Vino el verano y con este la mudanza de mi oficina al centro de la ciudad. Ahora mi lugar de trabajo está en el fin de la ciudad antigua, entre el Chaquiñán preincaico y el Ullaguangayacu, la quebrada de los Gallinazos. Desde entonces paso por la esquina, varias veces al día.
En la mañana, el bus me deja exactamente en su vértice opuesto y yo disimuladamente miro hacia allá antes de ingresar a
la pequeña bajada que me conduce al edificio más bonito del sector, ubicado a
los pies de la fea y gigantesca virgen metálica, que a todos nos vigila desde
el Panecillo. Cuando salgo con mis cófrades al almuerzo
vuelvo a pasar por la esquina. Voy emergiendo y puedo ver los
coloridos paraguas convertidos en parasoles que la decoran en medio del
luminoso inicio de tarde. Cuando decido regresar a casa, al caer la noche, la esquina luce
prácticamente sola.
En la esquina, la intersección de las calle Rocafuerte con la Guayaquil, esperan casi siempre cinco o seis chicas. Sus edades van desde los 26 a los 45 y su acento me recuerda mis días de trabajo en Mocache, Palenque o Buena Fé. Su belleza montubia, a veces se pierde entre la cosmética, los cabellos tinturados e incluso entre las leggins baratas. Sin embargo, hay días en los que, como si se hubieran puesto de acuerdo, lucen shorts diminutos de mezclilla y sandalias que las muestran en todo su esplendor cholo, de tersa piel cobriza y mirada de pechiche. Algunas veces, a media tarde, las veo juntarse como palomas, y entre el humo del cigarrillo, sentadas en una grada contigua, comenzar la tertulia y la risa, o acompañar las cuitas con un café en vaso plástico, repartido por un tipo desde un bidón. Deduzco que han construido su propia logia, pues, jamás se acercan a las escasas mujeres que pululan en la plaza o a esas que se ubican junto a la parada del bus.
Tampoco y a pesar de estar tan cerca, las he visto dirigirse a ella.

La primera vez que pase junto a ella, no pude
evitar girar mi rostro para contemplar su hermosura, pero en vez de invitarme a
acompañarla, como hacen sus colegas, solamente me miró sugerente. Ese flechazo lascivo y dulce me tomó por sorpresa y sin saber que hacer, agaché la cabeza. Creo que, cual adolescente, un
leve rubor asaltó mis mejillas y mientras continuaba con mis pasos, varias sensaciones llegaron ante ese halago seductor. Gesto que por supuesto, no surgió de la atracción, sino como una invitación profesional. Sin embargo, una vez repuesto disfrute del evento abstrayendo el contexto. La imaginé etérea, tan solo una mujer a quien pude gustar, y supuse entonces la continuidad del cortejo simple que iría desde el
acercamiento disimulado con una pregunta cualquiera, pasa por tres palabras
directas, para luego del diálogo pedir un número de teléfono, invitar a un
café o generar una cita. Tres pasos más allá, mirando de frente a la virgen metálica,
vino la conciencia de esta imposibilidad fáctica y la certeza de que ni
siquiera puede haber un acercamiento en sus términos. No solo por mi falta de
afinidad hacia su oficio, que de haberla, estaría condicionada a temores de
salud y mi estado civil, sino además por la barrera que determina lo
políticamente correcto, el respeto a la institución a la que me pertenezco y el
qué dirán cotidiano. Ese entorno que nos limita y delimita de acuerdo al lugar
que nos ha tocado ocupar en este falso libre albedrío. Una vez que, de acuerdo
a esta organización, se impuso la razón sobre el eros, vino como consuelo
la rabia racional contra el mundo que arroja a mujeres, como la beldad que me
sedujo, a la calle.
La segunda vez que pasé a su lado, lleno de falso
aplomo, la saludé con una sonrisa, respondida con amabilidad y los siguientes encuentros se
han ido transformado en frías venias
cordiales, como las que se tienen con la tendera o el guardia de seguridad. Una cortesía de vecinos de barrio,
de simples transeuntes que tienen que encontrarse en ese espacio debido al
ejercicio de sus labores y oficios, conciudadanos que en casi ninguna circunstancia
llegarán a ser amigos... Cuando compartí mi digresión con un amigo, me dijo con
sorna, que solo faltaría que en uno de los cruces eventuales, ella también interponga
ese apodo profesional que en ciertos documentos antecede mi nombre y que muchos
usan sustituyéndolo, dentro de un canon de respeto, por que no me conocen, o para marcar distancia.
Y sin embargo, es bella y sigue allí, regalando
a una ciudad que no se lo merece, su gallarda pose de amazona. A pesar de las convenciones y de mí mismo, una
vez que he subido la cuesta que separa el Chaquiñán de la esquina; luego de
ver a sus colegas de paraguas coloridos y caminar unos pasos, la busco con la
mirada. Desde lejos me fijo en el peinado que luce ese día, el moño de griega
antigua o el cabello cayendo sobre los hombros; pongo atención en el short rosa o amarillo y en
la corta camisa sin mangas. Si no estoy de buen animo y mi
trayecto me lo permite, tomo la calle
perpendicular a la suya para no cruzármela, evitando cometer alguna torpeza propia del nerviosismo que me provoca, y a veces voy con paso acelerado, fingiendo estar imbuido
en el estrés.
Mientras tanto, ella sigue erguida, mirando al infinito, como Belona presta a homenajear, con sus propios laureles al prócer de bronce, quien frente a ella, desde su pedestal en la plaza, se extasía sin ruborizarse, ante la preciosidad humilde que lo acampaña cada día.
foto. ivanna báez
Mientras tanto, ella sigue erguida, mirando al infinito, como Belona presta a homenajear, con sus propios laureles al prócer de bronce, quien frente a ella, desde su pedestal en la plaza, se extasía sin ruborizarse, ante la preciosidad humilde que lo acampaña cada día.
foto. ivanna báez