Saturday, October 03, 2015

Juegos públicos



Al papo Guido, varias veces ganador del Bingo y la Lotería

Los jueves, frente a la iglesia de San Agustín, se sentaba en una de las gradas contiguas a la parada del trolebús. Lanzaba una mirada larga a los centenarios muros de ladrillo, antes de extraer de su leva los billetes de lotería que no había logrado vender el día anterior. Sus ojos recorrían con avidez los números comparando sus cifras con las de la cartilla de premios entregada en la oficina de sorteos. Nada,  rara vez un reintegro... Luego, pacientemente sacaba una moneda y raspaba el trozo de cartón de un Bingo que premiaba con un auto del año a quien tenga tres figuras iguales. Máximo conseguía dos…  

Ante el fracaso, y como parte de su ritual mañanero, juntaba el labio superior contra la nariz por unos segundos, emulando a un oso hormiguero y rompía los boletos perdedores. Con la voz ronca y cascada por los años de oficio comenzaba a vocear bajo el sol que en pocas horas se volvería inclemente. Anunciaba millones para el próximo miércoles, cientos de miles en los sorteos de viernes y sábado. Mostraba lo fácil que era ganar el bingo que daba un auto del año con la raspada de figuras… Lleve la Lotería, 3 millones al entero. Juegue el Bingo con la raspadita, lleve, lleve su boleto… La suerte en siete, tengo el siete, el último en siete, ¡el ganador, el siete!

Generalmente entusiasta, sacaba en las mañanas su gorra que alguna vez fue blanca, para limpiarse el sudor causado por el seco calor citadino repleto de polución y en la noche subía las solapas de su leva marrón para cubrirse el cuello. No me interesaban sus productos debido a  mi pesimismo innato y mi historia. Por otra parte, mi incredulidad en el azar, hija de la deformación profesional de viejo matemático, se ensañaba con estos juegos, en especial con el Bingo, y desde el aprendizaje estocástico de la Teoría de Probabilidades me burlaba para mis adentros de los compradores de dichos cartones. Sin embargo, en una noche serrana de miércoles, particularmente helada, vi al tipo con su mano envarada por el frio mostrando sus boletos, que eran demasiados pues ya llegaba la hora del sorteo y movido por algún rezago de compasión católica o por alguna locura de Eleguá, le compré un “guachito”. Era el primero que adquiría en mi vida pues mi buena suerte en el amor y mis estrepitosos fracasos en rifas y sorteos, me alejaron de cualquier manifestación lúdica vinculada al azar. Cuando me ofrecían el boleto para una rifa, recordaba el único día que falté a la escuela y en el que sortearon la colección de juguetes codiciada por todos los escolares y que la que gané con el número 104; pero debido a mi ausencia decidieron repetir el sorteo. La niñez del personaje que inspiró la canción de Henry Fiol. Un Mufa en potencia.

A la mañana siguiente, el lotero con emoción verdadera me dijo que tenía reintegro, único premio consuelo que repetía la historia que él mismo vivía cada semana. Guardé el premio ínfimo en la forma de un nuevo “guachito” y ese discreto guiño de la diosa Fortuna, me hizo sentir levemente positivo, y comencé a comprale cada miércoles uno de sus boletos invendibles. Este encuentro semanal fue generando una amistad. Con la confianza ganada en meses de clientela, me confesó inocente que su sueño era que un jueves, después de invocar al Señor del Buen Suceso -el Cristo sangrante que mora sentado en un trono en la Iglesia de San Agustín-, la planilla de premios muestre en el “premio gordo”, uno de sus números no vendidos.  Solo el “guachito”, usted sabe, me decía; no avanzo a un entero y no codicio tanto… O por lo menos sacarme las tres figuras de la raspadita del Bingo y ganar el Audi, que lo vendería claro está, ya que tremendo carrazo no es para mí…, acotaba.  La candidez del viejo lotero, invitó a que desde entonces le compre dos boletos, generalmente dos “guachitos” del mismo número. Y cada jueves por la mañana, apenas abrían la oficina de la Lotería, los dos viejos mirábamos la planilla de premios; yo con mi típico escepticismo falto de entusiasmo y él con su esperanzada avidez que se incrementaba al raspar las tres figuras. Después rompíamos los papelillos inútiles, cruzábamos tres palabras y seguíamos con nuestra rutina.

Un jueves santo, me desperté con un olor particular. O bien el Señor del Buen Suceso en su semana mayor quiso mostrar al lotero su poder, o quizás Fortuna y el azufroso Eleguá se complotaron para jugarme una broma. Un nervioso lotero esperaba la apertura de la oficina de premios, diciéndome que estaba seguro de que gané algo. Me urgió a que le muestre los billetes comprados la noche anterior, que tenían grabados el 31415, en púrpura. Cuando vi en la planilla, el mismo número en inmensos caracteres junto a las palabras determinantes PRIMER PREMIO, sentí recorrer desde la ingle a la mandíbula la caricia de la Diosa Fortuna. Al lotero ésta le vino en forma de un sudor que brotó en las ternillas de su nariz, extrajo de su vieja leva marrón algunos billetes y con los ojos inmensamente abiertos  comenzó ansioso a compararlos con los míos, sin que ninguno coincidiera con mi número. Entonces se abalanzó a mis hombros envuelto en un llanto ahogado, pidiéndome que no me olvide de él, que recuerde que fue él quien me dio la suerte… y una letanía incomprensible tanto por su tono gangoso, cuanto porque  me invadió un mareo y me faltó la respiración. No podía creer que esto me estuviera pasando a mí. Yo, el matemático incrédulo gané el premio mayor, y de pronto estaba ya calculando el número exacto de posibilidades para que esto se diera. Eran más o menos, ¡una entre 100 mil! Tragué unas cuantas bocanadas de aire, como las que toma un ebrio que de súbito quiere ponerse en juicio y vi a las espaldas del lloroso lotero, la estatuilla de un bigotudo enano sonriente. Tomé al lotero de los hombros y luego de las solapas; desde una reacción sin lógica le ordené que raspara su boleto de Bingo. Con una moneda comenzó a retirar la capa plateada que cubría las figuras. Apareció la cabeza de una iguana y después una segunda. Alcancé a mirar la tercera, mientras el tipo tómandose del pecho se desplomaba sobre mí con un doble rictus de dolor y alegría en el rostro, mientras el Ekeko me dedicaba su sonrisa directamente. Vino otro ahogo y lo último que recuerdo fueron agolpadas explicaciones al hecho inverosímil. !Los dos ganamos el mismo día! !Simplemente imposible! Mi suspicacia quiso explicarse desde las posibilidades: La ocurrencia no era una en 100, era por menos ¡una en un millón!… De los 16 millones de habitantes ¿Cuántos compran la lotería? ¿Cada cuántos sorteos saca alguien las tres figuras?…

Meses después supe que el hijo del lotero maneja un Audi con un letrero que anuncia su venta, mientas su padre disfruta del cielo de los católicos. Luego de largas sesiones de terapia lingüística, he logrado con mi torpe verbalización y desde la silla de ruedas que me acompañará para siempre, contar esta historia, la del humilde lotero a quien el Señor del Buen Suceso llevó a su lado, gracias a un infarto y la de su amigo, el viejo enriquecido que a pesar de un quiebre cerebro vascular sobrevivió  a la millonaria broma jugada por la Diosa Fortuna y sus siervos cercanos.

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