Al pie del Chimpu-razu, el Apu
gigantesco, en la llanura de Tapi, descansa Liribamba la Nueva, la ciudad plana.
Quizás fue Velasco, el ocioso de Paenza, quien puso los
otros aires de nobleza, al contar que de allí eran los bravos hijos de Toa y de Hualcopo,
luego que los tempranos asentamientos de blancos, generaron ese fatuo hedor a “sangre azul”.
Lo cierto es que cuando Mariano tuvo
conciencia de vivir en ella, en los años 70, ya era una ciudad polarizada. Sus hijos aunque fueran tan pobres como San Francisco, sacaban a flote el
abolengo, sea Duchicela o Cordovez, y el lujo de ser
descendientes de Fernando Daquilema o de
Magdalena Dávalos. Aun en las últimas décadas del siglo XX, la Muy Noble y Muy Leal
comarca consagrada a San Pedro rechazaba las mezclas de sangre. Los que lo
hacían eran anónimos, parias cualquiera rechazados por su casta, condenados a vivir
alejados del templo de la Compañía y de Bellavista, por haberse casado con
chola. Desarraigadas, alejadas ellas también de la Cacha prohibida y de Yaruquíes, por casarse con
longo “manavali” que no sabe cultivar la tierra. La colonial estructura de castas seguía vívida, impregnando con su vaho las paredes, los templos, los habitantes...
En estos barrios alejados de los
nobles vivían los artesanos, los obreros y todas las gradaciones del mestizo. También
vivían allí algunos indios con plata y blancos arruinados, los terratenientes
decadentes, como la familia de Mariano, los capataces enriquecidos, y cada
vez más comerciantes. Santa Rosa, el barrio de los “cutos”, era uno de ellos;
en ese entonces al límite de la ciudad y separado de los pueblos indios por
el Cementerio, por el Colegio Edmundo Chiriboga y por el Río Chibunga. Por su centro pasaba
la larga calle Pichincha y por ella venían en las mañanas varias decenas de
indios cargando hortalizas y animales para vender en el mercado de San
Alfonso, sus mujeres llevaban a las wawas, las canastas para la sal y el pan, las botellas para el kerosene. Los indios maltones, ya no usaban poncho y simplemente venían con
su fuerza, que la alquilaban como cargadores. Al final de la tarde retornaban en parejas o
en grupos de tres totalmente ebrios, estafados por los mestizos dueños de las
tiendas, vilipendiados por los cholos cantineros, humillados por
las señoras blancas que no querían pagar lo justo por cargar sus compras abundantes.
Y cada mañana y cada tarde, desde la puerta de calle, los 5 años de Mariano los miraban con
curiosidad.
En aquel entonces se puso
de moda la panadería “La Vienesa”, que se jactaba de llevar ese
nombre por la calidad europea de su producto. Fama que no logró anular
la producción artesanal de “cholas de Guano”, morenos panecillos rellenos de dulce, las buñuelas, el pan de trigo y el pan de maíz sin levar. Estos manjares de pobres e indios eran vendidos en la tienda de Carmen Pashma o en la de los Tubón en la Calle Rocafuerte y en el local del señor Trujillo en la calle Carondelet. Como la hora del café
vespertino llega a todos, cuando Mariano iba por el pan, coincidía con vecinos e indios y tenía que esperar. Allí se percataba cómo los tenderos aprovechándose del analfabetismo o de la borrachera de los indios, les daban menos el vuelto.
Una tarde, Mariano esperaba, mientras la Carmen Pashma atendía a un indio borracho que le pidió dos reales de pan. Cuando éste tuvo el producto en sus manos le reclamó altanero:
-¡No quieru pan di burro, quieru
pan di Vinesia!- y arrojó la bolsa sobre
el mostrador.
La Carmen lo miró con ganas de abofetearle,
pero sabía que en ese estado eran indomables, capaces de romper el cristal de la vitrina con el acial, aunque al día siguiente
vinieran con su mujer lloriqueando, apesadumbrados a disculparse en largos lamentos, prestos a pagar los destrozos. Puso los seis panecillos sin levar en la cesta
respectiva, luego tomó desde otra cesta un par de unidades y las puso en el
mostrador. El indio tomo el par de panes delicados con sus manos callosas, los miró con
frenesí y salió tambaleándose.
Carmen Pashma, la tendera, tomó la bolsa vacía de
Mariano, mientras acariciaba sus rizos dorados y se la llenó de pan. Anotó el importe en un cuaderno y le
regaló un caramelo negro, una "clarita”. El chiquillo llegó a la casa y se sentó a
la mesa con sus abuelos. La abuela sirvió el agua de toronjil en los jarros de
loza, y cuando colocó la panera, Mariano repitió, en el mismo tono escuchado, la
frase lapidaria.
-¡No quiero pan de burro, quiero
pan de Venesia!-
El abuelo echó fuego por los ojos
y se llevó la mano al cinturón, a la
abuela se le humedecieron los ojos pero lanzó una carcajada, celebrando la “ocurrencia”
del nieto. Mariano sonrío inocente y luego de varios segundos, el abuelo, mirando con nostalgia a un punto de la pared donde estaba el pasado, también dejo salir una risa, impostada.
Foto: Susana Andrade
2 comments:
Un texto que bien podría leerse de madrugada, en la estación. Un abrazo profundo!
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