Atrás
habían quedado esos días de trabajo en el campo y el regreso cada
viernes a la ciudad. En esos días Martina me esperaba en el aeropuerto con
su alegre serenidad y sencillez, siempre bella en su camisa, jeans y
zapatillas, con su largo cabello castaño siguiendo la cadencia del
viento, eternamente desmaquillada. Apenas llegados a su casa, yo podía
sentir el olor delicioso de la comida y el vapor del agua caliente de la tina
de baño. Mientras me relajaba en esta, Martina iba a dar los últimos toques al
pastel de papa, para después regresar y cariñosamente lavarme el cabello,
entregarme la bata tibia e ir a cenar juntos en la cama. Días magníficos en los
que salíamos el lunes del lecho amoroso, otra vez hacia el aeropuerto, luego de
habernos apenas levantado a cocinar algo frugal o a destapar una botella de
vino, apenas cubiertos con viejas camisetas de dormir.
Esos
viernes de aeropuerto, eran el preámbulo de un fin de semana repleto de
felicidad, que a veces evitaba, al ceder mi cupo del avión a algún colega,
recibiendo por teléfono el reclamo triste de Martina.
–
Es que L tiene hijos, argumentaba. Le necesitan-.
-También
te necesito. Sos malo...-, era la frase que marcaba el inicio del
reclamo, que yo me limitaba a escuchar.
Me gustaba ser buen samaritano con mis colegas, pero también quedarme apoyando a los agricultores, disfrutando de la fiesta en algún recinto o simplemente yendo a la playa. Si ceder mi cupo de viaje semanal y no verla doce días, me traía problemas con Martina, compartir todos los días durante cuatro meses, tiempo que llevaba en Quito esperando por mi nuevo trabajo, también me los trajo en más graves dimensiones.
Estábamos
en un punto donde teníamos expectativas diferentes. Martina quería que vivamos
juntos y yo quería seguir en el campo, con mi preciosa relación de fin de
semana. Al poco tiempo de esa cotidianidad, Martina se molestaba por “quítame
esas pajas” y muy en su estilo de “tana testadura”, como se autodenominaba,
terminaba súbitamente la relación. Entonces, yo abandonaba la casa y una
vez pasada la primera impresión, me ponía terriblemente triste. Al día
siguiente miraba el teléfono como si fuera un gato arisco, sin atreverme a
tocarlo. Al tercer día lo acariciaba, sin que el orgullo me deje tomar el
auricular. Resistía como un adicto que no cede a la tentación y así pasaban
cuatro o cinco días, hasta que sucumbiendo al amor o a la adicción que tenía
por mi bella porteña, marcaba su número:
-Hola
Martina ¿cómo estás?
-Sho,
bien, ¿vos?, era su lacónica, autosuficiente y común respuesta.
-
Yo no estoy bien, Marti, te extraño, conversemos…
-Mirá
Alex, dejálo así, no tiene sentido…
-
Marti, mi amor, conversemos, no puedo dormir...
-
No…, sha no, bichito…
Y
yo insistía y Martina, quizás por mi voz temblorosa, o simplemente porque esos
diálogos post pelea se hicieron costumbre, aceptaba encontrarme en un café
cerca al puente del wambra. Siempre terminábamos besándonos, salíamos tomados
de la mano al entrar la noche e íbamos a su casa a echar el polvo de la
reconciliación. Ese magnífico, apoteósico, largo y repleto de dulzura polvo que
tienen todas las reconciliaciones en todas las latitudes del mundo, y que en
nuestro caso duraba hasta el amanecer, o si era viernes, repetía nuestros
gloriosos fines de semana post aeropuerto. En esos encuentros, luego de firmar
la paz, vivíamos del amor y del agua fresca, como dicen los franceses y
volvíamos a la realidad cansados, ojerosos, con una estúpida e imborrable
sonrisa...
Pero, unos días después, por cualquier cosa se dejaba escuchar la frase lapidaria, a veces acompañada de sus ojos verdes brillando al tratar de controlar las lágrimas:
-
Mirá, bichito de luz, vos y sho no funcionamos… dejémoslo ahí…-
Frase preámbulo para que yo
vaya a su armario por mis camisas y calzoncillos (cada vez más), los meta en
una funda de supermercado y comience mi proceso de despedida, que culminaba al
marcar su número telefónico.
En
esos meses casi desempleado, con dos amigos (poeta e ilustrador), coordinábamos
una revista literaria de tiraje mensual. Conocedores de mis conflictos de
pareja, uno de ellos me decía: ¿Cómo van las Malvinas? Y cuando estaba enojado
con la Martina, mi respuesta era: Mal… perdimos las Malvinas… Caso
contrario, respondía: ¡Las Malvinas son argentinas! Era un código
que en cualquier caso sacaba una risotada inicial al equipo, que culminaba el
trabajo con otra, al abrirse la primera botella de whisky.
Esas
reuniones, tenían para Martina una valoración acorde a nuestro estado de
pareja. Si estábamos mal, el "club colegial" seguía un simple guión:
“1. Llegan, se saludan efusivos. 2. Alex dice: ¡Gocie que lindo que dibujás!.
3. este dice: ¡Gato que poema más bello! 3. Este a su vez culmina: ¡Alex, que
lindo que escribís!. 4. En coro: ahora sí ¡a escabiar se ha dicho! Abren el
whisky y no paran hasta quedar en tremenda curda”. Si estábamos bien, el
colectivo literario (no colegial) era: “Un aporte a la literatura de esta
ciudad, que, esperemos en unos años, tenga un movimiento cultural, similar en
algo al que hay en Buenos Aires…”
Y
cada reunión era para mis amigos, un capítulo de telenovela. Normalmente,
después de unos whiskies, yo llamaba a Martina hasta gastar el saldo del
novedoso ladrillo-celular post pago. Con la segunda
botella, seguía la borrachera por las Malvinas perdidas y la
tercera comenzaba en el Swing… En otras ocasiones, luego de la primera me
tomaba un taxi hasta La Gasca.
-¡Bichito
de luz!, decía luego de una linda sonrisa, ¿querés comer? Acostáte, ¿cómo les
queda el nuevo número? Vení, me contás mañana. Ese recibimiento, el
ímpetu de la malta, sus ojos hermosos, y su cabello sedoso, sus labios
esperando mi beso y sus preciosas tetas listas para mi caricia me recordaban la
suerte de tenerla junto a mi. El amor que profesaba a esa mujer hermosa, la
pasión adicta que habíamos construido y mis 30 años, eran la mitad de nuestro
camino al paraíso…
Y aun se dieron unos meses más de ese círculo vicioso: adiós- teléfono- reconciliación- adiós. Serpiente que se mordía la cola, esperando con ansia el regreso al campo. Meses en que estaba expectante por mi futuro destino laboral: las tabladas de Manabí o las playas de Santa Elena, los barrios urbano marginales de Guayaquil, los manglares de San Lorenzo, La Tolita o Muisne en Esmeraldas… El retornar a ese amor cómodo de fines de semana, a las diarias llamadas cariñosas y mi promesa de no ceder el cupo del avión.
Sin embargo, el carrousel vital tiene sus giros interesantes y un jueves, el Gocie arribó a la oficina preguntándome - ¿Cómo van las Malvinas?, teniendo por respuesta: ¡Las Malvinas son británicas y se llaman Falkland! Pero esta es otra historia, otro alegrama.
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