para AJ, AR, Tar y el Chafo
Ensayábamos cuatro veces por semana, excepto el miércoles. En el sexto piso del Edificio de Abastecimientos nos concentrábamos cada día y comenzábamos, de pie, a adiestrar el cuerpo con los ojos cerrados y con movimientos lentos. Cuando la concentración nos había invadido, acelerábamos los movimientos y dábamos paso al calentamiento corporal, el ejercicio necesario que incluían rodar por el piso, acercarnos y tocarse. Todo lo que generaba el ambiente de equipo imprescindible para que un grupo de teatro funcione.
Luego practicábamos la obra, alguna de los “Papeles del Infierno” de Enrique Buenaventura del TEC de Cali y luego improvisación en el intento de crear una obra colectiva, en un proceso que desde un anarquismo inocente reivindicaba la dirección teatral colectiva, pero que en la práctica recaía en el mayor de nosotros, El Gato quien ya tenía experiencia previa al haber participado en varios grupos teatrales, entre ellos La Oreja, de quien este nuevo grupo era su sucesor. El Gato y El Tarzán tenían 21 y yo 17. Los tres éramos estudiantes de los primeros años de esa universidad, los tres repitiendo el primer semestre. El Chafo tenía 20 y estudiaba su quinto curso del secundario en un colegio nocturno. La Chama Isa, una hermosa mulata esmeraldeña y la Niña Ine, una locuaz chica de ojos grandes, estudiaban su primer año en la Facultad de Artes. Luego decantarían la primera por pintura y la segunda, precisamente en Teatro. Fue ella la escogida, quien, por vocación y destino sería la única que dedicaría su vida a esta actividad.
Nuestro Taller teatral funcionaba en un inmenso piso vacío, entablado con delicado parquet, ubicado sobre la Federación de estudiantes y gestionado por esta para que se nos preste. Entre las primeras estuvo el adecuar uno de sus baños como bodega, recolectar ropa usada y robar telas de anuncios publicitarios, para hacer vestuario y escenografía. Con los sobrantes hicimos sendos colchones, necesarios para quedarnos ahí luego de las jornadas de creación, luego de la fiesta o para ser lecho de alguno cuando su padre enojado le echaba de casa por algunos días. Colchones cama para pintores, cantantes, artesanos, músicos,... que estaban de paso o que nos visitaban. Músicos de calle, que viajaban por Sudamérica como el brasilero Dan Godinho o el Afro colombiano Sabás Mandinga, actores como el salvadoreño Alejandro Jovel y su “Serpiente emplumada”, quien luego volvió para quedarse. Bailarines, amigos de Clarita, nuestra amiga del Frente de danza independiente, cuenteros chilenos, malabaristas argentinos,... A ese sexto piso llamado Taller de Teatro Politécnico nues (así con "s", de no ser y no evocando al fruto del nogal) también llegaban nuestros amigos, estudiantes de la Católica, los panas del Chafo y del Gato del barrio La Luz, cuasi adolescentes chicas del Colegio de Artes de la Central. Cristian Carrasco y El Choclo, ex integrantes del Grupo La Oreja. Edzon y Lucho, que decidieron proletarizarse, y se fueron a vivir cerca de una invasión en un barrio popular del noroccidente de la ciudad.
Los TTP nues también nos reuníamos a estudiar, generalmente antes de exámenes bimestrales. Con El Tarzán nos lanzábamos en la titánica tarea de hacer los ejercicios propuestos del Algebra de Proaño o de la Física de Panchi, en largas amanecidas e íbamos al examen luego de pocas horas de descanso. Nocturnas jornadas académicas que querían en menos 10 horas suplir infinidad de clases no asistidas, tareas no realizadas, explicaciones docentes no recibidas…y que, por supuesto, no daban los óptimos resultados esperados. Era una suerte recibir un 7/10. A pesar de encontrarme en la segunda matrícula del primer semestre del Politécnico, estaba fascinado con el teatro, con la política izquierdista estudiantil y con las actividades de solidaridad que eran pan de cada día. Salía de clases a la una y de inmediato iba a la Federación de estudiantes o directo al restaurante universitario. A las 2 y 30 estaba cambiado para el ensayo y cuando casi había oscurecido bajaba la larga calle Ladrón de Guevara para luego de cenar en casa, comenzar las tareas académicas.
El teatro y la política me fueron absorbiendo. En época de elecciones de representantes estudiantiles, pintaba afiches en vez de ir a clases. Luego participé en las funciones que montábamos en los patios politécnicos a media mañana o a salida de clases, como parte de la difusión de la obra del TT Nues (La nuez, como le llamaban algunos). Decidimos probarnos en la calle, de hecho El Gato y El Grupo La Oreja ya lo habían hecho pues dos de sus integrantes rentaban un cuarto que debía pagarse, pero no así nosotros el resto. En ese entonces Carlos Michelena, el popular actor quiteño era el rey del Ejido y el Enano Araujo, interpretando obras de otros, era el habitué de la Plaza del Teatro. En estas obras de calle, creaciones del Grupo La Oreja o fragmentos de "teatro del oprimido" participábamos máximo tres actores. Las salidas a la calle eran cada vez más frecuentes, tanto como las inasistencias al Instituto de Ciencias Básicas.
