Recuerdo el día en que mi padre
me llevó por primera vez a su casa. Fue a los pocos meses de conocernos. Una tarde de verano le vi
descender de su bonito carro blanco y mientras yo
cargaba el balde con mezcla para pegar ladrillos, mi tío materno salió a
recibirlo. Conversaron algo al ingresar a la construcción donde trabajábamos con el hermano de mi madre y al mirarme me sonrió. Yo, no muy acostumbrado a su presencia, respondí con
una mueca inocente. Mi tío me dijo que me cambiara, pues me iba con mi padre, quién ya tenía varias mudadas de ropa preparadas por mis abuelos. Me quité el atuendo
de trabajo y por segunda vez subí en su bonito automóvil.
Aprovechó
que su esposa e hijos, mis otros hermanos, se fueron de vacaciones a Estados
Unidos y decidió invitarme. Llegamos a una casa grande y me mostró
el sitio donde dormiría, un cuarto lleno de carritos de brillantes colores
metálicos, soldados espaciales con uniforme y robots, acomodados en una vitrina.
Vi en el armario elegantes camisas y pantalones de un niño de mi edad, que después
supe, eran del hermano que me seguía, ocho meses más joven.
En la cena, se presentaron un par
de adolescentes, hembra y varón, también hermanos míos y que estaban, asimismo,
de vacaciones en la casa. Compartimos generalidades acerca de su secundario
casi terminado y mi escuela primaria. Pocas horas después, nuestro progenitor
se despidió y fue a ver noticias en el televisor de su cuarto. Mis hermanos se
mostraron curiosos y hasta contentos de conocerme. Supe que ya habían estado en
esa casa y que incluso conocían a la esposa de mi padre.
Mi hermana vino a despertarme
para el desayuno, mas yo estaba listo y con la cama tendida. Mi hermano ya había
salido a jugar básquetbol y mi padre a la oficina. A media mañana, llegaron dos
chicos de mi edad y un joven que coqueteaba con mi hermana. Bajé con los chicos
a jugar, mientras el mozalbete se puso a conversar con ella acerca de esas
preciosas boberías típicas de la edad que compartían.
En el almuerzo estábamos los
cuatro: el padre tratando de ser divertido y apurando su comida, para no llegar
tarde a la oficina al otro lado de la ciudad; mi poco comunicativo hermano mayor
acomodando constantemente su camisa sin mangas y respondiendo parco a las
preguntas de todos; yo hablando hasta por los codos y mi hermana moviendo la
cabeza con mis ocurrencias. En la tarde se repitió la historia posterior al
desayuno. Los dos chicos trajeron un juego de parchís y el jovencillo puso un
disco de moda y trató de impresionar a mi hermana con sus pasos de baile.
Los cuatro días siguientes los pasé jugando
al fútbol con los chicos, o con los carritos de colores y soldados uniformados de
mi hermano menor; leyendo libros con ilustraciones y tratando de mantener el
equilibrio en el par de botines con ruedas que encontré en el cuarto donde
dormía. Compartí almuerzos y cenas con mi padre y hermanos y me puse celoso del
joven que robaba la atención de mi hermana.
El sábado, mi padre nos llevó a
la piscina; en el viaje de ida, él contaba chistes y anécdotas, mi hermano
mayor, menos parco que de costumbre, opinaba sobre política. y daba detalles de nuestro destino, un
pueblo conocido por sus aguas termales. Mi
hermana compartía sus planes de ser maestra primaria y todos me preguntaban sobre
el colegio que escogería. Fue un día muy divertido, de natación, gastronomía local, puerco horneado con tortillas de papa y paseo por los alrededores. Me dormí
en el viaje de regreso y dado que volvería con mis abuelos al día siguiente,
acomodé los juguetes en su sitio.
En el último desayuno nos invadió
un pequeño halo de tristeza, mi hermano me regaló un librito, mi hermana su
foto y unas galletas... Yo empaqué mis cosas y miré por última vez la colección
de carritos. A punto de cerrar la puerta, regresé y metí en mi maleta uno de
ellos, un coche de carreras azul con su piloto decapitado.
Abuelos y tíos me recibieron con
cariño e invitaron a mi padre a la sala, mientras yo iba a en busca de mi perro
Toño para compartir con este mis galletas. Me llamaron para despedirme de mi padre
y luego me preguntaron sobre la semana. Les dije que fue fantástica, que entre
otras cosas, finalmente conocí el mar en una playa llamada Insúa y que mi
hermano, un gigante de dos metros cinco centímetros, me enseñó a jugar al
básquetbol.
Mi tío me sonrío suspicaz y rascó levemente mi cabello.
Mi tío me sonrío suspicaz y rascó levemente mi cabello.
Al poco tiempo supe que la playa
a la que nunca fui se llama Súa. Mis abuelos conocieron a mi hermano mayor y
vieron que no llegaba al metro noventa. Pronto perdí, entre
la arena y el cemento, el carrito con su piloto decapitado.
A veces sueño que el cochecito azul metálico forma parte de uno de los pilares de aquella casa que trabajáramos con mi tío, muerto ya desde hace veinte años.
A veces sueño que el cochecito azul metálico forma parte de uno de los pilares de aquella casa que trabajáramos con mi tío, muerto ya desde hace veinte años.