A NOB
En ese entonces hablábamos por teléfono cada quince días. Era
un ritual que comenzaba el domingo, comprando unas tarjetitas de 3 euros que permitían
hablar a larga distancia luego de digitar un código. El lunes por la mañana el
corazón latía rápido esperando que sean las dos de la tarde, pues a esa hora, allá,
al otro lado del mundo, él estaría casi listo para comenzar su semana.
Contestaba Linda, generalmente cansada, estresada,
preocupada. Estudiaba su carrera de Leyes con una beca, trabajaba a medio tiempo
y ejercía sus abnegadas labores de madre. A través del auricular, yo le daba
palabras de ánimo y ella manifestaba sus miedos de no poder culminar la carrera.
De pronto decía: Noé ya está aquí.
Venían mis preguntas y sus respuestas
lacónicas. Yo comenzaba el monólogo, contándole sobre mi vida bajo el
gris del cielo, sobre las hojas rojas del otoño, sobre la nieve que se derretía
rápido... Cuando le preguntaba que había
hecho en la semana, despreocupado respondía: nada.
-¿Cómo es posible no hacer
nada en quince días? Imagino que jugaste con tus amigos, fuiste a nadar,
tocaste el trombón…
-Ah sí!, fui con mi madre a la piscina. Fui al curso de
esgrima. Ah! cierto vino mi abuela a visitarnos…
En esta llamada, el preguntaba por mi bicicleta, como si fuera una
mascota, aquella bicicleta de carreras, heredada por un amigo mexicano que
regresó a su país y que a pesar de ser muy alta para él, la usó varias veces el verano anterior en el que tanto
él como su madre quedaron enamorados de París. Verano de caminatas en Avignon y
retozar en el sur de Francia inundado por el amarillo resplandor de los campos
de girasol. Envueltos en el eterno olor a lavanda.
Casi un año después, él dijo que quería verme.
- -
También yo, te esperaba en el verano, pero
puedes venir cuando quieras. Solo me dices cuando, coordino con tu madre y te
compro el pasaje.
-
-En Halloween, me dijo.
- -
De acuerdo, organizaré mi trabajo para que
vengas desde mediados de Octubre…
-
-No, no quiero ir yo, quiero que vengas tú, acotó
con firmeza infantil. Quiero que vengas a pasar Halloween conmigo, que nos
disfracemos y salgas conmigo a jugar “dulce o travesura”. Quiero que mis amigos
te vean.
Luego me enteré, que desde siempre, ellos le preguntaban por mí
y él les respondía con la verdad: Mi padre vive en Bélgica. Cuando estaban en el
kínder, el tema quedaba ahí, pero a su diez años, los comentarios crecieron: Noé
no tiene papá. Pobre Noé con su padre imaginario. Se inventa un papá que vive
en Bélgica, al que nunca vemos. Noé miente…
Con un lagrimón en el párpado, terminé la llamada y compre
de inmediato el pasaje. Llegué el 29 de octubre y Saint Paul me recibió con ese
frío del infierno cantado por los mitos vikingos. Noé lo hizo con una gran sonrisa,
me llevó hacia unas calabazas y me entregó una navaja. Siguiendo la tradición comenzamos
a grabar en ellas la cara del monstruillo sonriente que ilumina su interior con
una vela. Cuando Noé se había dormido, Linda me dijo que la noche siguiente, tenía
una cita romántica. La mañana del 30 fui a dejar a Noé en el bus escolar y trabajé en mis asuntos. A las
6 Linda estaba lista para su cita y al mirarla pasó por mi mente ese verso de la
canción de Eric Clapton: Oh my darling you are wonderful tonight.
-Entonces me voy…
-Espera, creería que esa falda luce mejor con unos zapatos color
marrón.
-¿En serio? Respondía con ese acento propio de ella y que
nada tenía que ver con los estereotipos del gringo que masculla la lengua de Montalvo.
-Sí. Estos por ejemplo.
-Es verdad. Gracias.
Colocaba la cartera en el hombro, se despedía de Noé con un
beso y desde la puerta me lanzaba una sonrisa.
Apenas arrancó el auto, pedí a mi hijo que me ayudara a
arreglar el cuarto de su madre. Ya había hecho lo mismo con las otras habitaciones en la mañana.
Ella volvió a las 9, la cena estaba
servida y se le humedecieron los ojos. Me dijo que era la primera vez en más de
diez años que no tenía que llegar a casa a cocinar.
Y llegó la gran noche de brujas, esa que en ninguna parte
del mundo, como en los Estados Unidos, concita tanta emoción. Me acomodé la
chapela vasca. Ah, vas disfrazado del Che, dijo Linda. Pero en versión miope,
acoté.
Recordando mis días de actor de teatro, preparé maquillaje
blanco. Con cartulina hice un gracioso sobrerito bombín y maquillé a Noé hasta
convertirlo en un gracioso payasito. En la esquina nos encontramos con un
soldado del General Washington.
-Este es mi padre, dijo, mirándolo con la malicia de quien demuestra
su verdad.
Ryan, el soldadito
infantil me quedó mirando, y como para confirmar si yo era real, me
apretó la mano en el saludo. Luego vino un Frankenstein con su padre irlandés y
después un pequeño pirata Bengalí.
Nuestra pequeña bandita traviesa comenzó su recorrido por el barrio.
-
-Mucho gusto, soy el padre de Noé, decía sonriente
en cada casa que visitábamos.
Ante mi presentación Noé sonreía orgulloso. En ese Halloween,
él mostraba al mundo que jamás mintió. En esa noche de brujas, en la que el
frío venía con el viento y desde el asfalto, yo era la prueba de que Noé tenía
un padre. A veces el movimiento de su ceja afirmaba: ¡es real!, ¿lo ves? ¡tócalo!
No es ese ser imaginario que vive en la lejana Bélgica.
Yendo de casa en casa en pos de caramelos, veía a Ryan,
Sayed y Frank, compartir la felicidad de su amigo. A las nueve, comimos deliciosos amriti preparados por la madre de Sayed y a las diez regresábamos caminando
por la silenciosa Kewaunee Court. Noé se colocó en medio de sus padres, nos
tomó a ambos de las manos y nos miró a los ojos. Así, repleto de alegría regresaba
él a su casa, con el maquillaje descorrido, en esa tan diferente noche de brujas. A su lado, Linda y yo,
silenciosos, nos cuestionábamos muchas cosas.
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