Supe de la existencia del Sótano, apenas conocí a la banda latina, pero puede descender por sus escaleras, tan solo varias semanas después. Se encontraba en un discreto costado de la plaza, paradójicamente, a la derecha del hermoso edificio del Colegio de la SantísimaTrinidad (Heilige Drievuldigheidscolleg). Ese sobrenombre tétrico lo puso un guayaquileño, para incitar la curiosidad de los recién llegados, aunque tiempo después un evento de triste recordación, hizo honor al nombre.
Luego de un par de semanas de fin de verano y fiesta casi diaria, encontré aquel antro donde asistía con la puntualidad de un cura a misa. El sitio de mis diversos amigos, la banda latina a la que me pertenecía,
los pocos flamencos y africanos que a veces encontraba en Pangea y el inmenso
grupo de españoles, los primeros con quienes entablé amistad al encontrar a Medina, tan perdido como yo.
- Egquiu’ me, du you know where i’ the Naamse’traat?
- ¿Tú eres
andaluz, verdad?, respondí.
- ¡Sí! ¿Cómo
te di’te cuenta?
Era el Ambiorix del 2003 mi bar favorito, mi segundo hogar, mi paraíso reencontrado, donde bailaba a mis anchas, donde seducía flamencas de pregrado y extranjeras de postgrado. Donde bebía innúmeras “pintjees”. Ese año, el sitio favorito de la bandita latina (cubano, veneco, perucho y 3 ecuatos), que hasta allá llegaba luego de empinarse un par de botellas de viejo Hopking, el barato ron del Aldi, unas cuantas Leffes a precio de descuento en Pangea, o dos Gordon de 13 grados, cuando no había dinero para consumir adentro. Cuando el Ambi cerraba, a eso de las 4 am, iba por el kebab de rigor, a seguir en alguna residencia estudiantil o al kot de la damita que me había capturado. El Ambiorix era diferente a aquellos sitios donde los guaruras buscaban pretextos para ejercer su estricto derecho de admisión. Cuando intenamos ingresar a De Rector el gigante de la puerta paró a mi hindú amigo Prashant pidiéndole pasaporte.
-Tú no
tienes autoridad para ello, le dije mirándole a los ojos, ubicados quince centímetros encima de mi cabeza. ¿Y por qué no me pides a mí?
- Tú, español.
Adentro. Él fuera. He needs passport.
Nos
largamos al Ambi.
La noche en que conocí el sótano de Satán, fue un sábado. Regresaba de Bruselas con unos vinos demás y me pasé casi a las 3 am por un Ambi casi vacío. Los amigos de la bandita se habían ido de viaje o estaban con resaca, pero yo definitivamente quería la última Duvel. Antes de entrar, quise un cigarrillo y apareció “el Garoto” un joven mulato belga/brasilero que lucía sus dreadlocks con orgullo y a quién alguna vez vi en Pangea, siempre bajo los efectos de THC. En esta ocasión estaba hiperrisueño y con ganas de compartir con alguien su vuelo. Nos instalamos y le serví de psiconalista, hasta que Jeroen, el dueño nos dijo que iba a cerrar.
Entonces “el Garoto” me dijo que fuéramos hasta el Sótano de Satán, donde
le esperaban unas amigas. Iba a ese bar del que me hablara el guayaco, en cuyo baño encontraron a un tipo muerto con una jeringa en el brazo. Frente a frente, la puerta era más bien pequeña y precedía a una empinada escalera de piedra, que terminaba en una galería amplia que apestaba
a humedad. Si bien el Oude Markt,
la plaza bar más grande de Europa estaba vacía, ya que los
estudiantes locales emigran como patitos hacia su nido, ubicado en los pueblos aledaños, el Sótano tenía un considerable número de asistentes. Por supuesto eran
aquellos (como nosotros) que querían seguir la fiesta, continuar bebiendo o
sentirse a sus anchas. De Kelder Danscafe era donde se podía ser uno mismo con todo su desparpajo
y hacer ciertas cosas tácitamente prohibidas en el atávico conservadurismo de la ciudad.
En una mesa
estaban un par de chicas besándose y en otra lo hacía una pareja hetero con la
fruición que en mis días de colegio se exclamaría: ¡al parque! En la pista una
docena bailaba como en un aquelarre y era evidente que más de la mitad de ellos estaban bajo el influjo del éxtasis. En
un rincón, tres flamencas jovencísimas fumaban marihuana despreocupadas. Eran
las amigas del “Garoto” que lo recibían con la parsimonia propia del
mood y me saludaban como si nos conociéramos de toda la vida. Una de ellas se
levantó y regresó con una bandeja de cervezas. Mala (o buena) seña, significaba
que cada uno de nosotros debía poner una ronda para todos, lo que en la parte francesa
se llamaba “Á charrette” y terminaba en una borrachera fenomenal.
