El Guardia me dice que vaya
a la Plaza Arenas, un singular mercado donde se puede encontrar todo, “desde un
alfiler hasta un elefante”. En el ex coso taurino hay desde locales de comida, hasta
ropa usada y discos de vinilo, pasando por servicios de reparación, mecánica y
soldadura. Es el mercado de pulgas más antiguo de la ciudad, pero el maestro
Tafur me dice que allí no tienen lo que busco y me envía a un local pequeño
cerca de la Plaza del Teatro, por lo que necesariamente tengo que salir por la
Calle Galápagos.
Mientras desde mis gafas
de verano sigo repasando los portales, una señora con delantal me empuja sin
querer, y al girar reconozco las pequeñas puertas azules de gruesa madera y el
gran aldabón colgando de una de ellas. Reconozco en el fondo oscuro que se
aclara lentamente hasta llegar al dintel, al local de paredes de adobe que carente
de ventanas impide la entrada a la luz
mañanera. Para husmearlo con más atención entro e identifico el mostrador, atrás
del cual se ha puesto la señora del delantal; éste ahora tiene un tono verduzco, que
contrasta con el café caoba de cuando lo viera por primera vez. En ese entonces
no existía la caja registradora ni tampoco las tres licuadoras que la acompañan;
era un mesón limpio, al cual no se lo usaba como barra. En la alacena de la pared
posterior se exhiben, en pequeñas tinas, naranjas, fresas, zanahorias, plátanos…
y junto a la puerta hay un póster que anuncia la venta de jugos naturales y
empanadas de verde.
Pido un jugo de zanahoria
y mientras me lo preparan, me doy cuenta que donde estaba la rockola, hay una mesa
con dos sillas. Las otras tres mesas con sus sillas siguen en el sitio de siempre,
todas con un mantel de plástico que
respeta en diseño al de aquella época, como si los criterios de elegancia siguieran
siendo los mismos. Sigue pendiendo del alto techo un cable de luz que termina
en una bombilla cubierta de telas de araña y al fondo, aunque cubierto por capas
de polvo y grasa, puede distinguirse ese anuncio de latón de los años
50 donde se ve a una joven Marylin Monroe con un traje baño blanco. En la pared
de enfrente, está como siempre, el calendario con una rubia desnuda, noto que
ésta es más desenfadada que la había hace 30 años. El calendario parece seguir, solo
por la desidia de la dueña.
No había más rastros de
la vieja cantina. Ni los gruesos vasos de vidrio, ni las añejas y empolvadas
botellas de aguardiente Paico y de whisky White Horse, ni las botellas de
cerveza negra Victoria. Pero la carencia más grande era la rockola, la inmensa
Wurlitzer de vientre plateado y costados de resplandeciente fórmica multicolor,
el símbolo de la vieja cantina del 85, hoy degradada en juguería. No solo esta cantina de
La Guaragua había sucumbido al progreso urbano. En estas tres décadas
sucumbieron también las que estaban abajo del puente de la Marín convertidas en archivos
municipales, las cantinas y burdeles magníficos de la 24 de Mayo, transformados
en casas de departamentos; las de la Mires
en oficinas burocráticas del cabildo... Los discursos puritanos hicieron que los lupanares
de San Roque se conviertan en bodegas y las
tiendas de expendio de aguardiente de San Blas, en misérrimos restaurantes. La necesidad
hizo que las de mi querido barrio se conviertan en imprentas…
Me he sentado frente a la
rockola a degustar el jugo y el retorno a esos días en los que la curiosidad estaba a flor de piel y husmeábamos
cada recoveco de la ciudad. Precisamente ese día en el que salí del colegio con
dos condiscípulos y caminamos hacia la Plaza Arenas, a vender un par de libros
y un aparato telefónico. Ese preciso inicio de tarde azul añil cuando el nítido
sonido de la rockola nos invitó a cambiar por cerveza, los escasos billetes que
teníamos en las manos.
Entonces ocurrió la
singular escena que me impactó como una advertencia. En la misma mesa a la que me encuentro sentado,
estaba una pequeña montaña de monedas de 50 centavos de sucre y dos vasos, uno frente
a cada uno de los albañiles que los bebían. El uno lloraba tapándose la cara con
las manos, y le pedía a su compañero que ponga la misma canción en la rockola
y el otro le obedecía, colocando la moneda en la ranurra de la Wurlitzer. Incesantemente, una y otra vez, Noé Morales luego de la
introducción instrumental sentenciaba: “no me quisiste, fuiste mala y no lo
niegues…”, y el desconsolado, se sonaba los mocos, bebía, volvía a secarse las
lágrimas y volvía a beber. A veces coreaba el estribillio. “… fuiste mala y no
lo niegues… que te marchaste sentenciándome al olvido...” y volvía a llorar.
A los tres colegiales que comenzams a beber
en el rincón, la escena y su repetición sin fin nos provocó risas disimuladas. A medida que seguíamos bebiendo, elucubraciones malvadas y finalmente espanto… Aunque seguíamos en nuestros temas de
adolescentes, no parábamos de mirar a la pareja de amigos, que terminaron dormidos sobre sobre
la mesa, luego de beber y llorar, mientras su
himno se grababa en nuestros cerebros. Solo muchos años después, al recordar los
tres ex colegiales la escena, nos conmovimos intensamente. Sólo entonces pudimos
entender el dolor del hombre que cantaba a Noé Morales, desde nuestras propias
pérdidas. Ahora quisiera revivir la
escena más no hay rockola, ni cerveza, y ni siquiera el inconsciente colectivo con esa conmovedora atmósfera.
Esta mañana, la comencé con
una búsqueda pero me encontré con un fantasma. Al terminar el jugo de zanahoria,
supe que no encontraría ni el repuesto buscado, ni el aroma del pasado; pues el
progreso antiséptico mata todo, desde los sentidos del componer y remendar, hasta
la esencia de nuestros fantasmas.