Y cada vez que mires a donde sale el sol,
recuerda que en vez de lenguas de fuego
estuvo la mítica oscuridad espesa,
y donde rugen motores, hubo canto de pájaros.
Recuerda que esa porción que ocupa la petrolera
fue el hogar de guerreros y mujeres hermosas
que eligieron ser libres, lejos de la avaricia.
Ten en cuenta que allí estuvo un pueblo, ahora diezmado
por el rifle y las lanzas, por el cinismo y el dólar.
Era un clan que negó la redención de la cruz y la del ILV,
y en su herejía eligió internarse en la selva.
De a poco fueron cercados por su salvajismo,
que no entendía las bondades del dinero.
Fueron invisibilizados por los estudios del gobierno
por no ser ciudadanos.
Y su masacre, poco importó a la justicia,
quizás por que su sangre fertilizó el progreso.
Eran los hombres y mujeres de Taga y de Tarome,
los que desaparecieron entre las torres de exploración.
Ellos los que dejaron la vida para que se desarrolle la patria,
tal como antes lo hicieran sus hermanos mitayos,
mientras parían el país para el disfrute de tus abuelos blancos.
Y cada vez que mires los edificios nuevos y el asfalto
recuerda que allí danzó la desnudez magnifica,
y en ese sitio se tallaron las lanzas aserradas
que nunca más se harán...
Recuerda a Taga y a Tarome, los padres.
Repite: tagaeri, taromenani, los pueblos,
los clanes aniquilados que nunca más serán...
Foto: Entretanto Magazine
Wednesday, October 05, 2016
Monday, September 05, 2016
El salto
Estaba columpiándose como cuando tenía siete años, como un péndulo testigo
del tiempo, de ese ratón que carcome la vida de los hombres. Se impulsaba desde
el sillín al techo del mundo, mientras los gallos murmuraban la aparición del
día.
Feliz, ensimismado en el vaivén del columpio recorría su vida en las
subidas y bajadas. En el aire se sentía más contento que al ser premiado por sus méritos académicos, todavía más que cuando abrazó a su
primer hijo, más aún que la tarde en que ella se marchó llevándose el frío. Paciente y melancólico
partía en cada impulso del sillín hacia las estrellas que querían ocultarse y retornaba pletórico a rozar con las puntas de sus pies la tierra húmeda.
Era tan sencilla la vida columpiándose, mientras nacía el amanecer. Las piernas pateaban
con violencia el aire, generando el impulso. Asido a las cadenas, evocaba su
vida no muy feliz mientras iba hacia el cielo y retornaba a la tierra con las
memorias que más alegría le dieron. En un momento dado
pensó que podría desafiar a la física y dar vueltas, como un experto gimnasta haciendo mostas, alrededor del eje del
columpio de metal. Luego la fantasía
fue más allá y creyó que si saltaba, cuando la silla estuviera en su mayor altura, volaría como un águila. Eligió lo segundo y se soltó de las cadenas. Dejó la terrena desidia y se impulsó con la mirada puesta en las pocas nubes de
la mañana fresca.
A un metro del columpio se convirtió en un gorrión que se alejó raudo del parquecito barrial.
Los sábados a las seis de la mañana viene a posarse en la resbaladera y espera la llegada de los niños. Entre ellos, una chiquilla que le arroja miguitas de pan y le canta las mismas canciones que a su muñeca. El gorrión se acerca, se deja atrapar y mientras siente el calor de las manos infantiles, silba una melodía inentendible para la infantil carcelera. Cuando ella comienza con sus arrullos torpes, se calla y disfruta de la voz y de la dulce prisión de las pequeñas manos, recordando la mañana que saltó del columpio; ese día desde el que por fin se siente libre. El momento en que la niña decide abrirlas, él va de nuevo hacia las nubes y ella se maravilla viéndolo achicarse hasta ser un punto en el cielo. Ese rito simple que ocurre en el parque barrial cada sábado por la mañana, es su sola atadura.
Friday, August 05, 2016
Giannina
El
periódico me dice que el partido de un viejo político resurgirá luego de largos
años de silencio. En la foto de la noticia aparece el ex presidente,
acompañando a sus coidearios. De
inmediato viene a mi memoria el día en que éste ganó las elecciones y los hermosamente
tristes días subsiguientes.
Borja gana la presidencia y la capital muestra toda su algarabía. Excepto
yo, que desde mi ideologización de extrema izquierda, desapruebo al flamante
socialdemócrata. Estoy frente al televisor cuando me dicen que me busca Dany
Bond, un chico del barrio cuatro años más grande. Viene a invitarme al festejo de la
caravana motorizada y antes de que empiece con mi
letanía ortodoxa, me pide acompañarle; se encontrará con una chica que le gusta y ella irá con su hermana menor.
