En los veranos de mi infancia, en
los lejanos setentas, iba a la quesería local para hacerme con el suero que me
regalaba doña Leonor Guevara y que era tan apreciado por mis perros. La casa de
mis abuelos estaba en las afueras del pueblo, por lo que ir al centro era una
aventura que realmente comenzaba en el cementerio. Sus paredes eran dos filas
de adobe, las cuales saltaba para atravesar el camposanto en diagonal, asumiendo
que el hacerlo me ahorraba tiempo y energías. Curioseaba las lápidas, los
nuevos arreglos florales y cuando iba con mi hermano menor, hasta jugábamos a
las escondidas. Luego de algunas calles llegaba al parque central, desde donde ya
podía ver la quesería de la señora Leonor.
Con el balde repleto del manjar de los canes, retornaba lentamente,
haciendo algunas “paradas técnicas”: en la frutería, en los llapingachos, con
algunos chicos que como yo salieron por los mandados o divagando en el ventoso
verano.
Esas salidas mañaneras, se matizaban a veces con un pasatiempo singular que me causaba hilaridad y que ahora me parece una
seña profunda de la composición del país. En el parque, el carpintero del
pueblo, aún con una botella de aguardiente en las manos, avanzaba tambaleándose
hasta la pileta que marcaba el centro. Giraba la cabeza, cual candidato que observa a sus votantes antes de su discurso y alzaba ceremonioso
la botella. Dirigía la vista hacia uno de los cuatro costados y comenzaba su diatriba.
¡Andrades!, jajay ¡Andrades!!…
ahora se llaman Anrrades, yo conocí a sus abuelos, indios pata al suelo venidos
de Licto, Aucancelas llaman, ese es su nombre, así se llaman.
Esperaba unos minutos, provocando a los nombrados y al no tener respuesta giraba hacia el segundo costado del
parque y brindando, seguía:
¡Hurtado!! Los señores Hurrtado…
Los doctores Hurtado… ¡longos de mierda venidos de Quintús! ¿Cómo se llamaba su
bisabuelo, doctor Hurtado? ¿No era Manuel Tenesaca? ¿no era así? No hurtó el Hurtado, porque él compró el apellido en el Registro Civil. ¡Dígame si me
equivoco! ¡Rómpame esta botella de puro, si miento¡
En el parque y sus calles
circundantes, todo el mundo seguía en la normalidad, como si no lo vieran.
Algunos, los más chicos, o los recién llegados al pueblo, reíamos al verlo, y él luego de un corto silencio de gurú en meditación, giraba hacia el otro
costado y en su propio ritual daba un trago largo a la casi vacía botella de
aguardiente antes de arremeter contra otra familia.
¡Chiribogas!! Y el que no sabe
les cree… jajay. Chiribogas, ¿Desde cuándo son pues Chiribogas? Desde que ya no
quisieron llamarse Pumaguallis, naturales de Llucud y se volvieron Chiribogas.
Desde que doña Encarna, en paz descanse,
les hizo sus huasicamas. ¡Desde ahí son Chiribogas!
Entonces miraba hacia el último costado
del parque, hacia la lánguida iglesia y terminaba su alocución mañanera: ¡Yo sí
soy Salgado, yo sí, blanco!, pobre pero blanco… Nectario Salgado Piñeiro, nieto de españoles de
Galicia. ¡Y eso bien sabes Gato Varela! Sí o no…
Si se miraba con atención, en una ventana de ese costado parecía verse la figura pequeña del cura Abel Varela. Para entonces, alguno de los hijos del carpintero se acercaba avergonzado donde su padre y éste se dejaba conducir, un brazo colgando de los hombros y arrastrando los pies, en medio del polvo que impregnaba los pantalones cantinflescos. Así Nectario Salgado terminaba su espectáculo semanal y la siguiente ocasión nombraría, respetando la ubicación geográfica, nuevos apellidos de nuevas familias, generalmente poderosas. No pude ver muchas de sus peroratas, pues cuando entré al secundario, mis abuelos decidieron que los mandados lo harían mis hermanos menores, mientras yo, como pequeño burgués que estudia en la ciudad, estaba autorizado a disfrutar de la lectura en la tranquilidad de las sementeras o ir a jugar básquetbol con otros jóvenes que visitaban a la familia. En una de esas ocasiones, refrescándonos con limonada, Marianita Larrea, preguntó por el rancio Nectario y sus legendarias apariciones en medio del parque y Marcos Fierro, nos contó lo que viene a ser el final de esta historia.
