A R.W. y P.L.
Desde niña
sorprendió al pueblo con su rostro de clásico angelito de estampa. En su primer
día de clases, todos los que se dieron cita quedaron fascinados por ella, quien sin quererlo nos opacó al resto de chiquillos. Fue la favorita del plantel y
por ello escogida para representarnos en los eventos parroquianos, donde su
belleza adquirió fama hasta en los pueblos vecinos.
En el
secundario, todos los chicos nos hacíamos notar y buscábamos halagarla. El hábil
manejo del trompo e ingenuas demostraciones de virilidad o ingenio eran premiadas
con su sonrisa perfecta, ese incompleto regalo para nuestro corazón. Ella
recibía las flores, chocolates y cartitas perfumadas con la sonrisa tímida
y las mejillas en rubor, y cuando las primeras declaraciones de amor se dejaron
escuchar, fueron cortésmente rechazadas con una expresión de tristeza. A sus
trece años, no quería un novio, sino cruzar cada vez más rauda la piscina o recorrer
durante horas los sembríos de remolacha, montada en su yegua Zita.
Mas la
biología hizo que el año siguiente, sienta atracción por el capitán del equipo
de fútbol y por el abanderado del colegio, por el macarra del barrio y por el
riquillo del pueblo. Pero los inocentes defectos de los chicos la sumían en la
indecisión y terminó el colegio soñando, según supe después, en ese bello, inteligente e
irreal, buen príncipe azul al que entregaría su amor.
Mi pueblo
quedó menos iluminado cuando ella se fue a la ciudad con todos los que querían
ser universitarios, y allí tomó consciencia del poder de su belleza. Aceptó regalos
e invitaciones que costaban mucho más que una caja de bombones, a cambio de vanas
esperanzas y comenzó a usar de diversas formas a su enjambre de pretendientes.
Uno le realizaba la tarea y el otro le apoyaba con la mudanza, ese le conseguía
un buen trabajo de medio tiempo y aquel le brindaba divertidos fines de semana...
Con uno de estos, expulsado con delicadeza de su cama a la mañana siguiente, experimentó
la sexualidad a plenitud en una noche con demasiadas cervezas y descubrió que ese disfrute podía
curar los invernales días de carencia afectiva o ser un valioso premio dado a alguno
de sus vasallos que lo mereciera.
Bella, me
dijo que no sabía del amor, pero se dejaba llevar por las olas de la superficialidad
de su mundo profesional, y se remontaba de vez en cuando en los cielos de su sexualidad
hasta aquel día frente al espejo. Cuando el cristal le mostró una pata de gallo y
un par de canas, ella se puso a soñar en una casa de playa y en un hombre a su lado. Fue a por ello con su determinación característica, pero los mediocres huyeron
ante su cultura; los ególatras, ante la hermosura intimidante; los machistas, ante su don de mando, y raspando la cáscara de varios falsarios, los fue rechazando también a ellos. Un poco agobiada, dio un giro etáreo a su séquito y en sus magníficos treinta y tantos se rodeó de jovencitos de veinte y
pocos. Decidió comenzar, con uno de ellos algo parecido al amor, y éste brilló entre
ambos, pero la volatilidad del muchacho entró en contradicción con su
deseo de decantar. Luego escogió a otro, quién cansado de su inconsciente
prepotencia, la dejó. Otros fueron abandonados por pasarse de
tontos.
Ella me contó
todo esto, cuando la volví a ver después de dos décadas. Esperaba el tren de pie, con su
mirada azul dirigida al paralelo nacimiento de las rieles, cuando la saludé. Me clavó sus
ojos con petulancia, pero quizás recordando los días del colegio, les dio una expresión afectuosa. Me atreví a invitarle a una copa y ella dejó brotar una
sonrisa que decía “¿Por qué no?, si al final en este domingo gris tampoco pasa
nada en la gran ciudad”.
Fuimos al bar
de la estación, el que años atrás permitía a los muchachos del pueblo deleitarnos con su figura al
galope, y nos acomodamos detrás de dos inmensas cervezas negras. Interrumpidos
por el ruido de una joven generación que nunca supo de su proverbial hermosura, nos
contamos la vida, como quién reparte un mazo de cartas.
Los
trenes dominicales para la ciudad, vienen cada hora, y cuando llegó el
siguiente quise levantarme para acompañarla, pero ella pidió otra cerveza. Te contaré
acerca de mi pobre vida rica, me dijo, y comenzó a relatar sus logros
profesionales y su fascinación por Singapur. Mientras describía su
amplio departamento en la zona del Sablon, a su gato Alexis y a varios de sus amantes, pidió más cerveza. La mirada se le tornó evasiva y la voz lánguida cuando habló de todos sus pocos amores.
Escuchamos por tercera vez a la mole eléctrica aproximarse, ella se levantó, me tomó
de la mano y salimos hacia el andén. Después de unos pasos me pidió que la
lleve a mi casa.
Partió en el
primer tren de la mañana, luego de regalarme la noche con la que soñé veinte
años antes. Acordamos que el siguiente fin de semana montaríamos a caballo, bordeando las plantaciones de remolacha, mas no contestó mis llamadas, ni apareció en el
tren sabatino. Me reí amargamente de mi propia ilusión, que dibujaba una preciosa
mujer de mundo amando al carpintero del pueblo. Sin embargo, el lunes lloré con la
realidad contada por el periódico donde un obsesivo demente, la desfiguró con ácido sulfúrico.
En la
habitación del hospital, su único ojo me miró con la misma alegría de la
infancia y con la picardía de la última cerveza en la estación.