Lo lloraron el rey y la reina, los príncipes y todos los miembros de la
corte. Desde las provincias e incluso desde
las comarcas aliadas y que se habían beneficiado de su creación, enviaron misivas luctuosas que resaltaban su figura y hasta regalos a la viuda y los hijos. Murió apaciblemente,
rodeado por su familia y amigos. Con el médico del rey en su cabecera, esperando
que el monarca no tomara su vida de curador, por no haber salvado la del genio. Afuera no había una multitud, pero los pocos transeúntes, aun
sabiendo lo que ocurría en aquella morada, disimulaban y apuraban el paso. Diversos
soldados de la guardia real resguardaban la casa donde Callínico de Heliópolis se despedía del
mundo.
Tres días duró el duelo y luego de esos tres días luctuosos, el joven rey Constante dispuso que por tres semanas la viuda y los cuatro huérfanos, dos varones mayores y las dos chicas aun impúberes, residieran en el palacio real. Cómo las órdenes se acatan y luego se discuten, la familia de Callínico ayudada de los siervos, trajeron sus ropas y utensilios indispensables. Vivían en las habitaciones reales y disfrutaban de las mismas comodidades de la corte. Un día antes de cumplirse la tercera semana, la viuda y el hijo mayor, se acercaron reverentes al joven rey para agradecerle la hospitalidad e informarle que querían regresar a sus respectivos hogares.
Constante II, risueño como él era, les dijo que gracias a lo entregado por el jefe de familia a Bizancio, decidió construir para sus descendientes una ciudadela,
cercana al palacio, en la cual vivirían. Al día siguiente, el mismo Constante con
un pelotón de soldados, escoltaron a la familia y estos apreciaron su
nuevo hogar. Una ciudadela más bien pequeña, que junto a sus murallas tenía dispuestos
sendos jardines, en el centro una hermosa fontana y alrededor un inmenso
galpón, dos casas grandes y una pequeña. Nada más. El galpón triplicaba en tamaño a las
casas grandes, cada una de ellas equipada con lo necesario para acoger a
una familia de cuatro miembros. En ellas vivirían los hijos mayores con sus
esposas. En la casa pequeña se habían dsipuesto tres dormitorios, para la viuda y
las hijas menores. Cinco carretas habían
cargado los bienes del finado Callínico y los de sus
hijos y esa misma noche ellos durmieron en sus nuevos hogares, sin que les faltase comodidad alguna.
Muy temprano, los nuevos residentes vieron el cambio de guardia en las puertas de la ciudadela y a las pocas horas, al mismo rey Constante con su escolta, quine invitó a la viuda y a los dos hijos mayores hasta el galpón, para que pudieran contemplar extasiados el interior. Adentro estaba todo el laboratorio de Callínico, los chicos notaron que las pipetas y las ampollas; el rincón del fuego y el del almacenamiento; los fuelles, las pinzas y alicates; las cubetas con materiales y hasta los limpiones estaban en el mismo orden que tenía en el viejo taller de su finado padre. El rey puso la mano en el hombro del hermano mayor, el asistente del padre y le dijo que desd ahora sería él quien cumpla las funciones del finado; su hermano menor sería su asistente y aprendiz. Dispuso que a la muerte del primogénito, el hermano sobreviviente tomaría por aprendiz a su sobrino mayor y asi se sucederían las generaciones, donde los hijos mayores de ambas ramas estarían consagrados a la tarea principal de Bizancio. Una vez cumplida la adolescencia, solo estos se quedarían a vivir en la ciudadela. Los otros varones saldrían para el servicio militar y las mujeres a formarse en las tareas domésticas del palacio, desde damas de compañía hasta cocineras según las aptitudes o los apetencias de la reina. Esa misma semana, un capitán anunciaó que las hijas de Callínico iríana vivir en el palacio, pudiendo visitar a la familia los domingos.
De esa manera el joven Constante II mantenía seguro el secreto de su arma más letal, cudidadosamente loogró que la fórmula de su composición quede exclusivamente en manos de los descendientes del ingeniero. Ese secreto terrible que el joven Callínico de Heliópolis, recibiera en Constantinopla desde Esteban, el más grande de los alquimistas de Alejandría. Preparado mortífero que trajera tantas victorias a los bizantinos y tantas muertes a los árabes. Sorpresiva y poderosa arma que permitió proteger por casi cuatro siglos las murallas propias y hundir las naves enemigas.
Por un poco más de cuatro siglos los luminosos, descendientes de Callínico de Heliópolis, fueron los únicos poseedores del secreto del temible fuego líquido y durante esas cuatro centuraias, fueron prefeccionando su poder del cual Bizancio tenía el monopolio exclusivo. Aquel fuego que se avivaba con las olas del mar y que podría dejar ciegos a los que le contemplaban, siguió aterrorizando a los árabes, en esprcial a su flota matírmia, que cada año dejaba cientos de barcos convertidos en cenizas en el Mediterráneo. Algunos investigadores chauvinistas, dicen que fue el fuego líquido de los Lambros el que impidió que Europa entera cayera bajo el dominio islámico.
Los luminosos, paradójicamente, siguieron en su condición durante 520 años más. En 1185, quedaron libres de su tarea, justamente dos años después de ser asesinado el rey Alexius II Commeno. En uno de los tantos asedios a Constantinopla, que parecía el ser definitivo, llegó la orden de Andrónico, tutor y matador de Alexius, que abrierar las puertas de la ciudadela. Cuando los luminosos se aprestaban a huir, muerieron bajo las espadas de los soldados y con su muerte se llevaron la fórmula del fuego líquido. Bizancio no podía permitirse que los Lambros cayeran en manos del enemigo, pero sin el fuego líquido, el reino apenas duró algo más de 250 años.
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