Actuar en la calle era todo un reto, significaba irnos fogueando en esa tarea difícil de dominar al público y a la vez dominar el cuerpo. El desafío era mejorar nuestra dicción, perder el miedo escénico, mantener el aplomo al ver a los conocidos que pasaban y con quiénes saludabámos solo con las cejas para no romper la mágica personificación. Con el tiempo también aprendimos a guardar al serenidad al identificar al pesquiza, que con gafas y en su falso intento de leer un periódico, estaba atento. Eran días de subversión de distintos órdenes, en medio de un gobierno muy represivo. Pero todos los miedos se iban venciendo en una jornada en la que nos poníamos en una situación difícil, divertida y poco común para unos chicos muy jóvenes de clase media que, en el fondo no actuaban por necesidad. El dinero adquirido al pasar el sombrero no era la principal motivación para actuar, hacer teatro era reafirmar un compromiso político con lo popular y con la concienciación. A cambio de transporte y refrigerio actuábamos en actos de solidaridad y para los obreros de las fábricas en huelga, en las actividades culturales que los barrios marginales organizaban. Entregábamos nuestro arte que sacaba sonrisas convencido de que a la vez hacíamos educación popular.
En la calle, adaptábamos el "José Da Silva y el Ángel de la guarda" de Augusto Boal y por supuesto a mi me gustaba ser el picaresco, flacucho y malvado Ángel que engañaba a nuestro Da Silva, el humilde Juan Criollo. Cuando el Ángel usando sus poderes paralizaba a un corpulento Juan en calzoncillos, listo para el suicidio, este se quedaba en diversas poses similares a un físico culturista, las que dieron al Tarzán su apodo.
¡Teatro! ¡Teatro de la calle! !¡Teatrito! gritaba uno de nosotros El invitando al público. ¡Venga al teatro!¡Acérquese que no muerdo y si lo hago, lo hago despacio! decía otro compañero desde el otro extremo de ese cuadrilátero que un tercero, con tiza había trazado en el piso para delimitar el escenario. Luego cambiábamos roles, y después todos calentábamos el cuerpo y hacíamos ejercicios de voz. Convocar al público en Quito, era difícil, se corría el riesgo de ser desalojado por la policía municipal o por el "Escuadrón Volante", unos camiones pequeños y largos que patrullaban la ciudad fijándose sobre todo en los jóvenes. Poco a poco, tímidamente se acercaban los transeúntes, como en la época medieval. Cuando la gente estaba alrededor del cuadrilátero nos sentíamos seguros, eran cuatro paredes humanas que iban a defendernos, eran público de un teatro, hasta antes eran curiosos esperando ver que producto ofrecían esos extraños vendedores ambulantes pintados el rostro. Siempre me sorprendió ver cómo en Quito y en la Sierra era difícil convocar público, en tanto que en la costa, debíamos invitarles a que no se amontonen y permitan formar el cuadrilátero. Eso lo comprobamos en la Plaza San Francisco de Guayaquil. Roosevelt el actor que nos había invitadoa ese sitio, tenía un largo brazo de cartón que terminaba en un guante en forma de mano y con el fingía tocar el fin de las espaldas del público para abrir espacio, generando risas estruendosas.
En ese inicio des tarde y una vez formado el cuadrilátero por personas, estamos cambiados y listos para comenzar una obra crítica a la burocracia, llamada “El hombre que no podía orinar”, donde el personaje debe cumplir con infinidad de requisitos antes de ser autorizado a ejercer el "llamado de la naturaleza". En la obra, El Gato, intérprete del personaje principal, mal esconde un largo chorizo de tela dentro de unos teatrales calzones y lo muestra por un segundo antes de ser interrumpido, generando la risa del público. Yo estoy pintado de blanco la cara, representando a un burócrata que pide requisitos en una ventanilla. Cuando trato de “sellar” el documento, veo en el público a mi madre con su traje sastre de docente. Ella de seguro está en el centro de la ciudad, precisamente para hacer algún trámite. Me doy cuenta que me mira con esa expresión adusta que pone cuando algo le molesta y que conozco desde siempre. Se me pone la piel de gallina y quiero salir corriendo, ella está enojada y evidentemente frustrada. Pero como dice el lugar común, la función debe continuar y lo hago con aplomo, luego de sacar fuerzas recordando los textos del "Teatro del Oprimido" de Boal y a la versatilidad radical de ese tremendo actor y persona, quien luego será mi amigo, el salvadoreño Alejo. Cuando El Chafo capta la atención del público desde su rol del policía que reprime al “meón”, me doy cuenta que mi madre se ha ido.
Llego a casa, mi madre me recibe con cara de pocos amigos y dice:
- Si necesitas plata, pídeme.
El mensaje implícito posterior, lo comprendo totalmente. Siento que ella no valora mi arte, siento que la avergüenzo por ser actor de la calle, pero me digo que eso también es parte de estar contra el sistema y sonrío sin que ella me vea.
Al día siguiente le cuento esa historia al Chafo y cuando termino el relato, su risa exagerada de marihuano, interrumpe al dúo Pedro y Pablo que suena en la grabadora del TTP. El Chafo me hace una propuesta.
- ¿Qué te parece si hacemos teatro este viernes y con lo que nos den tomamos un bus hasta donde nos alcance la plata?... Y donde lleguemos hacemos lo mismo y así… ¿Qué te parece?
- ¡Vamos!, le digo
Pero esa es otra historia, otra loca e ingenua historia del taller de teatro de la calle.