apenas abrían la oficina de la
Lotería, los dos viejos mirábamos la planilla de premios; yo
con mi típico escepticismo falto de entusiasmo y él con su esperanzada avidez que se incrementaba al raspar las tres figuras. Después rompíamos los papelillos inútiles,
cruzábamos tres palabras y seguíamos con nuestra rutina.

Meses después supe que el hijo
del lotero maneja un Audi con un letrero que anuncia su venta, mientas
su padre disfruta del cielo de los católicos. Luego de largas sesiones de terapia lingüística, he
logrado con mi torpe verbalización y desde la silla de ruedas que me acompañará
para siempre, contar esta historia, la del humilde lotero a quien el Señor del
Buen Suceso llevó a su lado, gracias a un infarto y la de su amigo, el viejo enriquecido que a pesar de un quiebre cerebro vascular sobrevivió a la millonaria broma jugada por la Diosa Fortuna y sus siervos cercanos.