Luego de
varios años fuera, regresé al país y para mi suerte, estaba de inmediato invitado
a un festejo cumpleañero en un bar de “la zona”. La ciudad ya no era el pueblo
grande de hace unos años y como en cualquier metrópoli, “la zona” se engalanaba
con etnias y nacionalidades diferentes. Además de los cubanos pululando, en ese
entonces, la ola migratoria más fuerte, hindúes y pakistaníes regentaban varios
negocios de comida rápida. No pocas kufiyas musulmanas circulaban con el mismo
paso calmo que tienen en París o Berlín. Hablantes de inglés y
francés africano conversaban animados en la Foch,…
El bar tenía la misma esencia de aquellos que abandoné con mi partida. Sin embargo, no
era uno de esos espacios minúsculos, adecuados a fines de los 90 en las casas
de familias de clase media alta, en La Mariscal sesentera. Este era
un espacio amplio, con su barra elegante y una gran pista de baile cuadrada. De
algún lado surgió mi amiga Flavia con su locuacidad efusiva, recibió mi regalo
y me invitó a la mesa larga, en la que la homenajeaban.
Saludé
afectuosamente con algunos coetáreos, había varios conocidos de la universidad, otros eran miembros cercanos o lejanos
de ese círculo virtuoso/vicioso, promiscuo y fraternal que se había formado en la
clase media quiteña, antes de nosotros. Cuyos miembros, eran aquellos que por una
u otra razón se vincularon al arte, a la izquierda, a la intelectualidad, a la
bohemia… Desde la cabecera de la mesa, casi en su totalidad llena de seres en
sus últimos treinta, Tere, la madre de mi amiga, agitaba su mano en señal de
saludo, sin interrumpir su animada conversación con algunas señoras de su edad. Con una
deliciosa Pílsener, añorada a pesar de venir del país de las 3000 cervezas, me ubiqué entre Vitorino (nunca supe su nombre real) y Manuela. Me integraba
a un diálogo culto dirigido por mi amigo Gabriel, quien hizo una pausa para
presentarme efusivo y elogiarme generoso, lo que atrajo la atención de los que no me conocían,
desde la novelería que nos caracteriza. Gabriel siguió su digresión filosófica,
pero un par de ojos grandes, comenzaron a
mirarme directamente (¡Gracias Gabriel!). Era una muchacha en el inicio de sus
treintas que además tenía una nariz graciosa y unos carnosos labios que se
entreabrían en una sonrisa, mientras me preguntaba cuánto tiempo viví en
Bélgica. Sin duda ser medio desconocido tenía su encanto y su coquetería frontal
me ayudó a soltarme. Mientras Heidegger se colaba en la mesa invitado por
Gabriel, Lucía reía con mi relato sobre los personajes de la Gay parade de
Amsterdam.
Llegó la segunda
ronda de mojitos, la sala se llenó de Cheo Feliciano. Flavia, que nunca dejaba
escapar la oportunidad de mostrarnos sus aprendizajes dancísticos en Cuba, sacó
a Gabriel a la pista, haciendo que se evapore Heidegger, Vitorino hizo lo mismo
con Manuela . “Mi gato se está quejando que no puede vacilar…” Ese gato no seré
yo, pensé, e invité a Lucía a la pista. Me
di cuenta que era más bien pequeña, que sus ojos oscuros en
realidad eran verdes aceituna, que tenía una cintura de avispa, un par de
caderas anchas y un culo impresionante. También que no tenía mucho busto, pero mi
memoria hábilmente me trajo el consejo de De Moraes, para preferir
los pechos grecorromanos antes que los barrocos. Lucía gozaba de una cadencia
particular, sin ser una experta bailarina. Nos acoplamos a la perfección… Es
mi noche de suerte, pensé.
Cha cu cha
cuchu cu cha cuchá. Salsa vieja de los días juveniles en el Seseribó, con la
misma Flavia y con una gran fauna de jóvenes de todos los partidos de
izquierda, además de anarcos, nihilistas, hippies, desencantados amantes de
Ciorán, entusiastas degustadores de cocaína y hasta algún democristiano progre. Gozábamos del pegoso “Ratón” de Feliciano que ya no bailan esos jóvenes zurdos que
en estos 20 años volvieron al redil. “Esto si es serio mi amigo…”
Yo seguía
con Lucía disfrutando la salsa interminable. “Va! échale semilla a la maraca
pa’ que suene”. Estaba feliz de haberla encontrado, Junto a una columna,
comenzamos a besarnos. Ante mis ojos sus pechos eran capullos, pero al tacto fueron
flores de amplios pétalos. En la mesa ese par de carnosos labios provocaban, pero
al morderlos traían la oxitocina aderezada por el mojito. La cintura que por
poco cabía entre ambas manos, las cadera anchas… las hermosas nalgas… que
hacían la caricia interminable.
La música
paró y regresamos a la mesa. Contentos, lúbricos, ansiosos. Estaba
ya servida otra ronda de mojitos. Tere, al volver a su puesto pasó a mi lado:
- ¡Hey
Ale! ¿Y tú no saludas a las viejas? –
- ¡Qué dices
Tere! Nos abrazamos afectuosos, me conocía desde mis doce, cuando con su hija
éramos parte del rojinegro frente secundario. Tomó mi mano y me llevó a la
cabecera. El grupo de sus amigas había
crecido y reconocí a algunas de ellas.
-¡Bird, páxaros na testa! Ahora tienes tu barba y todo, jaja.
- Inesita,…
pero tú sigues igual.
- ¡Que va!
