Friday, July 01, 2016

Post oniria




Anoche soñé con T. En el delirio onírico yo me encontraba al final de una fila inmensa y ella aparecía; estaba apurada pero se acercó a decirme que me espera en una hora en “Manos”, su taller de cerámica. Le digo que no sé donde está y me dicta un número: 572412; lo copio y se marcha a toda prisa. Entonces despierto. Reflexiono acerca del por qué soñar con ella, a quien no veo desde hace más de dos décadas. En la cama, mirando como el amanecer rasga levemente las cortinas, me pongo a recordar los días que compartimos.

Yo tenía 18 y comenzaba mis pininos en el teatro. A nuestro local de ensayo llegó una tarde T con su amiga Lala. Ambas eran estudiantes del último curso del Colegio de Artes. Lala era amiga de nuestro director, una chica menuda y desinhibida, en tanto que a T se la notaba tímida. Mientras Lala conversaba con su amigo, T abandonaba su mirada en los lejanos confines que aparecían a través de la ventana del sexto piso. Desde mi rincón, ella me parec la versión humana de un cervatillo o de una venadita joven, era delgada y alta, tenía piel canela, grandes ojos negros, levemente achinados y una nariz larga que terminaba en una graciosa puntita redonda. Los otros actores, atraídos también por la presencia etérea de la joven mujer, le hacían preguntas que ella respondía con una palabra apenas audible y a veces con una sonrisa que no quería escapar por completo.

Meses después pude verla de nuevo en uno de los festivales del ágora, que en ese tiempo abundaban. Estaba con la misma mirada perdida, esta vez dirigida hacia el escenario. Por suerte ya me había zampado varios canelazos que me impulsaron a acercame. T me miró y sonrío con su discreción característica, le invité un trago en el pequeño vaso de plástico y  en el intervalo entre artistas, inicié la conversa trivial. El show culminó con un castillo lanzando fuegos artificiales y me animé a besarla, como si el estruendo pudiera ocultar el breve chasquido de labios, como tomándola por sorpresa, mientas se distraía con las luces. Ella cerró sus ojos de gacelita y delicadamente abrazó mi espalda alargando el besuqueo.

Vivíamos en el mismo barrio y en medio de la noche repleta del sabor a canela, seguimos caminando y besándonos. Al regresar las cuatro calles que separaban mi casa de la suya, sentía la alegría en la panza al constatar que ella me eligió a mí, que no era ni el más audaz ni el más guapo del lugar. Podría ser que tenía una novia, pero podría ser también que ella, en nuestra próxima cita, me recibiera con palabras apenas audibles y una sonrisa que no quería escapar por completo.

En el zaguán de su casa, se lanzó a mis brazos y su boca buscó la mía con dulzura. Abrió su mano y me entregó un pequeño monigote de cerámica que en algo se me parecía. ¿Te gusta?, preguntó, sonreí y la abracé fuerte por toda respuesta.  Desde ahí nos veíamos un par de horas a la salida del colegio y la mayoría de veces en el zaguán de su edificio, donde el tiempo se iba raudo. Conversábamos sobre esos temas propios de un chico de segundo de universidad y de una chica graduándose del secundario, pero sobre todo aprendíamos a jugar con labios y lenguas, con los brazos y las manos, con el cruce de piernas. Acariciaba con curiosidad mis cabellos y yo rozaba los finísimos bellos de su antebrazo. Nos íbamos habituando al olor del otro y explorábamos su geografía. Un día mis labios se posaron en sus senos grecorromanos y en otro, mis manos fueron más allá... 

Los encuentros eran cada vez más apasionados, el ansia casi adolescente se desbocaba y encontraba como freno único la llegada de algún vecino del edificio. A las once, ella regresaba donde sus padres y yo bajaba las cuatro cuadras mareado, aun envuelto en su halo y sabores. En mi cama la oscuridad no se hacía completa pues la luz de los ojos de mi ceramista, seguía fulgurando hasta hacerme dormir.

Las tardes que no la veía, las pasaba haciendo serigrafías con Vicente, un amigo que migró de su nativo Tulcán para estudiar la universidad. Él estaba en el último año pero ya comenzaba su tesis y completaba la mesada paterna con trabajos de estampado. A veces me preguntaba por “la flaca” y reía escandaloso cuando le contaba sobre las interrupciones a nuestros acercamientos en el zaguán. Una ocasión me propuso prestarme su cuarto estudiantil. 

-      Te lo dejo por cuatro horas, tómate tu tiempo, la chica de seguro es virgen. Pero eso sí, dejas todo limpio…

La propuesta se instaló en mi cerebro como un clavo, y también en mi boca, pues cada vez que quería compartirla con mi colegiala, se atrancaba entre dientes y garganta. Al preguntar a Vicente  cómo hacerlo, me aconsejó: 

-       No digas nada, mañana después del colegio solo la llevas. Toma la copia, tienes cuatro horas. Regreso a las seis y para no avergonzarla, creo que es mejor que salgas antes. Ah, y deja todo limpio.

