No recuerda su primer beso, pero sabe
que se lo dio Manuela, la hija de la vecina Paula, cuando él tenía tres, y ella ocho. Siete años después vendrían los primeros besos apasionados,
regalos de Gladys, una adolescente de 16, amiga de sus primos. Sin duda le
parecieron desagradables, no tanto por la bruta y lúdica persecución, cuya captura terminaba con la lengua de la chica dentro de la boca del niño, cuanto por
el sabor de la saliva ajena.
A sus 14 se hizo novio de
una preciosa chiquilla de ojos verdes, delgadita, menuda,
bella... Siguiendo las convenciones de la pandilla barrial, el
naciente noviazgo se selló con el ósculo consentido y el cruce de lenguas
descubriendo manjares. Sin duda fue una sensación maravillosa, que mezclada
al núbil gozo de tener la primera novia, dio origen a otros descubrimientos
mutuos. Poco tiempo después fue
cambiado por un chiquillo mayor, más rudo, más hábil y divertido. Y luego, a su
vez, él descubrió la sexualidad en un extraño encuentro con una chica extranjera
que estaba de paso por el país. Primer encuentro raro, primera desnudez mutua, primer ingreso en el cáliz, el cual quedaría marcado por muchos años en su
piel. El dolor delicioso, el delicioso olor, el sabor, el sopor... Todas esas sensaciones que él
suponía se llamaban amor, pero que no lo eran.
Escasas novias y solo con pocas de
ellas, aprendizajes incipientes en la piel. Pues le tocó por jamelgo, uno rucio flaco y lento
llamado timidez, que corcoveaba sin hacer caso al jinete, cuando aquel
quería acercarse a sus escasas condiscípulas del primer año de universidad. Ellas
se contaban con los dedos de ambas manos, y las que le gustaban, ni siquiera usando todos
los de una, pero -claro- gustaban también a los otros 35 jovencillos del curso. -Si
no acepta tu invitación a un café, no perderás un brazo-, le decían sus amigos; pero para él, el posible
rechazo significaba más que la amputación. Sin embargo, logró salir con una chica cuatro años mayor, lo que pesa mucho si tienes 18. De
ella se enamoró tanto, como ésta lo hizo de un casi
egresado universitario. Cuando la miró en la fiesta besándose con el cuasi ingeniero, él bebió de un trago, casi una botella de aguardiente en su nombre y gritando
su alias, lloró y la odió.
Pero como la balsa nunca puede
estar mucho tiempo sumergida, conoció el amor mutuo, ese que parece invencible, que deja ver colores
en el lodo y el dulce en el ajenjo. Amor de semestre de intercambio, que jura en el aeropuerto reencuentros prontos, pero sobre el cual las probabilidades o cualquier estadística, indican que no tiene futuro. Lo
obvio solo molesta a los necios y la quinceava carta con matasellos de
Albuquerque le dijo que él ya no existía para ella. Pero Aarón iba hasta las cabinas
teléfonicas a escuchar desde el otro lado el timbre de
ocupado, o el que indica que no hay nadie... Una
noche la roommate de su idolatrada,
le respondió serena y afable, que ésta no vendría a dormir, pues se
quedaría en casa de Mark. Y de nuevo bebió aguardiente y lloró, pero esta vez no odió, no
la odió, su rencor se dirigió contra el tiempo y el espacio. Cuando se tiene 21, se cree poderlo
todo, pero la realidad puede más.
Una mañana dejó el poema a medio
escribir, hizo callar por fin a Thelonius Monk y botó en el excusado la media botella
de whisky restante. Arrojó los cigarrillos al basurero y se bañó en agua
helada. Salió a la calle y en el modesto restaurante donde desayunaba conoció una
muchacha. Eran días sin celulares, sin correo electrónico ni facebook, sin tinder y sin chats, casi sin teléfonos,
pero tres días después se fueron juntos a la playa... y ella luego desapareció. Esta vez, él no
sufrió, y sin saber cómo, se encontró en una marcha política con una esbelta
rubia a quién conoció en el sentido bíblico
de la palabra, entre las caladas de un cigarrillo de marihuana. Días de porros, de sexo, de música, días de ese goce, tan parecido al amor, -y más barato- como
nos los recuerda Charly García.
Luego vinieron más relaciones, desde el ejercicio
metódico de ese concepto que ahora
llaman “amor italiano”, amor con fecha de caducidad, amor que llega solo hasta la más
ínfima desaveniencia, la que marca su final. La
vida le puso entre buses y aeropuertos, en estancias de meses, de trimestres, semestres. Y desde el movimiento y las relaciones, como enseña Baruch,
fue generando el conocimiento de las mujeres, desarrollando estrategias, tácticas,
modos de seducción, parámetros comunes y excepcionales; mecanismos, artilugios y desempeños para hacer que ellas alcancen la gloria, abrazos intensos y sentidos, post
coitos repletos de ternura. A la mesera del restaurante regalaba una rosita
cursi o un casette de baladas, a la cajera del banco le invitaba un helado en
el sitio más “inn”, a la intelectual convencía de leer juntos a Baudrillard luego
del sexo oral mutuo. La activista de izquierdas accedía a compartir su lecho entre citas rebuscadas de famosos revolucionarios. Las hippies se desnudaban con
porros de marihuana, las inglesas y rockeras lo hacían con botellas de whisky y Norteño respectivamente. Con
sicólogas y antropólogas se transformaba en caso clínico o en motivo de etnografía. Entraba entre las placas del microscopio de las médicas y luego las ataba con el fonendoscopio en una preversión consentida. Saltaba, con las matemáticas, desde el telescopio hacia los agujeros
negros del ahora finado Hawking, para follar en esa cama de antienergía al vacío.
Y todo iba bien…, o al menos eso
creía él, hasta que se enamoró. Se dejó ir en una relación sin expectativas, pero
con muchas alas, sin rejas y con mucha verdad, con la libertad del romance que
va madurando de a dos. Si antes creía que estuvo bien, para entonces se sabía
mejor. E iba todo mejor, o al menos así
él lo creía, hasta que, como nos canta Lavoe, el pasado no perdona. El perro que
aprendió a comer mierda, si no la come la huele. Las mañas no se marchan, solo
están descansando.
Años después, lo que le gustó de su amada, se transformó en lo más detestado.
Años después, lo que le gustó de su amada, se transformó en lo más detestado.
Así pasaba los días en medio de la tormenta, hasta que salió por dos minutos el sol, para llover de nuevo. Vino el arcoiris y desde este le cayó un hijo en los brazos. La maravilla creciente que daba a su corazón el pequeñín, era directamente proporcional a la muerte de esa mata llamada amor de pareja. Y supo entonces, que esa mata llamada amor de pareja, de dos metros de alto, sembrada en su corazón, estaba atrapada en una caja de uno por uno y en cuclillas.
Pero volvió los ojos a su soledad, la que por suerte nunca le abandonó. Ella comenzó a acunar a su hijo, y los tres inventaron juegos, risas y locuras. Y como dicen los cuentos de hadas, que a veces él lee al
pequeñuelo antes de dormirlo: Fueron los tres felices.
foto: revista predicciones