Me despertaron temprano, me hicieron varias preguntas, algunas de ellas exasperantes y quince minutos después se largaron. No pude volver a dormirme, supe con certeza que la falta de sueño no se debía a la nicotina, pues hace varios días había dejado de fumar y más bien recordé lo que me dijo una abuela: uno duerme menos a medida que envejece.
Envejecer también nos hace más irritables, pensé, al enojarme con el ordenador que no arrancaba Mis imprecaciones, por supuesto, no lo arreglaron pero me hicieron caer en cuenta del silencio. Silencio absoluto. No se escuchaba nada, ningún paso de transeúntes, ni las voces infantiles que detesto al despertar, ni tampoco el odioso ruido de los autos.
Me levanté, abrí despacio la ventana y saqué mi cabeza. Vi que no había ser humano alguno, ni los cánidos que a veces transitan escuálidos, ni tampoco los felinos que saltan entre los techos. A la izquierda, se podía ver la plaza desierta y a la derecha la iglesia inmóvil y vacía. Saqué un poco más el cuerpo, sentí una ligera ventisca de aire puro en mi rostro y disfruté de esa bucólica sensación de confort que no es posible tener en la habitación de ciudad en la que vivo. Mi ventana da a una calle que era bastante tranquila hasta el día que instalaron esa escuela privada que tengo al frente. Era una calle habitable hasta el día en que el muncipio decidió transformarla en una arteria de descongestión vehicular.
Sin embargo, gracias a las voluntades del poder y a las ventajas que a veces dejan escapar esas voluntades, ese era un día diferente donde ni siquiera me atormentaba el aleteo de las palomas. Era un día que merecía ser aún más especial. Me desnudé, fui hasta la ducha y las primeras gotas salieron con un ruido atronador, por lo que cerré la llave. Salí y sin vestirme me puse a bailar, a dibujar, a ordenar por forma y por color mis lápices y a hojear libros de fotografías. Cuando sentí hambre, comí sin respetar la urbanidad, me acosté a mirar el techo y me quede dormido.
Pasaron varias horas hasta mi despertar, pero el silencio seguía adueñándose de todo. Se acercaba el fin de la tarde y supe que debía salir, y como todo el mundo, volver a mis tareas. Supe también que no quería hacerlo y lancé un grito que nunca se dejó escuchar. Volví hasta la ventana, pude ver a los uniformados frente a la escuela caminando en parejas y a tres transeúntes que parecían conejos escapando de la lluvia. Grité otra vez, sin que ninguno de ellos reaccionara. Todo seguía en silencio. Los uniformados, los transeúntes y los autos se movían sin provocar ruido, como si flotaran o se deslizaran en la calle mojada. La lluvia seguía cayendo como si la viera desde atrás de un grueso cristal.
2 comments:
Me recuerdo un mensaje de la damisela soledad.
Pero en ese historia abrazas la damisela con una fuerza irrefutable.
hermetismo, silencio y libertad. me gusta.
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