A mi abuelo Adolfo, quien lo conoció…
Se levanta de la mesa y discreto, se dirige al jardín. Piensa
que comió demasiado, que una corta caminata le ayudará. Mas esta le agita y se deja caer en el sillón de mimbre, junto a las flores, jadeando como si hubiera concluido una
carrera.
En "La Victoria" se inicia una tarde totalmente luminosa, de esas que son comunes en esta latitud. Se acomoda y percibe frente a
él, a lo lejos, ese pequeño bulto de nieve que se eleva entre las montañas rocosas. El Cayambe parece que también lo mira y el hombre evoca ese día en que yendo a Ibarra lo
viera a su lado derecho, majestuoso y con su aureola nubosa. Ese fue su quinto
viaje. ¿Fue en el 24?, se pregunta.
El volar le había dado todo. Si en un inicio manipular los motores fue un juego motivado por la curiosidad, luego fue la chance de hacerse un
oficio y después la lucha cotidiana por sobrevivir en las batallas aéreas.
Acabada la guerra, las ganas de surcar el cielo se quedaron estancadas, hasta
que un ministro de esta ínsula, conocedor de sus hazañas le invitó a su patria.
El sol canicular del valle serrano, le recuerda la llegada a Guayaquil con su
monoplano. Desde que se embarcó en el “Bologna”, pensaba en el uso que daría a su máquina en tiempos de paz y días después de su arribo, la suerte le puso junto a Don José, uno de
esos emprendedores propios de la región tropical. Con él introdujeron el servicio aéreo
postal en Sudamérica y mientras repasa su llegada en el Salado con 500 postales
conmemorativas del centenario de independencia, el recibimiento jubiloso y las
fiestas posteriores, sonríe. Volvió a ser admirado, como en el 13, cuando impuso el
récord de velocidad, como en el 18, por derribar aviones enemigos.
Acomoda su cuerpo en el mueble y trata de normalizar la respiración sin dejar
de mirar al nevado.
Sí, ese viaje Guayaquil-Salado fue el inicio de los vuelos que
culminaron con honores, cenas y damas hermosas abriéndole su casa y algo más. Miles de
espectadores de las principales ciudades se maravillaron al ver su cielo atravesado por la máquina. Temerosos y
alegres, disfrutaban del crecimiento del avión a medida que se acercaba a la
cancha de fútbol o a la chacra adecuada para el aterrizaje, para después subir en sus hombros al único tripulante. Todos lo adoraban, hasta el mismo presidente
le invitó a formar la fuerza aérea nacional. La admiración prodigada iba
más allá de la que siempre provoca un europeo de ojos claros en esas tierras, donde
esa fisonomía es per se una virtud. En su caso, tanto para adinerados como pobres, aristócratas
y plebeyos, el era su héroe italiano. En verdad un héroe,
pues antes de su llegada, los bucólicos habitantes no creían que un hombre
simple y sin pactos diabólicos, pueda cruzar el cielo tal como lo hacían las
brujas de sus leyendas. Ese era un motivo suficiente para venerar al bachiche loco y suicida que se lanzaba acompañado
únicamente de su monoplano a viajes cada vez más largos y riesgosos. Era su símbolo viviente del progreso.
En la casa comienza la música y ésta hace girar la cabeza del aviador hacia
el ventanal del segundo piso, donde una anciana gorda conversa animada. Rememora el día de su matrimonio
con ella y los minutos previos a la ceremonia, donde le invadió una emoción similar
a la de su primer vuelo. Ese mismo saltito del corazón que tuvo al dejar la
tierra, cuando comenzó a surcar el cielo ignoto. La sensación de ser liviano como
una pluma al atravesar las nubes y luego mirar el planeta a sus pies, como un ave, como Icaro.
Desde esa tarde del 52 se transporta al día de su matrimonio,
30 años antes, esperando al juez de paz. Ese día en el que se sintió tocado por
la fortuna al desposar a Carmen. Da un largo respiro, y mientras exhala, se
ve caminando con el uniforme militar por las calles angostas que llevan al Registro Civil. Los invitados festejando con él dentro del rico salón y afuera, los curiosos peleándose el mejor puesto para espiar, mientras los
cuchicheos se multiplican desde los portales y balcones.
Le invade un pequeño amortiguamiento en el brazo, y es quizás
este dolor el que le recuerda otros. Su primera visita a América y el deambular
con su hermano por las plazas llenas de emigrantes. La búsqueda de chauchas en
pos de algunas monedas para los padres que se quedaron en el norte. Los días de
hambre de su infancia… La molestia sube a los hombros, él se afloja el cuello de
la camisa y mueve el pescuezo para sentirse más cómodo. Mira otra vez a su
mujer, que desde la ventana le regala un dulce gesto y en esos breves
segundos vienen a su mente, todas las damas de alcurnia que le prodigaron sus
atenciones antes de conocerla.
Carmen… A pesar de ser una viuda con cuatro hijos y llevarle
seis años, lo enamoró con su belleza, su maestría culinaria y abnegación. Por
su parte, el piloto de cabello ensortijado y apolíneo porte, además de sus
proezas, tenía los buenos modales y la fogosidad de los sencillos hombres de pueblo, que contrastaban a la flema arrogante del marido difunto.
Empieza a sentir frío y cree que es mejor regresar a la casa.
Suda, se apoya en el sillón, lentamente se levanta y gira para comenzar el camino de regreso. Un leve
dolor en el pecho lo sacude hacia adelante y apenas puede apoyarse en un guabo.
Mientras aguanta el sofoco, su mirada se posa en el Cotopaxi. Elia Liut, entonces recorre el trayecto de su
primer acercamiento al volcán imponente, volando sobre las hileras de montañas pequeñas. El milenario
coloso impidiéndole el paso y Elia Liut elevándose sobre la corona cubierta de
nieve. Abajo el cráter oscuro del apu, es como el ojo de un cíclope recostado, viéndole alejarse y seguir su ruta en el
hermoso paisaje silencioso y nevado, en busca de otras cumbres.
En su cabeza vuelven a retumbar los motores del monoplano y su ser todo se sitúa en pleno vuelo. Siente el mismo saltito del corazón que tuvo la primera vez, la deliciosa soledad rodeándole, esa hermosa sensación de liviandad… Cuando el músculo deja de latir, él se encumbra como un águila, como un semidios.
En su cabeza vuelven a retumbar los motores del monoplano y su ser todo se sitúa en pleno vuelo. Siente el mismo saltito del corazón que tuvo la primera vez, la deliciosa soledad rodeándole, esa hermosa sensación de liviandad… Cuando el músculo deja de latir, él se encumbra como un águila, como un semidios.