Al llegar no preguntó nada y cuando cerré la puerta a nuestras espaldas, me besó apasionadamente y comenzó a abrir mi camisa. “Tómate tiempo”, resonaba en mi cabeza. Jugamos como siempre, pero esta vez desnudos y horizontales, hasta que las manos morenas de mi venadita tomaron mi sexo y con delicadeza lo colocó en el suyo. Sus ojos entrecerrándose  y volviéndose a abrir me decían que fuera despacio, las muecas de dolor placentero subrayaban el pedido, hasta que sus manos empujaron mis glúteos, mientras un suspiro confundido en un “te quiero” nos sublimó a ambos.

¡Así es que eso era hacer el amor! Besarse, acurrucarse, lamerse, dejar que el mundo dejara de importar ante esa liviandad magnífica. Irse y volver en ese universo formado por los efluvios que inundaban la pequeña habitación y que quizás escapaban por sus rendijas hasta colarse por todos los confines del barrio San Juan.

Cuando llegó la hora de partir, arreglé el desorden y vi que la mancha de carmín había trascendido mis sábanas. Eran casi las seis, debía apurarme para evitar avergonzarla. Tomé una hoja del escritorio,  la empapé en agua y froté logrando algún resultado, hice lo mismo con otra y con otra más, y cuando casi no quedaba evidencia, tendimos la cama de Vicente y nos marchamos. Media cuadra más allá mi amigo paso a nuestro lado, fingió no conocerme, y solo me lanzó una sonrisa taimada.

A la tarde siguiente Vicente abrió fríamente la puerta del taller de serigrafía. 

-        Te fue bien ¿no?, me dijo.
Respondí afirmativamente, y le mostré con un metrallazo de palabras mi agradecimiento; él levantó el bastidor y replicó sin bronca. 

-       Yo en cambio tendré que escribir de nuevo la última parte del capítulo cuarto de la tesis.

Eran los días en que dichos trabajos se hacían en máquina de escribir y ante mi reacción avergonzada, añadió: bah… tengo las ideas principales en un cuaderno. Ayúdame con el revelado.

Las semanas siguientes pedí las llaves a Carlos, hasta una tarde en que con mi bella derrotamos a la vergüenza  e ingresamos por primera vez a una de las pensiones de la calle Salinas. Meses después habíamos pasado por casi todos los cuartos de todos los hoteluchos del sector.

Su ingreso a la Facultad de Artes y mudarse de barrio, marcaron un giro en la relación. Ya no era posible salir a pie, a las once de la noche, desde La Magdalena. Los encuentros vespertinos decayeron pues ella se quedaba en la facultad generando nuevas figuritas de cerámica a las cuales había encontrado mercado y por mi parte el tiempo se iba entre las clases, las tareas del partido y el taller de serigrafía que perfeccionaba su trabajo. Y poco a poco los encuentros fueron semanales, quincenales, mensuales, para después solo reducirse a diálogos telefónicos.

Comencé a tener amigovias, me conseguí un trabajo estable y me fui a vivir solo. Un día antes de navidad llegó a mi oficina con una tacita de cerámica con mi nombre y luego de la jornada laboral le propuse ir por un café. Ella repuso que mejor le hiciera conocer mi cuarto. Me contó que ahora tenía una microempresa con dos trabajadores y que no estaba segura de seguir perdiendo el tiempo en la universidad. Le pregunté si tenía novio y me dijo que tenía un socio, "con quien tonteaban…", pero subrayó: solo me acuesto contigo. Pensé que ese encuentro marcaría un retorno, pero me equivoqué, aducía no tener tiempo y muchas veces tampoco la encontraba por teléfono. A inicios del verano vino con un hermoso cenicero con nuestros nombres grabados dentro de un corazón y fuimos de nuevo a mi habitáculo.  Me dijo que su empresa iba viento en popa y pronto exportaría, que su socio ya era su enamorado, acotando con maldad inocente, es más bien mi esclavín. Mi amor eres tú.

Esos encuentros semestrales duraron tres años, venía con un regalo hecho por sus manos, cada vez más hermoso y solo perdimos el contacto cuando me fui del país. La llamé por teléfono y me dijeron que su familia había dejado esa casa. A mi regreso, me enteré que se había ido a vivir a Suiza. 

Me pregunto qué pudo pasar si ya se hubiese inventado el internet.

Han pasado 20 años desde el último verano que nos vimos y no sé por qué tantos años después se aparece en mis sueños. Quizás para recordarme que tengo una deuda con nuestra historia y que debo pagarla en un relato. Elucubro desde mi vanidad que tal vez en algún rincón de la sala de un hogar suizo, hay una figurilla de cerámica que reproduce mis rasgos a la perfección.


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