A: F.Z.R
Trabajo sirviendo tragos en uno de los bares de Saint Gérmain y esa noche de viernes, whisky a varios ingleses que imponían su ritmo bullicioso en la barra. Cuando comencé a lavar los vasos, percibí que en los puestos cercanos a la pared, se ubicaron dos tipos de mediana edad. Si bien me encontraba de espaldas, el tono ceremonioso en el que uno comenzó su historia, y el hecho de entender algo, en medio del barullo anglosajón, me invitó a aguzar el oído.
El relator
tenía ese acento parisino propio de los nacidos en uno de los cuatro barrios
más lejanos de la espiral. El oyente, que a veces comentaba, era extranjero;
con un acento que no había escuchado en mis días de estudiante Louvain, ni en
los de estibador del Havre. Un acento con eslavas “eres” guturales, común en los
cabarets marselleses a inicios de los noventa, pero a la vez poseedor de la
suave musicalidad asiática de los opiáceos fumaderos del barrio 13.
El parisino
dijo que esa historia le contó su abuelo, y por mi parte, pensando en tener
material de diversión posterior al trabajo o la gracia de un relato parido
por una de las tantas drogas que lamen esta ciudad, coloqué mi teléfono celular junto
a ellos, dispuesto a grabar lo que vendría.
Eliminando las interrupciones del extranjero, los sorbos del trago o las partes inaudibles por nuevos y antiguos ruidos, lo transcribo con poquísimas adiciones de mi cosecha:
Eliminando las interrupciones del extranjero, los sorbos del trago o las partes inaudibles por nuevos y antiguos ruidos, lo transcribo con poquísimas adiciones de mi cosecha:
Esta
historia te la cuento como me contó mi abuelo, recalcó el parisno. Ocurrió en
los iniciales 40’s, pero nunca más allá del 45. La guerra que se vivía en toda
Europa se dejaba sentir en el Africa desde distintas dimensiones. El viejo me dijo
que bien pudo ocurrir en Tánger o en Capetown, en Zanzíbar o en Kinshasa y que su protagonista
pudo ser un berber perdido o un siervo pied noir; un esclavo malayo o un negro
en plena huída. La casa donde ocurrió era una
edificación monumental; si era de terratenientes o de administradores
imperiales; de ricos colonos industriales, o de aristócratas excéntricos, es irrelevante. Era
otro de los palacetes construidos con estilo europeo y con mano de obra sureña
en un tramo abierto de la selva, la sabana o el desierto.
El protagonista ingresa a la casa nervioso o confiado; con el grillete roto o
con la carta que su amo le mandó a entregar. Es julio o enero; y en
cualquier caso la noche casi comienza, en un verano que se muestra
en todo su esplendor. Por error o a propósito, hace notar su presencia, sin
embargo, parece que la mansión está vacía. Escucha débilmente
gotas que caen desde una llave mal cerrada y luego de pocos pasos, él cae en
cuenta que el sonido viene desde el segundo piso. Sube las gradas siguiendo el goteo
y comprueba que lo hace una ducha cercana.
Siempre acercándose
al chasquido de la gota que choca contra la superficie pétrea, llega a la puerta y la
abre suavemente. Lo primero que mira es una toalla en el suelo y junto a ella, huellas
de pies humanos, perceptibles gracias a las marcas que el líquido ha dejado en
el piso. A su derecha mira un dedo que descansa sobre el cuero de un almohadón y
alzando la frente puede apreciar el resto de los dedos cayendo levemente
crispados.
El tipo
avanza con sigilo hasta colocarse cerca de las huellas y desde un extremo de esa
especie de canapé aprecia en el lecho una imagen que lo paraliza, es una blanca
desnuda que parece dormir. Sea malayo o congolés baluba, lo primero que por su
mente cruza son los resultados nefastos que pueden provocarle esa
situación.
Ella bien pudo haber
nacido en Flandes, Bremen o La Rochelle, ser criolla hija de escoceses, o boer
de origen frisio. La viuda resignada desde aquel horrible accidente, o viuda
nueva desde la carta oficial, está con su alba largura descansando en el
canapé. Quizás la mujer del lecho es casada, con el marido en viaje de negocios o peleando
la guerra de blancos en alguno de los bandos. Tal vez no tiene hijos y si los
tuviera, estos se esconden del llamado de la metrópoli o cumplen con
el deber para con la madre patria en el norte. Sus facciones muestran con certeza que ella nació en el primer lustro de inicios de siglo.
En el cuerpo de la rubia, todavía se pueden
ver algunas gotas, como si fueran rocío, su cabello no ha terminado de secarse y sobre
este descansa el rosto ovalado con los labios entreabiertos. El cuello está estirado
hacia un lado y las clavículas sobresalen como pequeñas cañas de gaita. El brazo
que no descansa sobre el almohadón de cuero, cruza el cuerpo y su mano reposa sobre
una de las piernas flexionadas, de tal modo que el antebrazo cubre el monte de Venus y el húmero parte de un seno. El otro seno, como si fuera la maqueta de
uno de los Atlas o más precisamente como un réplica en miniatura del Lion’s
Head, desafía al intruso.
Al inicio, como
te dije, el hombre piensa en salir corriendo, pero luego se queda mirándola, moviendo levemente la cabeza de acuerdo a los detalles del cuerpo desnudo que
quiere focalizar. Se da cuenta que el sexo, las ingles y la mano que
descansa sobre la pierna están cubiertos de una especie de aceite. Se cerciora
que el ritmo de su propia respiración ha variado y trata de controlarlo para no
despertar a la mujer que talvez sigue en su fantasía. Ella, sin apenas moverse,
abre los ojos y mira al indiscreto, quien tensa levemente algunos músculos.
Se quedan unos
segundos así, ella clavando los ojos clarísimos en el iris oscuro del fisgón y éste paralizado. Acto
seguido, la mujer bien pudo soltar unas palabras de falso
pánico o fingidamente agresivas, y el hombre responderlas o bajar la mirada. Ella a lo mejor le dio alguna orden,
o él se acercó por iniciativa propia. Esa noche, el viento del verano
sofocante, siroco o monzón, movió algo más que las hojas de los árboles. A la mañana todo siguió como siempre.