
El sorteo
terminó. No tenía sentido levantar el trozo de papel restante. La suerte me
envío al sitio que ningún equipo quería ir. Al día siguiente, partimos muy
temprano a nuestros destinos. Como cada mañana, fuimos los seis en el bus haciendo
bromas, las que en esta ocasión recaían sobre mi suerte.
Dos horas
después llegamos a Barcelona, rentamos una camioneta que comenzó a ascender el
cerro Colonche y luego de 30 minutos alcanzamos “La Unión”, el destino de Paula
y Karina. Los cuatro restantes continuamos hacia “Loma Alta” y después de otra
hora de viaje, por un camino que paulatinamente dejaba de ser empedrado, bajamos
en su parque-cancha-patio escolar.
-
Buen viaje chicos- dijo Miguel,
chocando su mano con la mía, mientras Tania sonreía, al ver que un arriero se
acercaba con sus mulas.
Ellos se
dirigieron a la escuela, al tiempo que Lucy se acercó al arriero y con una
mueca que trataba de negar la realidad evidente, preguntó:
- ¿Al “Suspiro”
entran motocicletas, verdad?-, a lo que Don Argemiro, que así se llamaba el
arriero, respondió proverbial, que eso solo es posible bien entrado el verano…
Acomodé a Lucy en
el lomo de la mula más mansa, monté la mía y seguimos a Don Argemiro en
dirección a “El Suspiro”, la comunidad que
nos acogería los días siguientes.
Las mulas
hundían sus patas hasta enlodar su panza, avanzando esforzadas por el camino
sinuoso. Se comprendían las razones por las que a ese rincón del cerro le
bautizaron así. Por fin, terminó el camino en una pequeña planicie rodeada por
una veintena de casas y otras diez inscritas en el cerro que ya mostraba su
cima. El micro clima templado, contrastaba con el calor húmedo de las
comunidades de las tierras bajas. La vegetación abundante y los animales
creaban una atmósfera de mágico retroceso en el tiempo.
Un bullicioso
grupo de niños nos recibió, saludando a los “nuevos profesores”. Dejamos las
mulas en el abrevadero y con la comitiva infantil seguimos a Don Argemiro hacia
la iglesia, allí nos esperaban unas quince personas curiosas y expectantes de
la jornada que nos ocuparía los días siguientes. Lucy y yo explicamos la dinámica
de trabajo, ella fue a trabajar con los niños en una sala contigua y yo comencé
un juego de presentación para romper el hielo.
Entonces
apareció ella y discretamente se sentó en una banca cercana disculpándose por
el atraso.
Por unos
segundos perdí la concentración, ¿Qué hacía en una comunidad montubia una muchacha
similar a un católico arcángel? Rubios cabellos rizados, ojos verdes que
asomaban a medias entre los lentes de estilo John Lennon, y que descansaban en su
nariz larga y delgada. El cuello largo terminaba en un cuerpo esbelto cubierto por
un vaporoso vestido traído de los días del Flower Power.
Ante mi
impavidez, el presidente de la comunidad la invitó al círculo que habíamos
formado y le entregó la madeja de hilo, la señal de que debía presentarse. Se
llamaba Maya y su acento mostró que venía de las trece colonias inglesas.
Entonces me empeñé en mostrar mis dotes de trabajador de campo, en juego de
seducción, tal como los pájaros de Guinea lo hacen con sus saltos y movimientos
de plumas. Hice que la jornada fuera más sencilla y divertida, hasta las cinco
de la tarde, en que concluimos la tarea.
Mientras
acomodaba los trabajos de grupo en las paredes, ella me contó que era bióloga, que investigaba ciertas orquídeas endémicas y que estábamos en una reserva
ecológica. Emocionada, me invitó a visitarla durante la hora que mediaba hasta
el ocaso. Llegó Lucy y partimos los tres por el sendero rodeados de flores y
pájaros coloridos. El sonido del agua del riachuelo y de los pajarillos recreaban
un edén particular, donde ella era Eva, yo Adán y Lucy… se había equivocado de cuento. En una gruta, el
riachuelo se empozaba levemente. Allí Maya se descalzó, levantó su falda para
evitar que se moje, e ingresó al agua regalándonos al río y a mí, el
espectáculo de sus piernas torneadas. De la poza sacó unas piedrecillas doradas
y nos las ofreció, yo arranqué unas pequeñas flores lilas de una de las paredes
musgosas y las coloqué en su cabello. Ella se rió de mi travesura y colocó en
mi oreja una ramita olorosa. Lucy rompió la amorosa magia naciente, recordando
que debíamos regresar.


Al llegar, Don
Argemiro nos presentó a las señoras que nos hospedarían y en el lecho, el cansancio de la
jornada, no impidió pensara en Maya antes de dormirme.
El día siguiente
arrancó con entusiasmo. Había más confianza y las bromas hacían más fácil el
trabajo de planificación comunitaria. Finalizamos cuando se instalaba la
oscuridad y fuimos a casa de Maya, quién nos invitó a cenar. Yo asaba los
verdes, Lucy cuidaba de la menestra y Maya y su madre anfitriona, ponían el cocolón
en los platos de los invitados. Luego de cenar, el padre destapó unas cervezas y
puso música en la radio, invitó a Lucy a bailar y el hermano mayor invitó a la
madre. Ofrecí mi mano a Maya y cuando la abracé para comenzar la cumbia, supe
que estaba enamorado. No quería que la pieza de baile terminara, sino eternizar
ese tiempo en el que su cabello rozaba al mío, donde nuestros pechos
comunicaban el ritmo de sus latidos.
