Anoche
soñé con T. En el delirio onírico yo me encontraba al final de una fila inmensa
y ella aparecía; estaba apurada pero se acercó a decirme
que me espera en una hora en “Manos”, su taller de cerámica. Le digo que no sé
donde está y me dicta un número: 572412; lo copio y se marcha a toda prisa. Entonces
despierto. Reflexiono acerca del por qué soñar con ella, a quien no veo desde hace más de dos décadas. En la cama,
mirando como el amanecer rasga levemente las cortinas, me pongo a recordar los días que compartimos.
Yo tenía 18 y comenzaba mis pininos en el teatro. A nuestro local de ensayo llegó una tarde T con su amiga Lala. Ambas eran estudiantes del último curso del Colegio de Artes. Lala era amiga de nuestro director, una chica menuda y desinhibida, en tanto que a T se la notaba tímida. Mientras Lala conversaba con su amigo, T abandonaba su mirada en los lejanos confines que aparecían a través de la ventana del sexto piso. Desde mi rincón, ella me pareció la versión humana de un cervatillo o de una venadita joven, era delgada y alta, tenía piel canela, grandes ojos negros, levemente achinados y una nariz larga que terminaba en una graciosa puntita redonda. Los otros actores, atraídos también por la presencia etérea de la joven mujer, le hacían preguntas que ella respondía con una palabra apenas audible y a veces con una sonrisa que no quería escapar por completo.
Meses
después pude verla de nuevo en uno de los festivales del ágora, que en ese tiempo
abundaban. Estaba con la misma mirada perdida, esta vez dirigida hacia el
escenario. Por suerte ya me había zampado varios canelazos que me impulsaron
a acercame. T me miró y sonrío con su discreción característica, le invité un
trago en el pequeño vaso de plástico y
en el intervalo entre artistas, inicié la conversa trivial. El show
culminó con un castillo lanzando fuegos artificiales y me animé a besarla, como
si el estruendo pudiera ocultar el breve chasquido de labios, como tomándola
por sorpresa, mientas se distraía con las luces. Ella cerró sus ojos de gacelita
y delicadamente abrazó mi espalda alargando el besuqueo.
Vivíamos en el mismo barrio y en medio de la noche repleta del sabor a canela,
seguimos caminando y besándonos. Al regresar las cuatro calles que separaban mi casa de la suya, sentía la alegría en la panza al constatar que ella me eligió a mí, que no era ni el más audaz ni el más guapo del lugar. Podría ser que tenía una novia, pero podría ser también que ella, en
nuestra próxima cita, me recibiera con palabras apenas audibles y una sonrisa
que no quería escapar por completo.
En
el zaguán de su casa, se lanzó a mis brazos y su boca buscó la mía con dulzura.
Abrió su mano y me entregó un pequeño monigote de cerámica que en algo se me
parecía. ¿Te gusta?, preguntó, sonreí y la abracé fuerte por toda respuesta. Desde ahí nos veíamos un par de horas a la
salida del colegio y la mayoría de veces en el zaguán de su edificio, donde el
tiempo se iba raudo. Conversábamos sobre esos temas propios de un chico de
segundo de universidad y de una chica graduándose del secundario, pero sobre todo aprendíamos
a jugar con labios y lenguas, con los brazos y las manos, con el cruce de
piernas. Acariciaba con curiosidad mis cabellos y yo rozaba los finísimos
bellos de su antebrazo. Nos íbamos habituando al olor del otro y explorábamos
su geografía. Un día mis labios se posaron en sus senos grecorromanos y en otro,
mis manos fueron más allá...
Los
encuentros eran cada vez más apasionados, el ansia casi adolescente se
desbocaba y encontraba como freno único la llegada de algún vecino del
edificio. A las once, ella regresaba donde sus padres y yo bajaba las cuatro cuadras mareado, aun
envuelto en su halo y sabores. En mi cama la
oscuridad no se hacía completa pues la luz de los ojos de mi ceramista, seguía
fulgurando hasta hacerme dormir.
Las
tardes que no la veía, las pasaba haciendo serigrafías con Vicente, un amigo que
migró de su nativo Tulcán para estudiar la universidad. Él estaba en el último
año pero ya comenzaba su tesis y completaba la mesada paterna con trabajos de
estampado. A veces me preguntaba por “la flaca” y reía escandaloso cuando le
contaba sobre las interrupciones a nuestros acercamientos en el zaguán. Una
ocasión me propuso prestarme su cuarto estudiantil.
- Te lo dejo por cuatro horas, tómate tu
tiempo, la chica de seguro es virgen. Pero eso sí, dejas todo limpio…
La
propuesta se instaló en mi cerebro como un clavo, y también en mi boca, pues
cada vez que quería compartirla con mi colegiala, se atrancaba entre dientes y
garganta. Al preguntar a Vicente cómo hacerlo, me aconsejó:
- No digas nada, mañana después del colegio solo la llevas. Toma la copia, tienes cuatro horas. Regreso a las
seis y para no avergonzarla, creo que es mejor que salgas antes. Ah, y deja
todo limpio.