La música
era buena y me había acostumbrado a la humedad. Mientras regresaba de un baño, con olor a cocaína y el piso decorado por unos cuantos condones usados, miré a la pista repleta de individualistas bailarines de música electrónica. Entonces vino “Gasolina”, el reguetón de
moda y me metí a la pista. Una belga de origen marroquí se me acercó: ¿eres latino,
verdad?, dijo, y comenzamos el baile sensual que continuó como si se tratara de
una competencia que la ganaría quien se soba más. De pronto sus manos
estaban en mis nalgas e hice lo mismo. Entrelazados, puse
entre mi mano uno de sus senos, mientras ella entrecerraba los ojos. Decía para
mis adentros, que no me iría solo a la cama… Le besé el cuello y cuando quise
besar sus labios, me separó. Vas demasiado rápido, me dijo, con cierto enfado. Descubrí entonces un
código cultural opuesto al mío. En nuestras latitudes jamás comenzarías tocándole las nalgas a tu reciente pareja de baile. El primer contacto físico
sería un pequeño ósculo en mejillas o labios. Pero esto era Flandes y estaba en el Sótano de Satán...
En nuestra
mesa una de las chicas dormía en la banca, mientras el “Garoto” con las otras
dos alternaban besarse, beber cerveza y dar caladas al porro. Puse mi charrette y sonó Peter Tosh en los parlantes. Salimos los cuatro, poseídos por la diosa Kaya. Estábamos en la orilla de un mar y éramos meneados
por las olas. Anouk desató mi larga cabellera y se puso a jugar con ella al ritmo del
reaggué. Yo me adentraba en sus enrojecidos ojos azules y tomado su pequeña
cintura nos mecíamos en esa imaginada marejada.
En las bancas dormían los borrachos, el piso tenía charcos de cerveza derramada que brillaban con las intermitentes luces de neón. Empapados de sudor volvimos a la mesa. “El “Garoto” y su amiga fueron al baño. Anouk y yo nos besamos y le invité a mi kot. Mi reloj marcaba las 9 de la mañana. Pocas cuadras después ella decidió encender su chicharra y después iba junto a mí como una autómata. A las 11, miraba desde la ventana de mi cuarto un atisbo de sol que aparecía. Un ángel rubio dormía en mi cama repleto de inocencia y me despertaba horas después para, en el preludo de su partida, agradecerme avergonzada.
A esa noche en el Sótano siguieron otras en las que ingresaba pasadas las 4 y salía con la claridad matutina: Mañanas grises y lluviosas que insinuaban ser las 5 y 30, mientas el reloj marcaba cinco horas más. De Kelder era el sitio que absorbía la resaca de la ciudad, las ovejas negras, aquellos que no calzaban en el sistema, extremistas de todas las tendencias, artistas icomprendidos, también fiesteros empedernidos y picados por el alcohol, algunos drogadictos, algunos homosexuales y sobre todo el albergue temporal de aquellos que no tenían a nadie esperándolos en casa, esos que no querían llegar a la suya. Era el lugar de quiénes normalmente son juzgados por los moradores decentes de una ciudad pequeña, fundada por jesuitas, inscrita en una idiosicnracia única, que combina el juicio hipócrita del católico, con la rigidez cultural y el estoicismo del germánico.
Pocos meses
después odiamos el Sótano. Fue luego de aquel capítulo desagradable, que nos llenó de rabia. En el Sótano de Satán, fue masacrado
Richard, un querido amigo namibio. Los guaruras, de seguro miembros del Vlaams Belang, le permitieron entrar, luego cerraron la puerta, lo golpearon en las empinadas gradas y después lo arrojaron inconsciente a
la calle. Ese hecho nefasto parió una jornada hermosa en que las calles de la vieja
Lovanium se repletaron de extranjeros y locales hermanados contra del
racismo… Pero esa es otra historia. Y si bien, como muchos, prometí no volver
nunca más al Kelder, volví, volvimos. Como no íbamos a hacerlo si era el último refugio para los solitarios, a quiénes nadie espera y que deambulan a las 4 de la mañana en esa cuerda floja que al un lado tiene el alcoholismo y al otro la aventura.
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