Vinieron varias
cumbias y más cervezas. La madre fue con Lucy y una hermana al gallinero y uno
tras otro, fueron despidiéndose el resto de miembros de la familia para cumplir
con el rito campesino de dormir temprano. La luna que nos espiaba desde el otro
lado de la ventana nos invitó a salir. Maya apagó la radio y las luces, y nos
sentamos en el banco colocado junto a la puerta principal. En voz baja seguimos
relatando lo que nos dio la vida hasta antes de ese día. Me contó que casi terminaba
su investigación y pronto volvería a Hartford. Nos tomamos de las manos, entontecidos
por ese fugaz e incipiente cosquilleo parecido al amor, que nos dejaba silentes
a ratos, escuchando los ruidos nocturnos de la naturaleza tibia, hasta que las
voces femeninas de Lucy y la madre, nos sacaron de ese dulce marasmo.
En mi cama, caí
en cuenta que era la última noche en “El Suspiro” y me dormí casi sollozando.
El último día de
trabajo nació con el sol y en el almuerzo, Maya me preguntó cuál sería nuestro siguiente
destino, respondí que San Pedro de Valdivia. Al culminar el trabajo vinieron,
como siempre, las palabras que animaban a concretar lo planificado, el
agradecimiento sencillo y generoso de los participantes, las últimas bromas.
Maya se quedó con nosotros hasta que llegó Don Argemiro y las mulas. El abrazo y
la sonrisa finales, tenían como contraste la mirada mustia de los ojos tristes.
Descendía al
ritmo cadente de mi mula, soltando suspiritos azules, entregando al viento pequeñas
exhalaciones que regresaban montaña arriba. Quizás el nombre de la comunidad se
debió a eso, al suspiro que dejaron caer muchos viandantes al perder su amor…
Llegamos a la
casa colectiva del Arenal. Los colegas nos recibieron efusivos y Lucy contó
emocionada sobre el paisaje, el riachuelo, sobre una bióloga gringa...
San Pedro de
Valdivia era una comunidad de pescadores, con un límpido mar verdoso que podía
verse desde el segundo piso de la moderna casa comunal. Los alegres comuneros
disfrutaban creando mapas parlantes, repletos de espectaculares dibujos y collages y me senté a observarlos trabajar. En el reverso de una hoja de asistencia comencé a
escribir unas líneas similares a estas, donde describía mis días en “El
Suspiro“. Terminé el primer párrafo, levanté la cabeza en dirección hacia el
hermoso mar verde e imaginé que jugábamos con Maya en sus olas.
Volví a la
escritura y de pronto se produjo el milagro ¡Maya apareció en la puerta con un blanco
vestido de encajes! De un brinco me coloqué junto a ella y le di la bienvenida
con un abrazo largo que me hizo perder la noción del tiempo. Le invité a
sentarse, le ofrecí agua, un caramelo que traía en el bolsillo... si hubiera
tenido el cielo, se lo hubiera puesto a
sus pies. Ella sonrío y paso su mano por mi mejilla. Con Maya, el mar y
el sol, decidí que mi trabajo terminaría antes de lo previsto, pero apareció
Lucy y luego de saludar efusivas, salieron del salón.
Una hora después estábamos buscando conchitas en la playa, luego tomé a Maya de la mano y
entramos al mar. Discretamente la llevaba hacia las olas que nos alejaban de Lucy y
en medio de esa nada nos dábamos besos pequeñitos y arrumacos ingenuos, hasta
que llegaba nuestra chaperona con algún comentario divertido. La tarde
magnífica lastimosamente no se detuvo, Maya debía partir pues sus padres se
preocuparían. El viernes bajaría a La Unión y podía llamarle a la central de
teléfonos y el sábado, podríamos encontrarnos en La Libertad.
El viernes desde
la cabina telefónica de San Pedro, hablamos largamente y el sábado salí de San
Pedro raudo hacia la Libertad. Ella no apareció… Regresé al Arenal agobiado y
luego de unas cervezas comencé a relatar a Miguel mi aventura en el Suspiro, relato
interrumpido por sus exclamaciones caribeñas, ¡chico!, ¡cooooño!, ¡pinga!, ¡cojone´!
Al final me dijo: Asere, lo siento, pero tú no vas a ver más nunca a esa gringa.
Déjate de bobería´ y mete mano a la Lucy que está prendida de ti. La primera
parte del comentario sentencioso me entristeció y la segunda me desarmó.
Desde la oficina
central nos llamaban a los jefes de equipo para trabajar lunes y martes. Allí recibí
una llamada de Lucy que estaba con Maya en el aeropuerto de Guayaquil. Escucharla
de nuevo me emocionó, más aún cuando me dijo que si yo iba, ella cambiaría el pasaje. Respondí que partiría esa misma tarde y me dediqué a contar los minutos que faltaban, sin
atender las indicaciones técnicas. Un par de horas después llamó Lucy de
nuevo, me dijo que el pasaje no cumplió las condiciones de cambio y que Maya tuvo que abordar
de inmediato.
Recordando la
sentencia de Miguel, me puse a escribir una carta (eran los tiempos donde no
existían celulares, las llamadas de larga distancia constaban un ojo de la cara
y el correo electrónico era meramente institucional) y un mes después llegó la respuesta
que terminaba diciendo: Maya, mi nombre, significa ilusión. Soy eso, una
ilusión…
No supe más de
ella hasta doce años después, en que la web me la mostró por casualidad. Su cabello,
ahora castaño, iba recogido en un moño, lucía un nuevo modelo de lentes,
adecuados para una profesora de ciencias en Nueva York.