Al
llegar no preguntó nada y cuando cerré la puerta a nuestras espaldas, me besó
apasionadamente y comenzó a abrir mi camisa. “Tómate tiempo”, resonaba en mi
cabeza. Jugamos como siempre, pero esta vez desnudos y horizontales, hasta que
las manos morenas de mi venadita tomaron mi sexo y con delicadeza lo colocó en
el suyo. Sus ojos entrecerrándose y
volviéndose a abrir me decían que fuera despacio, las muecas de dolor
placentero subrayaban el pedido, hasta que sus manos empujaron mis glúteos,
mientras un suspiro confundido en un “te quiero” nos sublimó a ambos.
¡Así
es que eso era hacer el amor! Besarse, acurrucarse, lamerse, dejar que el mundo
dejara de importar ante esa liviandad magnífica. Irse y volver en ese universo
formado por los efluvios que inundaban la pequeña habitación y que quizás
escapaban por sus rendijas hasta colarse por todos los confines del barrio San
Juan.
Cuando
llegó la hora de partir, arreglé el desorden y vi que la mancha de carmín había
trascendido mis sábanas. Eran casi las seis, debía apurarme para evitar
avergonzarla. Tomé una hoja del escritorio,
la empapé en agua y froté logrando algún resultado, hice lo mismo con
otra y con otra más, y cuando casi no quedaba evidencia, tendimos la cama de Vicente y nos marchamos. Media cuadra más allá mi amigo paso a nuestro lado,
fingió no conocerme, y solo me lanzó una sonrisa taimada.
A
la tarde siguiente Vicente abrió fríamente la puerta del taller de serigrafía.
- Te fue bien ¿no?, me dijo.
Respondí
afirmativamente, y le mostré con un metrallazo de palabras mi agradecimiento; él
levantó el bastidor y replicó sin bronca.
- Yo en cambio tendré que escribir de
nuevo la última parte del capítulo cuarto de la tesis.
Eran
los días en que dichos trabajos se hacían en máquina de escribir y ante mi
reacción avergonzada, añadió: bah… tengo las ideas principales en un cuaderno.
Ayúdame con el revelado.
Las
semanas siguientes pedí las llaves a Carlos, hasta una tarde en que con mi bella derrotamos a
la vergüenza e ingresamos por primera vez a una de las pensiones de la calle
Salinas. Meses después habíamos pasado por casi todos los cuartos de todos los
hoteluchos del sector.
Su
ingreso a la Facultad de Artes y mudarse de barrio, marcaron un giro en la
relación. Ya no era posible salir a pie, a las once de la noche, desde La Magdalena.
Los encuentros vespertinos decayeron pues ella se quedaba en la facultad
generando nuevas figuritas de cerámica a las cuales había encontrado mercado y
por mi parte el tiempo se iba entre las clases, las tareas del partido y el
taller de serigrafía que perfeccionaba su trabajo. Y poco a poco los encuentros
fueron semanales, quincenales, mensuales, para después solo reducirse a diálogos telefónicos.
Comencé
a tener amigovias, me conseguí un trabajo estable y me fui a vivir solo. Un día antes de navidad llegó a mi oficina
con una tacita de cerámica con mi nombre y luego de la jornada laboral le propuse
ir por un café. Ella repuso que mejor le hiciera conocer mi cuarto. Me contó
que ahora tenía una microempresa con dos trabajadores y que no estaba segura de
seguir perdiendo el tiempo en la universidad. Le pregunté si tenía novio y me
dijo que tenía un socio, "con quien tonteaban…", pero subrayó: solo me acuesto
contigo. Pensé que ese encuentro marcaría un retorno, pero me equivoqué, aducía
no tener tiempo y muchas veces tampoco la encontraba por teléfono. A inicios
del verano vino con un hermoso cenicero con nuestros nombres grabados dentro de
un corazón y fuimos de nuevo a mi habitáculo.
Me dijo que su empresa iba viento en popa y pronto exportaría, que su socio ya era su enamorado, acotando con maldad inocente, es más bien mi
esclavín. Mi amor eres tú.
Esos
encuentros semestrales duraron tres años, venía con un regalo hecho
por sus manos, cada vez más hermoso y solo perdimos el contacto cuando me
fui del país. La llamé por teléfono y me dijeron que su familia había dejado
esa casa. A mi regreso, me enteré que se había ido a vivir a Suiza.
Me pregunto qué pudo pasar si ya se hubiese inventado el internet.
Me pregunto qué pudo pasar si ya se hubiese inventado el internet.
Han
pasado 20 años desde el último verano que nos vimos y no sé por qué tantos años
después se aparece en mis sueños. Quizás para recordarme que tengo una deuda
con nuestra historia y que debo pagarla en un relato. Elucubro desde mi vanidad
que tal vez en algún rincón de la sala de un hogar suizo, hay una figurilla de
cerámica que reproduce mis rasgos a la perfección.
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