Si se miraba con atención, en una ventana de ese costado parecía verse la figura pequeña del cura Abel Varela. Para entonces, alguno de los hijos del carpintero se acercaba avergonzado donde su padre y éste se dejaba conducir, un brazo colgando de los hombros y arrastrando los pies, en medio del polvo que impregnaba los pantalones cantinflescos. Así Nectario Salgado terminaba su espectáculo semanal y la siguiente ocasión nombraría, respetando la ubicación geográfica, nuevos apellidos de nuevas familias, generalmente poderosas. No pude ver muchas de sus peroratas, pues cuando entré al secundario, mis abuelos decidieron que los mandados lo harían mis hermanos menores, mientras yo, como pequeño burgués que estudia en la ciudad, estaba autorizado a disfrutar de la lectura en la tranquilidad de las sementeras o ir a jugar básquetbol con otros jóvenes que visitaban a la familia. En una de esas ocasiones, refrescándonos con limonada, Marianita Larrea, preguntó por el rancio Nectario y sus legendarias apariciones en medio del parque y Marcos Fierro, nos contó lo que viene a ser el final de esta historia.
Durante varios años, el pueblo y
sus autoridades no dieron importancia al escarnio. El cura se limitaba a
mirarlo desde la ventana, el maestro primario daba amables reconvenciones a Nectario cuando este estaba sobrio y el gamonal Fierro, al verlo actuar, le regalaba
unas monedas entre carcajadas. Fueron los jóvenes de algunas familias quiénes iniciaron
la campaña contra “las calumnias” y algunas beatas invitaron al cura a excomulgar
al agresor.
Un domingo de junio, el pueblo
salía de la iglesia al medio día, en el regocijo místico que marcaba el inicio de las
fiestas de Corpus Christi, cuando apareció junto a la pileta el cuestionado carpintero
y comenzó la afrenta. Entre los feligreses, los bravucones quisieron limpiarla y
fueron contenidos por sus madres. Los hijos de Nectario fueron raudos donde su padre y
las beatas conminaron a Don Abel a reprender al sacrílego que con su borrachera ofendía la fecha
santa. El cura no tuvo más remedio que acercarse y comenzó la reconvención con
firmeza. Mientras Nectario lo escuchaba desde su bamboleo beodo, trataba de fijar
su mirada en los ojos verdes del sacerdote, quien azuzado por las beatas subía
el tono y lo dirigía hacia la sanción católica. Pareció que Nectario se dejaría
caer en brazos de sus hijos, pero se irguió y acercó su jeta hacia el rostro del
padre Varela y le dijo en tono suave:
Así es que ahora defiendes indios,
Gato Varela. Vos que eres también patrón. Mis hijos, son mistis los wambras,
blancos por su padre, blancos de Galicia, y por su madre pobres indios
desgraciados, pero llevan el apellido Salgado. Son Salgado Buñay y con la madre viven en mi
casa ¿Y los tuyos tayta cura Gato Varela ? Todos los longos rubios irquis y
sucos piojosos que han asomado en Cobshe, Sevilla y Ragñay son tus retoños. Y también los
zarcos de Ainche, Gonzol y Pistishi que vienen a verte y a quiénes regalas unas
camisas. Medio mundo sabe que las longas ojiverdes, gatas buenas mozas de Pantús y Titaycún, “cortaditas” a vos,
son tus hijas Dumaselas y Alulemas que te ruegan el apellido para casarse mejor en Riobamba…
Silencio, murmullos, balbuceos,
rostros ruborizados, gemidos histéricos,
imprecaciones, órdenes de penitencia... El retorno a la fiesta de Corpus. El
último trago de Nectario Salgado, rodeado por sus hijos, antes de que se lo lleven a casa.