Rostros del
norte en el sur: Sophie
A: M.R.
Se quitaba la ropa y desnuda se acomodaba en un sillón a
mirar el cielo, como buscando algo. Ese era el ritual cotidiano apenas llegaba a casa luego del trabajo. En invierno, comenzaba a las
siete y en verano dos o tres horas más tarde. Ambas estaciones la ponían
melancólica, tanto el gélido amanecer gris, como los días de sol disfrutados desde la oficina con aire acondicionado.
En todo caso, cada mañana arrancaba su BMW con música de Cold Play y al llegar a su oficina en La Defense, se lanzaba con avidez al trabajo. Inversiones, cuentas, largos proyectos de asesoría financiera, estudios de mercado o transferencias electrónicas pasaban por su ordenador hasta el medio día. Un sánduche y un zumo de tomate, un almuerzo de trabajo en un lujoso restaurante o simplemente café, taza, tras taza... marcaban el preámbulo de una tarde de proyecciones empresariales, reuniones de equipo o con clientes, análisis de las fluctuaciones de bolsa o nuevas inversiones. Con la noche, bajaba a los parqueaderos, encendía el BMW y al ritmo de Placebo o los Chemical Brothers regresaba a su gigantesco apartamento en Neuilly.
En todo caso, cada mañana arrancaba su BMW con música de Cold Play y al llegar a su oficina en La Defense, se lanzaba con avidez al trabajo. Inversiones, cuentas, largos proyectos de asesoría financiera, estudios de mercado o transferencias electrónicas pasaban por su ordenador hasta el medio día. Un sánduche y un zumo de tomate, un almuerzo de trabajo en un lujoso restaurante o simplemente café, taza, tras taza... marcaban el preámbulo de una tarde de proyecciones empresariales, reuniones de equipo o con clientes, análisis de las fluctuaciones de bolsa o nuevas inversiones. Con la noche, bajaba a los parqueaderos, encendía el BMW y al ritmo de Placebo o los Chemical Brothers regresaba a su gigantesco apartamento en Neuilly.
A veces, el ritual desnudo era corto, pues iba por rápidas duchas, para luego acicalarse seductores vestidos que se lucirían en las
cenas de negocios, o ropa informal elegante para la discoteca o los paseos por
Saint Sulpice. En ciertas ocasiones dejaba el sillón con agilidad y se sumergía en la
tina caliente que Jamila, la mujer de la limpieza, había preparado y se ponía a contemplar el
techo. Siempre terminaba el día en la
inmensa alcoba frente al televisor, practicando el deporte favorito de millones de parisinos a esa hora: cambiar los canales con el control remoto. La gigantesca pantalla
empotrada en la pared mostraba cualquier cosa, desde programas en vivo y entrevistas a la farándula, hasta noticiarios no felices o películas sosas. Con
la TV aun funcionando, abría un libro con efectos somníferos y casi siempre el artefacto amanecía encendido.
Una noche la
pantalla mostró niños africanos desarrapados y un periodista caucásico
relatando historias de coraje y miseria. La noche siguiente miró la segunda parte y la
tercera prefirió sumergirse en la tina de baño y dejar perderse la mirada en el techo, hasta que su piel blanquísima
adquirió tonos fúnebres. Esa noche soñó con las caras mugrosas y las
pieles enjutas. Las semanas de rutina
financiera y música de Cold Play se repitieron, mas el zapping o las cenas fueron sustituidos por
una ávida navegación en internet hasta casi el amanecer. Quería saberlo todo acerca de esa población paupérrima del Africa Occidental.
Entre el poco sueño, la mala alimentación y el estrés laboral, un lunes no se levantó de la cama. Con estoicismo se dejó invadir por la fiebre y cuando ésta la abandonó fue a la bañera como siempre. La mirada perpetuamente dirigida hacia el techo, ahora acompañada por una amplia sonrisa.
Las
noticias que Sophie, días después, anunciaba a su padre, casi infartaron al
famoso cardiólogo. Le dijo que renunció a la consultora, vendió su auto y se enroló como voluntaria en un proyecto con Costa de Marfil. El Dr.Vidal no entendió como su hija graduada en la mejor escuela financiera de Francia, abandonaba cinco
años de brillante carrera por una aventura en el Africa. Y no pudo hacerla
desistir ni con gritos furiosos, ni con lágrimas suplicantes.
Sophie
partió y volvió un año después, bronceada, robusta, alegre. Llena de orgullo regaló
al padre un album de fotos. Ahora trabaja medio teimpo en una ferretería y estudia salud
comunitaria, en tanto que el doctor Vidal encontró una explicación desde la genética, recordando a su padre, Francisco Vidal, anarquista español emigrado a Francia en el 39.