Egresé de la universidad y escogí trabajar medio tiempo. Decidí que el resto del día sería para perfeccionar esas habilidades de dibujante y artesano que me permitirían subsistir en mi próximo viaje por América. Cumplía 4 horas de profesor de español en una academia del centro y el tiempo restante, entre tonadas de jazz y sorbos de güisqui, iba por mis aficiones.Vivía modestamente y sin duda gracias a la ayuda de mi tío, quien generoso, me regalaba tarjetas de comida en un restaurante. Luego de mis clases iba por una cerveza aperitiva, en algún bar del Pasaje Amador o en una cantina de la Olmedo, para después almorzar donde doña Carmen, en la Chile. Vagaba en esa misma calle, atiborrada de vendedores ambulantes de los bienes más diversos y me entretenía conversando con Miguelón el de los jeans, con Pulguita el de las toallas o con Chespiro el vendedor de peluches. A veces les compraba un paquete de yerba. Una tarde, en San Francisco, tocaba una banda de reaggue, cuando llegué estaban en esa última canción que el público quiteño casi obliga a hacerse, al grito de “otra”. La atmósfera musical se llenó de un agradable olor dulzón y vi que el vendedor de las varitas olorosas era un joven casi rapado, enfundado en una túnica naranja. Tenía dos líneas blancas entre las cejas y de su cuello colgaban numerosos collares de cuentas. El chico tendría unos 21, un par de años menos que yo.
-Eres paisa, le dije.
-Pues, sí, respondió. ¿Conoce?
Negué con la cabeza, pero añadí que ese mismo acento lo tenía la esposa pereirana de mi tío pastuso.
-Ah, que bien, pues, debe ir para allá, es bien bonita mi tierra, añadió el novicio krishna, arrastrando las “eses” desde su acento particular. Esta vaina ya se acabó, dijo, mientras sonaban los aplausos, mirándose las manos con pocas monedas y muchas varitas de incienso.
- Anda para la Ipiales, acoté, ahí de seguro te compran.
Mientras subíamos por la Cuenca, me contó que se llama Prashant y que llegó hace poco. Me dio un breve sermón acerca de los principios de su fe, la oración, el vegetarianismo, el yoga… y me invitó a visitar el templo Krishna de la calle Esmeraldas. Al llegar a la Chile, nos despedimos, pero pocos días después lo vi de nuevo, delgado, silencioso, hasta triste, con muchos inciensos en sus manos. Colegí que habrían pocas monedas en sus bolsillos y le invité a almorzar en el restaurante de doña Carmen. Cuando su hija Carmita nos contó que el menú tenía arroz con pollo, le pregunté si podía preparar algo vegetariano. No terminé la frase y fui interrumpido por Prashant.
- No, no se apure, yo como todo pues, tranquilo, dijo atropelladamente.
- ¿Dos almuerzos?, dijo Carmita
- ¡Sí, dos almuerzos! ordenó Prasahant.
Cuando Carmita se fue con la comanda, me pidió disculpas por romper sus votos.
-La verdad es que me venció el olor a pollo frito... ¡uste' no sabe parcero, como prepara mi mamá ese pollo…!
Llegó la pierna de pollo y desapareció como si hubiera caído entre un centenar de pirañas amazónicas. No lo juzgué y por el contrario me alegró ver que su ánimo mejoró, mientras me contaba sobre sus maestros, sus jornadas de oración y de baile alabando a Sri Krishna por las calles y en las ceremonias de la luna donde el templo se abría y purificaban a todos los invitados con comida. Se convirtió en otro ser más de las calles del centro y nos encontrábamos casualmente, él anunciando sus inciensos y yo mostrando la ciudad a algún alumno o camino a mi casa, para mejorar unas artesanías en coco, que de tan feas no las hubiera comprado ni yo mismo.Como artesano, no llegaré ni a Loja, me decía…
La tarde de un viernes nacía con un sol espléndido y con la frescura primaveral de mi ciudad. Ese día merecía dedicárselo al arte, pero también a un vuelo, me dije. Por ello, equipado con mi material de dibujo fui hasta la calle Chile a comprar un paquetito. Camino hacia el parque Matovelle, a la altura de la calle Esmeraldas encontré a Prashant.
