Pour NB. Celebrando con Julio sus primeros cien años

Cuando me disponía a dormir, sonó el
teléfono, era Nela, un dulce amor inconcluso de años atrás, surgido entre su
ávido interés por la literatura latinoamericana y el mío por el vino francés.
Le digo que estoy en la capital de su país y ella me invita a su ciudad, a solo
3 horas de distancia en un TGV que va a 360 km/h. Mientras buscamos en internet
un pasaje que no se deja encontrar, soltamos corteses generalidades. En su voz noto
una pequeña musicalidad que no tenía cuando estaba conmigo, un leve suspiro al
final de ciertas palabras, similar al cansancio... Me dice que vendrá a París.
Al día siguiente en la Gare
Montparnasse, la alegría es mutua. Está más delgada, más no por ello menos
hermosa, y su mirada que se ilumina al verme, me invita a abrazarla con fuerza.
De inmediato nos lanzamos a las calles, como hojas que se dejan llevar por la
corriente, nos insertamos en el ritmo parisino y comenzamos el relato de lo
ocurrido en los años de no verse.
De pronto, en Sébastopol se detiene, me dice que terminará con su pareja debido a la tortura psicológica
que le ha infringido durante dos años. Tan mal se pone, que me doy cuenta que no
podía caminar y decírmelo. No soporta escuchar que él le hace un favor al estar
con ella. Le tiemblan las piernas y las manos enfatizan el relato. Me dice que
está harta de la cruel sentencia de que es fea y de la ausencia de noches sin
caricias. Incontables, largas… tantas que ya no recuerda cuántas son o cuándo
comenzaron. La catarsis le hace daño y me pregunto cuándo va a dejarse caer.
Le acerco hasta una banca de madera donde deposita su fragilidad
y para evitar que se desvanezca, le recuerdo nuestros bonitos días quiteños de
amor, leyendo en voz alta a Cortázar. Le digo al oído el Amor 77 de Julio: “Y
después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se
perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo
que no son”. El verso cumple su cometido y sonríe. Tranquiliza su respiración y
nos incorporamos lentamente, sin hablarnos. Unánimes cambiamos de ruta, hacia el
circuito fantasioso de Julio que empieza en la Rue Dauphine, sigue por la Rue
de Seine y que obliga a parar en el Pont des Arts. Allí salgo de mi ilusión pues
debo abrazarla otra vez, ya que ha roto en llanto y comienza entre sollozos a relatar
“Lejana” a viva voz. La dejo desahogarse, tomo su mano y propongo ir por una
copa de vino.
Instalados en una terraza, con un ojo miro la carta y con
el otro, disimuladamente, a Nela, quien silente se deja llevar por sus
pensamientos, dejando frente a mí su cuerpo vaciado. Mientras bebo el dionisíaco
néctar, caigo en cuenta que verla así me duele. Me hace daño ver triste y ajada
a la mujer que quise tanto y que años atrás me llenó de alegría. Siento una bronca
horrible contra el cretino que la humilla, una bronca de sabino, de camarada.
Cuando el largo día de verano comienza su fin,
regresamos a mi prestado palacete de Arts et Métiers. Allí, hago el payaso y le
cuento historias divertidas hasta que nos quedamos dormidos sobre el sofá.
Despertamos y nos proponemos gozar el día desde muy
temprano. Luego del desayuno, Nela muestra de nuevo su energía maravillosa.
Imparables vamos de Pompidou al Louvre, de La Bastille a Trocadéro y disfruto
de su sonrisa pícara y la sensualidad natural que me cautivaría al conocerla.
Pero como sucede muchas veces, cuando la alegría nos ha invadido por completo, se
mueven más rápido las manecillas del reloj. En pocas horas debe regresar a su puerto
del oeste y nos dirigimos hacia la Gare Montparnasse. Sin querer terminamos frente
al cementerio y ella me propone buscar la tumba de Julio. Cuando encontramos a
Cortázar, eternamente unido a Carol, curioseamos esa correspondencia eterna que
reposa sobre la plancha de mármol. Leemos las notas y examinamos los cigarrillos
con dibujos que los visitantes han regalado al gigante de ojos azules. Nela y
yo, rituales, construimos un corto cadáver exquisito que se quedará hasta que
lo lleve el viento u otro visitante.
Nela, se queda silenciosa, un poco perdida, como la Alina Reyes del cuento y de pronto me dice que a media cuadra de la eterna casa de Córtazar, está la de César Vallejo. Una vez allí, siento de nuevos mis 20 años, ese tiempo en que se hacía fácil llorar por el amor perdido. Con Nela y el cholo comenzamos un diálogo sobre las letras, nuestras "armas secretas" para aguantar o para desangrarse. Sentados sobre la tumba del peruano, lloramos en silencio.
Luego del mutismo balsámico y ungidos por la liviandad
de tener menos lágrimas, vamos hacia la estación. En la puerta del tren, tomo
sus manos repitiendo esa liturgia de película antigua. Halago sus ojos, su
sonrisa y sus cabellos finitos y le pido me prometa que no se dejará humillar
más. Hasta que el guardagujas haga sonar su silbato, señal del cierre de
puertas, traducimos estrofas de canciones al francés y al español. Me pide que
le escriba un verso mío para llevárselo a Kiev, a donde irá en el otoño. Donde
buscará olvidar en tres años, dos de agresiones propinadas por su orco.
En su billete de tren, escribo tres líneas, nos damos
un besito antes de que se cierre la puerta y seguimos mirándonos mientras el
tren gana velocidad. Mi verso cursi queda flotando en el aire y me roza el
hombro. Cuando la máquina se va perdiendo, me uno al cúmulo de gente que se
mueve en la estación. Comienzo a silbar un himno de Charly, como para dejar
salir las emociones mezcladas: "pasajera en trance, pasajera en tránsito
perpetuo... un amor real, es como vivir en aeropuertos, tadadadada, tadadada,…
tadadada, ta ta dadá..."
Arribo a la vecindad de Nicolás Flamel hecho polvo, me
tomo una cerveza y me tiro a la cama. Despierto a las once de la noche y caigo
en cuenta que en menos de 24 horas tomaré también un tren que marcará el fin de
mi verano en París. Me incorporo y me lanzo de nuevo a la calle, a continuar
con mi vagabundeo ansioso.