¡loco, no te he visto desde el 91! Desde que feneció el partido…
Inés, morena y locuaz seguía siendo
hermosa y seguía casada con “limoncito”, aquel jerarca bastante
estalinista, que siempre hizo honor a su apodo. Junto a ella estaba Silvia y
otra señora a quien no conocía.
De pronto, una mano haló levemente mi
coleta.
- Pero
si eres tú Ale, ¡como has cambiado!
Era Marta, con el cabello muy corto, sus
pícaros ojos negros, su figura grácil y diminuta, como siempre enfundada en un
traje elegante. Se fue antes del 91, consiguió un trabajo en la ONU y no vivió
la diáspora, la confrontación, la riña ideológica, el desencanto... Pero
tampoco la gloria de “bajarse del tren de la historia, para entrar en el andén de
la alegría”. Ni la posterior debacle económica del país, en que los militantes
más jóvenes, esos sin contactos, sobrevivimos haciendo mil oficios o
emprendiendo empresas que desde su plan eran fracaso, pero felices en medio de la
joda de trago pobre y teques de bareta compartidos.
Marta, que me doblaba en edad cuando la conocí, tenía ahora el
cabello plateado y cortísimo. La conocí en una fiesta en mis 17, recién integrado al zonal universitario. En su casa pequeña y elegante, ella era la anfitriona más generosa.
Ahí probé mis primeros tragos de whiskie. Una velada maravillosa, de la cual
Aníbal y yo salimos medianamente ebrios. Como se enteró de que vivía cerca, me
dijo que la visite cuando quiera.
-Será lindo verte pronto, vecino, me dijo antes
de cerrar la puerta.
Un miércoles, luego de la universidad, caminaba
por la avenida América y regresé a mirar al tercer piso del edificio. Su luz
estaba encendida.
- - Soy
yo, Alejo-
Marta estaba aun con su elegante traje de
oficina pero descalza. Nos sentamos en la sala y comenzamos a charlar de
política. Ella me escuchaba y sonreía, siempre sonreía, mientas escanciaba el
delicioso whiskie de botella labrada. Ahora pienso que le daba ternura escuchar
al radical y lampiño chico de rizos rubios y sus vicisitudes de la
política universitaria. Y lentamente, nos acercábamos en el sofá y asimismo, lentamente, comenzábamos a besarnos sin que dejara de sonreir. Me tomó de la mano y poniendo un dedo en sus
labios, me condujo a su habitación. Diecisiete años cruzaban por mi vida, como
dicen la poeta y el cantor de rockola y
Marta hizo que esa noche de mis 17 sea lo más parecido a la gloria.
Al despertar, ella conversaba con alguien en la
cocina. Eran casi las siete, ella debía ir al trabajo y yo a la universidad.
Tomé mi ropa y me dirigí al cuarto de baño. En la ducha buscaba la llave de
agua caliente, cuando se abrió la puerta de manera intempestiva. Nos miramos por
unos segundos, ambos espantados. Ella no me esperaba allí, era su
casa y yo el intruso. Sin embargo, no gritó. Era una niña mirando, quizás por primera vez, a
un hombre joven desnudo. En esos pocos segundos, ni ella se cubrió los ojos, ni yo atiné a
moverme. Pocos segundos de vergüenza que precedieron a mi cierre de cortina y a
su salida. Marta le decía a la niña que se apure. Apenas terminé mi baño rápido, escuché abrirse la puerta del edificio y miré a la niña subir al bus escolar. Al salir, Marta, siempre sonriente, me invitó
a desayunar y luego me despidió con un piquito.
- - Hola
Martita, ¡qué gusto! ¿Cuánto tiempo? ¿Sigues en Suiza?
- - No,
regresé hace dos años. Marta estaba contenta de verme. -Ven te presento a mi
hija… ¡Lucía!…
¡Uy! Sentí por un par de segundos de nuevo el frío
de la desnudez.
- -Ya
nos conocemos, mamá. Debí suponer que era tu amigo. Del difunto partido… ¿verdad?
A Lucía le agradaba que fuera amigo de
su madre. No podía imaginarse que era el mismo tipo lampiño que vio en la ducha
de su casa 22 años antes. Quizás, era mi pura paranoia y ella ni siquiera
recordaba ese capítulo. Pero yo sí. Yo recordaba e identificaba los infantiles ojos color aceituna inscritos ahora en una hermosa
mujer. Regresé a mi puesto. Gabriel, ante un público de no más de 7 personas, repasaba algo
de Angamben. Flavia, bastante ebria, se besaba con un corpulento veintañero. Por debajo de
la mesa, Lucía tomó mis manos, al tiempo que me dijo que no podía pasar la noche conmigo,
pues debía manejar el auto, llevar a su madre a casa. Yo asentí comprensivo. Ella propuso escaparnos y regresar, yo le dije que no era necesario, que nos
veríamos al día siguiente.
En la cabecera, Tere se despedía de sus amigas,
Marta se acercó a la cumpleañera, quien sin soltar a su conquista, agradeció su que hayan venido. Se despidió sin ver el tibio beso que
compartimos con Lucía.
A las 11 de la mañana, Flavia y su amante salían felices de mi dormitorio. En la sala, Gabriel, nos contaba llorando los detalles de su divorcio reciente, tratando de buscar respuestas en Lacan. Vitorino fumaba, mirándolo espantado. Mi celular sonó, era Lucía. Puse el aparato en modo silencioso. El recuerdo de un par de ojos verdes, inscritos en una niña de 7 años, me impedían contestar. Me serví otro whiskie y continué escuchando el culto piscoanálisis de Gabriel. En la mesa, el aparatito se prendía y saltaba levemente.
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