Estoy en Quinto curso, mi aula está en la planta baja del edificio central, una inmensa sala de grandes ventanales, pero fría y oscura como Kamchatka en invierno. El curso contiguo es Cuarto y acoge en su mayoría a repetidores, entre ellos, “Pipo”, "Biónico", Aízaga y Congo, nuestros ex compañeros. No solo por eso, hemos desarrollado una buena relación entre ambos cursos, también porque compartimos inspector, el Trapito González, quien se ganó ese mote por sus estrambóticas combinaciones. Siempre viene con terno, pero puede combinar camisa roja, corbata blanca, leva marrón, pantalones celestes y zapatos negros o toda la gama cromática. El Trapito es simpático, pero también muy severo e impredecible. Por un quítame estas pajas puede enfurecerse y sentenciarnos en un tono como el que usaría Zaratustra o manipular su bigote nietzcheano y dejar pasar una falta grave.
El Trapito envía a sus dos cursos a las competencias de atletismo, a la comparsa de Reyes que organiza el Municipio y a veces nos mira jugar básquet en el patio. Fabio también es repetidor de cuarto curso y es hijo del ingeniero Natale nuestro profesor de matemáticas. Es un rubio pálido de ojos azules, que mide un metro ochenta, esbelto sin ser delgado, tiene la nariz ligeramente achatada y facciones duras como las de su padre. Silencioso y calmado, pero violento si alguien se “le carga”. En recreo, se instala en “la playa”, una larga porción inclinada de césped que divide el patio central con el edificio de los segundos y terceros. Es vox pópuli, que cuando Natale fue su profesor, le mandó a dibujar funciones en papel milimetrado y Fabio, a propósito, hizo gigantescas parábolas similares a penes. Cuando fue llamado al escritorio para recibir su trabajo calificado, se vieron por largos segundos las dos gotas de agua diferentes solo por la edad y ambos apretaron los puños, mientras el resto de estudiantes en silencio esperaban ver quien arranca la pelea. Entonces el ingeniero Natale bajó lentamente la mirada, colocó un cero en el deber y le miró de nuevo apretando las mandíbulas. Fabio tomó la hoja y regresó a su pupitre, para repetir un dibujo similar en la tarea de la siguiente clase y recibir la misma calificación hasta perder el curso con su padre.
Un día, Fabio me pide que me acerque y mientras bebe una clandestina botella de Trópico me cuenta la bronca que tiene con su progenitor. Fabio y su hermano mayor Alfio jr., que ya está en sexto, detestan todo lo que venga de su padre, se rebelan a la disciplina férrea que incluye castigo físico y claro, odian las matemáticas. Fabio relata y yo le dejo hablar. Cuando me pregunta, respondo sin juicios y cuando me pide consejo le respondo desde mis propios códigos axiológicos. Entonces deja de mirar al cielo, me acerca la pequeña botella de Trópico y dice
- Disculpa, te estoy cortando el recreo.
- Tranquilo…, le respondo.
Bajo de “la playa” hacia el bar o en pos de mis tres compañeros más cercanos o me pongo alerta a esquivar “el Sucre”, moneda lanzada que autoriza a quien lo tiene cerca a recibir infinidad de patadas. Mientras tanto Fabio mira a ambos lados antes de tomarse su trago de aguardiente.
En otra ocasión cerrando el pulgar y el índice, en ese gesto que indica “solo un ratito”, me invita a subir. Comienza con su tema recurrente, su relación con el padre, cuenta el último encuentro, casi siempre funesto y al hacerlo pone a brillar sus ojos como ascuas. A veces, no me dice nada, solo chocamos las manos, alza su mochila me brinda un trago y sonríe o como un pícaro, me relata con pelos y señales la última broma pesada que le jugó a su padre o el último reto del uno al otro, abriéndose la camisa e invitando a pelear.
Poco a poco funjo el rol de psicoanalista de Fabio en sesiones que se alargan pocas veces y que culminan con una disculpa por mi tiempo de recreo o con un consejo que va mejorando desde las preguntas difusas que hago al “camellito” Flores, nuestro profesor de Psicología, sobre el psicoanálisis.
- Un día de estos me le lanzo, aunque me mate, dice.
Yo le respondo con preguntas y repreguntas tendientes a que reflexione su decisión, pues todos saben que el ingeniero Natale tiene la nariz achatada por haber sido un asiduo de la academia de box de la Tola y que fue campeón de gimnasia olímpica en su juventud. Alertan sus manazas inmensas de nudillos deformes, son famosas la golpiza que se dieron con el “mono” Crespi, inspector de los primeros y cómo venció al gigantesco y fornido "Condorito" entrenador de atletismo. Los Natale tienen la misma estatura pero el ingeniero 30 kilos más de músculos.
Observo a mi profesor, miro su expresión facial y sus movimientos de gladiador entrando a combate, cuando explica la clase, buscando elementos que me permitan comprender algo de su naturaleza. Mientras Natale explica las funciones trigonométricas, trato de construir las preguntas adecuadas que haré a Fabio para dilucidar el origen de su conflicto edípico. Esas elucubraciones, pronto me regalan mi primer cero en la prueba parcial de matemáticas.