– ¿Le puedo acompañar?, me dijo y comenzamos a subir la cuesta de la García Moreno. A pocas cuadras, sudoroso y jadeante, propuso buscar una tienda.
- - Parce, me muero de sed …
Sí, ese día, era el de un “sol bielero” y en la primera tienda pedí una cerveza y un agua sin gas.
- No pues, no. Cervecita también para mí, si me hace el favor… ¿o es que uste’ bebe agua cuando dibuja?.Nos ubicamos en la Rubén Darío, desde donde hay una vista espectacular de la Basílica y del centro oriente. Extendí la hoja blanca, saqué lápices y marcadores, pero lo primero es lo primero: rellené la pipa y antes de encenderla miré al novicio krishna.
-Y uste' ya sabe, hermano, ante todo soy paisa, pues…
Cada uno dimos un par de caladas y comencé a dibujar. Prashant halagaba el paisaje y las figuras geométricas del gótico de la basílica. De pronto se quedó silencioso, mirando hacia la nada. Había terminado un boceto y escuché que sollozaba. Dijo que le molestaba la debilidad de su cuerpo y la falta de fortaleza de su espíritu. Que era una lucha muy fuerte y no sabría si vencería. Y mientras eso decía, tomaba largos sorbos de cerveza, que a su vez eran interrumpidos por frases místicas del venerable Bahktivedanta. Le exendí la pipa encendida... Mientas seguía dibujando las pequeñas casitas del Itchimbía, Prashant, más sereno, me contaba cuanto extrañaba a su madre, así como no extrañaba la pobreza de su barrio. Añoraba los amigos, el fútbol, el aroma del café, pero no el miedo que en todos infundía la gente de Pablo Escobar, asesinado hace poco. Luego del desahogo, vino la relajación, su rostro reflejaba esa paz que seguro premiaban sus superiores en el templo de la Esmeraldas. Saqué la libreta pequeña y comencé a dibujarlo. Casi posando, me contó sobre la primera vez que sintió el encantamiento de Sri Krishna en su ser. Seguimos fumando y bebiendo, se puso a describir entre risas a las guapas caleñas y pereiranas, a las bellas de Medallo, entre ellas, su novia. Creo que ese recuerdo le hizo levantarse y decirme que regresaba al templo.
Estuve casi un mes en la selva, enseñando a varios grupos de ingleses y a mi regreso, vagando por la Chile, escuché que alguien me llamaba. Prashant sin su marca blanca entre las cejas y sin su túnica anaranjada, en una camisa y jeans, me contó que siguió frecuentando el restaurante y se hizo novio de Carmita. Pero una tarde, en que con ella se besaban y compartían unas salchipapas en la calle Mejía, se toparon manos a boca con el superior del templo Krishna y sin más, fue expulsado. Me dijo, con pesar, que ahora volvía a ser el simple Elkin Zuluaga. Mientras, Elkin Prashant bajaba por la Chile con su ropa dos tallas más grandes, el diablo de la culpa se agazapaba entre mis hombros y cuello. Yo fui el que le invitó al restaurante carnívoro, el que le presentó a Carmita, el que le brindó cerveza y marihuana... Ese diablillo comenzó a atenazarme la garganta. Viajé al río Tigre, esta vez con dos suizas, y a mi regreso, una Carmita lacrimosa me dijo, abrazando el menú, que habían terminado con Prashant y no sabía nada de él. Su destino solo lo conoce Krishna Om puniaia namah, le dije, por decir algo.
Por varios meses, entre la multitud de la calle Chile ya no se veía al delgado jovencillo de la túnica naranja, hasta que un día lo vi en la Plaza Grande, saltando alegre entre sus condiscípulos. Sus superiores le perdonaron, le enviaron a un retiro en Baños y de misión a Cuenca. Sus manos seguían llenas de incienso y de seguro sus bolsillos vacíos de monedas, pero sus ojos brillaban con alegría. En un par de días iría para Colombia, quizás vería a su mamá. Con un abrazo despedí a otro de esos hermanos que me habían regalado las calles del centro de Quito y décadas después, me pregunto si será todavía Prashant o Elkin Zuluaga, o ambos dos. Quizás ya dejó de ser entre los suburbios de Metrallo. Eso solo lo saben él mismo y el poderoso Sri Krishna om sanatanaia namah.
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