Más
bien movido por la solidaridad con el amigo y ante el aburrimiento televisivo de
un domingo por la noche, bajamos las pocas cuadras que nos separan de la avenida 10 de Agosto. Allí se nos acerca una muchacha repleta de alegría y Dany la abraza, es evidente
el interés mutuo. Caminamos hasta la esquina, donde nos espera una camioneta flanqueada por sendas banderas de color naranja. En el balde está una pareja y
otra joven mujer; solo cuando arranca la camioneta, Dany me presenta a Ximena y a
Giannina, la hermana menor. La impresión que me provoca la chiquilla me deja
estático; si no fuera por el salto que da la camioneta al arrancar, quizás no la
hubiera saludado con el tradicional beso en la mejilla. La
caravana motorizada avanza. En el balde las dos parejas corean con entusiasmo la consigna del partido ganador. Giannina mira a la
multitud y yo la miro a ella. Voy más bien silencioso, contemplando cada gesto
de la bella que va a mi lado con su camisa de cuadros. Como diría el flaco
Pérez, estoy entontecido por el amor. Espero
esos momentos en que la caravana se detiene para acercarme y sonreírle. Cuando creo
que podría escucharme, le lanzó las típicas preguntas que un chico de 18 hace a
otra chica de la misma edad. Es de Celica, vino a estudiar publicidad en la Universidad
y trabaja en el banco La Previsora, que casualmente queda a pocas
cuadras de mi casa. Punto para mí, pienso.
Es
la mujer más bella que he visto hasta entonces, aquel modelo de belleza deseado a fuerza de verlo en las portadas de las revistas y en los anuncios televisivos.
Largo cabello castaño y grandes ojos azules, nariz recta, y boca bien dibujada,
un rostro de santa o de virgen católica, que continúa en su metro setenta de
estatura. El tipo de mujer que he soñado está junto a mí. No tiene poses, como si no se hubiese percatado de su hermosura. Es atenta y
amable sin ser coqueta. Por mi parte, voy agotando la batería de preguntas y evito
que la conversación gire sobre ideología o las ciencias exactas del polítécnico
donde estudio. Me doy cuenta que me falta mucho de la cancha de Dany Bond,
quien a pocos metros está abrazando a la hermana mayor, encantada con
sus ocurrencias. El primo de las hermanas Burneo, nos acerca una “tocha” de Cantaclaro
y el paso del trago de caña por mi garganta es un alivio, porque además trae nuevas tramas
de conversación. Pregunto sobre Loja y Giannina me responde con una amabilidad que
va más allá de una guía turística.
Los
autos de la caravana se detienen, Borja se dirige a las masas.
Giannina lo mira con curiosidad y su hermana y primos con arrobamiento. Yo no
escucho nada, solo dibujo con mi mirada su perfil y con ella me acerco al brillo de sus ojos
azules. Dany Bond me guiña un ojo y yo discretamente pongo mi brazo sobre el
hombro de Giannina, quién al sentirlo me sonríe enigmática y vuelve a escuchar al
político. Borja termina su discurso y luego de la ovación, la familia lojana
dice que se marcha. Dany Bond besa los labios de la hermana mayor y Giannina me
da un beso cortés en la mejilla. En el segundo posterior le pregunto si tiene
un teléfono al cual llamarle y me dice que no. Bajamos de la camioneta y retorno
de mi sopor. Dany Bond burlón me dice que regresemos al barrio y yo le ruego que organice
una salida para los cuatro la semana siguiente. Dany, sin parar de sonreír, mueve la cabeza afirmativamente.
Llamo
a Dany el lunes, el martes y el
miércoles, Dany Bond en cada llamada me dice que está en la tarea encomendada.
El jueves voy hacia el banco La Previsora y pregunto por Giannina Burneo. Me informan
que es la secretaria del gerente, me tiemblan
las piernas y sin embargo, subo los escalones. Junto a la oficina del principal
están dos escritorios, el de ella y el de una señora mayor, ambas vestidas con el traje formal de funcionarias
de banco (ahora supongo que una aportaba la eficiencia y otra la imagen). Al
verme sale de su escritorio y sus torneadas piernas avanzan hacia mí. Hola, cómo
estás, me dice con una sonrisa luminosa. No le digo la verdad: que me moría de ganas de verla otra vez, sino que quiero abrir
una cuenta en esa institución. Me indica con quién debo
hablar para hacerlo y finjo escuchar las instrucciones. Cuando comienzo a tocar otros temas, la señora mayor le indica que el gerente la necesita
en su oficina. Se disculpa y me despide con cordialidad.
El
viernes Dany Bond me invita a salir con otra chica y su amiga. Le increpo por
la cita fallida y me arroja una risa malvada, acota que conversó con Ximena y
ésta le dijo que le parecí guapo a su hermana. El
lunes por la noche estoy merodeando la carrera de publicidad de la UTE,
buscando un encuentro casual en el receso. Le invito un café, que
lo toma apresurada pues debe regresar a clases. Te llamo mañana a la oficina, le
digo. Camino las decenas de cuadras que me
separan de casa, con un dolorcillo punzante en el estómago.
