Mi primera amiga formal se llamaba Carla, era una chica que
vivía en la misma manzana, cuya extroversión y seguridad en sí misma, la
convertían en la favorita de nosotros los tímidos. Ambos teníamos trece años y al
nacer la noche conversábamos en la puerta de su casa, hasta que su padre le pedía
entrar. En las vacaciones colegiales vinieron Ana y "la Chiqui" sus bellas primas provincianas. Ana y sus 16 se divertían coqueteando
a nuestros colegas más audaces, haciéndola inalcanzable para los
timoratos que apenas mirábamos el juego, mientras " la Chiqui" con sus 11, se mostraba hosca y lejana. Quizás por todo aquello, ese verano comencé a mirar con otros ojos a la bella y alegre madre de Carla, quien a sus 33 años era lo que
ahora se definiría como una bomba sexy, haciendo las delicias del barrio, al pasar enfundada
en los “pantalones chicle” que resaltaban su torneada figura y alegrando mis pupilas, cuando la miraba en shorts y camisetas ceñidas , desde la puerta de su casa.
A los trece, las hormonas pueden ser un peligro y un día me vi
timbrando la casa de Carla, a sabiendas
de que ella no estaba. La señora Carmita, como le llamaba respetuosamente, me confirmó la ausencia de su hija y me invitó
a esperarla, con esa sonrisa que abría sus labios carnosos, permitiendo que broten
sus pequeños dientes blancos. Aquel día fue el inicio de vespertinas visitas
semanales, en las que ella me brindaba un jugo y conversaba con el púber amigo de
su hija acerca de temas diversos, mientras yo hacía gala de mis conocimientos históricos
y literarios. Cuando ella quería recordar una fecha o un personaje, cerraba los
ojos, alargaba el cuello y mi diablo
interior me hacía imaginarla en un éxtasis que conocía solo por referencias
gráficas. En esos breves segundos miraba sin disimulo la mágica línea que se formaba
en la mitad de su busto generoso, y si el inicio de mi deslumbramiento fueron sus ojos
entrecerrados y esa magnífica intersección, éste se acrecentó al tener cerca su rostro
alargado y su nariz respingona. El deseo vino en toda su brutaliad y supe que estaba perdido cuando descubrí sus muslos, caderas
y piernas, derritiéndome por dentro ante su sonrisa de dientes perfectos, que yo con mis bromas hacia brotar asidua.
Ella entretenía sus tardes pintando, haciendo manualidades y
tarareando canciones del entonces poco conocido Pablo Milanés y yo a su lado le
hablaba sobre historia antigua o acerca de algún personaje de Salgari. Estos encuentros
eran un auto atentado, pues mi diablo interior me invitaba a tomar su cabello y
besarla a lo Bogart, o me impelía a acercarme lentamente, fingiendo distinguir los detalles de su trabajo, tal
como lo hacía mi tocayo Marlon, antes de besar a sus damas en “Sayonara”. Por suerte, cuando iba a replicar la
escena fílmica de Brando, la cordura venía en ayuda del cerebro derrotado en su
lucha contra el forzudo instinto naciente.
Carla se dio cuenta del sentido de mis visitas y se molestó. Desde entonces solo disfrutaba de la señora Carmita desde la puerta, saludándola atento y recibiendo su alegre respuesta. Mi primera
novia me la sacó parcialmente de la cabeza y la muerte accidental del marido derrumbó
física y emocionalmente a mi amor platónico, a tal punto que poco tiempo después ella y su hija
se marcharon del barrio.
Dos décadas más tarde, conocí en una fiesta a una chica que se me hacía familiar. Entre la salsa y el ron nos acercamos y luego de unos
cuantos besos, nos apropiamos discretamente del estudio de la casa. Una vez desnudos sobre
la alfombra, la vi cerrar los ojos y alargar el cuello
en el éxtasis amoroso, en un juego de movimientos que me trajo remembranzas inconcientes y me estremeció sobremanera. Cuando entreabrió los labios y dejo brotar una hilera de pequeños dientes
perfectos, el encuentro sexual se transportó hacia otras
latitudes del placer. El busto era como aquel que imaginara sin las camisetas apretadas, la forma del
rostro y la nariz respingona eran las de la mujer que amaba en mis días adolescentes. La boca, tal y como la que quise besar emulando a
Bogard o Brando, veinte años atrás.
Aplacado el deseo y compartiendo un cigarrillo, dirigí el diálogo
hacia temas que me permitieron deducir que ella era "la Chiqui", la prima de quien
nunca supe el nombre de pila, la sobrina de ese amor platónico que
transgrediendo el tiempo y con la ayuda de mi diablo interior, cumplía de una
manera particular mis sueños de púber.