Como cada día, los
mosquitos zumbaban en enjambres buscando nuestras orejas. Sin embargo, ese día era especial y se reflejaba en nosotros, en unos desde un ligero brillo en las pupilas, en la sonrisa que contagiaba al interlocutor; en otros, desde la locuacidad y las bromas intermitentes.
Solo Gerardo fumaba silencioso y de
vez en cuando posaba la mirada lejana en las estepas.
En medio del intenso calor
de siempre, arribó el
jeep con la comunicación oficial. Varios nos acercamos como
chiquillos ante el camión de los helados. Nuestra misión llegaba a su fin y nuestro
equipo gradualmente retornaría a casa. Gerardo, desde la caseta-consultorio,
sacó levemente la cabeza y siguió preparando la inyección para su paciente.
Pensar en el regreso
era agradable y en nuestro caso significaba menos horas de trabajo extenuante y cierta reducción
de la impotencia cotidiana ante la falta de instrumental y de medicinas. Quedaban atrás meses intensos de trabajo y solidaridad con el dolor de centenas
de hombres y mujeres y también de centenas que morían tarde o
temprano. Parte de ese dolor lo viví yo mismo, invadido por el paludismo, cercado por el escalofrío, volando en fiebre y con la náusea
constante. También viví los abnegados cuidados de mis compañeros,
especialmente de Gerardo.
Cerca de la partida,
pasaban las imágenes de quienes diariamente llegaron con ébola, malaria o
enfermedades venéreas. Recuerdo su genérica esperanza y su certeza en que podría curar
familiares crónicamente desnutridos, al abuelo que cumplía su ciclo
natural y a las extremidades invadidas por la gangrena. Llevaba conmigo también la íntima desesperanza,
de saber el fin de los pacientes terminales con SIDA.
La algarabía brotó en Favio y Vladimir en forma de
carcajada, al ver que serían los primeros en partir y también la palidez en Yuleidi al enterarse que conmigo, estábamos en el último grupo. Gerardo acompañó hasta la salida a su paciente inscrita en toda su preñez. Nos miró inexpresivo y encendió otro cigarro, giró la cabeza hacia la mujer que se alejaba y agitó su mano en la despedida.
Esa noche tuvimos una
reunión animada, con pocas anécdotas del día de trabajo y más bien imaginando
el viaje. No fue una de esas veladas en las que con dos rones de más, alguien comenzaba las
reflexiones sobre el hombre nuevo y recibía la réplica cínica detallando nuestra
jodida condición de médicos que ganan al mes lo que un vendedor de caramelos hace un día. Tampoco se oyeron las quejas por haber sido enviados al “rincón
más oscuro de la mierda” como lo definiera un Favio depresivo, ni
los amargos pronósticos sobre estas aldeas, que terminarían
devastadas por el hambre y la enfermedad, con o sin nosotros. Fue una noche alegre, donde la permanente
sonrisa de Araís brilló con más fuerza y en la que Vladimir,
con una rama, evocaba sus próximos lanzamientos en el baseball. Yuleidi me comentaba bajito su mala suerte, mientras bailábamos, pues tuvo la esperanza de ver
pronto a su hijo. Gerardo felicitaba a Favio y
éste medio borracho ironizaba sus palabras.
Días antes de la partida del segundo grupo, Gerardo dijo a Yuleidi que había
tramitado una permuta y que ella podía ir en su lugar con Araís. Entonces Gerardo
y yo asumimos los seis últimos meses de la misión. Meses crudos, tanto por la sequía, y por ende
hambruna, que asoló la región; por la insuficiencia de alimentos donados por la cooperación
internacional, “perdidos” entre las
autoridades del gobierno. El trabajo se duplicó y ambos médicos no
pudimos atender adecuadamente, más aún cuando la dotación de penicilina
demoró varios días en llegar.
Dos semanas después de
la fecha de término programada, llegó el jeep con un funcionario quién se acercó directamente a
la caseta donde atendía Gerardo. Escuché voces elevándose y pensé que el justo
reclamo de Gerardo por el atraso burocrático se dejaba sentir, mas luego lo vi salir
gritando:
- !Es acá que me necesitan, aquí puedo dar algo de mí para esta gente que no tiene nada!. !De que hombre nuevo me han hablado siempre, chico! ¿Cómo que no me quedo, coño?... ¡Me quedo, y tienen que seguir mandando medicinas!-
- !Es acá que me necesitan, aquí puedo dar algo de mí para esta gente que no tiene nada!. !De que hombre nuevo me han hablado siempre, chico! ¿Cómo que no me quedo, coño?... ¡Me quedo, y tienen que seguir mandando medicinas!-
En la mañana vinieron solo por mí. Gerardo, me dio una estampa de San Lázaro y su abrazo.
Recién dos años después, una nueva cuadrilla de médicos se unió a Gerardo en ese rinconcito del Africa. Ahora miro en la foto de periódico, rodeado de jóvenes galenos, a Gerardo, el hombre nuevo.
Recién dos años después, una nueva cuadrilla de médicos se unió a Gerardo en ese rinconcito del Africa. Ahora miro en la foto de periódico, rodeado de jóvenes galenos, a Gerardo, el hombre nuevo.
4 comments:
lindo... me llevas de vuelta a mis anios de infancia en los que con mis padres salubristas recorrimos geografias diversas trabando en atencion comunitaria... y ahora... tratando de seguir sus pasos voy entre selvas y cordilleras!
Fei
La realidad se parece en distintos rincones del planeta!
Siempre habrá un Gerardo que no nos deje perder la
esperanza...
No sabía cúanto extrañaba leerte hasta que volví al viejo hábito. Final feliz resulta extraño, pero me gusta, me gusta... debe haber finales felices y más si se trata del hombre, de la mujer nuevos.
gracias fei, adri y belen... pues si un cuentito comocasi todos los que pongo en el blog 90% salido de la realidad... Por suerte Gerardo existe!
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