Luego
de algunas breves conversaciones telefónicas, interrumpidas por los
requerimientos de su jefe, acepta mi invitación a salir después de su jornada
laboral. Estoy puntual en la puerta del banco, luciendo mis mejores galas. Ella
sale larga, torneada y hermosa; desde sus tacones es casi de mi estatura. Me regala
esa sonrisa que me derrite y vamos a las ensaladas Montserrat. Comienza el
principio del fin, con la burla de un conocido desde el bus. Era evidente que caminar
junto a ella, en lugar de hacerme sentir orgulloso, me ponía
incómodo. El mundo veía desfilar a la diosa, junto al rey de la timidez.
La
mesera nos presenta el menú y digo torpe que queremos dos ensaladas, lo correcto
era esperar a que ella decida. La mesera pregunta por algo más y respondo que
no. Quiero que se marche, que nos deje solos. Giannina serena dice, que ella quisiera
también un jugo de naranja. Tres errores en menos de dos minutos. Me doy cuenta
de ellos y me sonrojo. Hablamos sobre la universidad y el diálogo marcha bien,
mientras ella responde. Cuándo me pregunta, comienzo a desarrollar una digresión
imparable sobre trigonometría, que ella en un principio escucha atenta. Otra
vez veo que actúo como un tonto y me detengo. Ella pide mi opinión sobre el nuevo
gobierno y digo para mis adentros ¡bravo!
¡la política, es mi fuerte!. Pero desde mi ideologización ultra izquierdista,
la atiborro con un discurso sobre la lucha de clases, recalcando que el gobierno
será para la burguesía, como todos. Continúo con frases cliché y una retahíla panfletaria,
hasta que de nuevo advierto que la estoy cagando. Cuando me callo, replica desairada
que le gusta el presidente Borja y cree que hará un buen gobierno; que
tiene mucha esperanza, a pesar de lo que yo opino. Me mata, quisiera darme un puñetazo en la mandíbula. No sé qué más decir. Me sudan las manos, hay un silencio incómodo. Y desde la crisis nerviosa
rompo el mutismo con más ideología; ahora parezco un testigo de
jehová en versión marxista que proclama el advenimiento de los días de
igualdad para todos, luego del triunfo de la revolución popular armada. Ella abre más sus grandes ojos azules y deja por segundos junto a sus labios entreabiertos la cuchara de
ensalada (imagen que ahora me parece de lo más sexi) ¡La cagué otra vez! De pronto meto en mi boca sucesivas
cucharadas de fruta, ¡Cállate de una vez, imbécil! pienso. ¿Por qué no tienes
una décima del encanto de Dany Bond con las mujeres? me pregunto, mientras me atraganto con
la crema de mora. Siento que voy a llorar y respiro. Ella me mira
condescendiente, delicadamente se sirve los bocados del potaje, mientras yo comienzo a hacer
pedacitos la servilleta. Inicia una conversación sobre el clima, sobre el
verano que se avecina y las vacaciones. Ella irá a su natal Celica, yo miento
que iré a la playa y balbuceo unas cuantas cosas que ya no recuerdo. Hemos
terminado la comida. Me dice que tiene que ir a la universidad. Sonrío estúpido
y para mi mala suerte aparece un taxi que ella toma de inmediato. Como diría el
flaco Pérez: Mucha nave para tan poco capitán…
La
llamé varias veces las semanas siguientes, buscando una nueva cita, luego de escuchar los consejos de Dany Bond: "cuando estás con una mujer que te interesa, debes
escucharla, y lograr sutilmente que ella note que sus puntos de vista sobre el
mundo son absolutamente compatibles con los tuyos". No la volví a ver. Después me
enteré que le parecía guapo, que le parecía un tipo lindo, un bello idealista
romántico. Que le provocaba ternura. También supe que meses después se casó con
un primo lejano, en la Loja nativa.
Treinta
años después, mirando la foto de diario del ex presidente Borja, me pregunto
dónde estará ahora la hermosa Giannina Burneo. Pienso que esta vez sí podría encantarla
con mi conversación; pero si pudiera tener otra cita con ella, jamás la
invitaría a un local de ensaladas de fruta.
Friday, July 01, 2016
Post oniria
Anoche
soñé con T. En el delirio onírico yo me encontraba al final de una fila inmensa
y ella aparecía; estaba apurada pero se acercó a decirme
que me espera en una hora en “Manos”, su taller de cerámica. Le digo que no sé
donde está y me dicta un número: 572412; lo copio y se marcha a toda prisa. Entonces
despierto. Reflexiono acerca del por qué soñar con ella, a quien no veo desde hace más de dos décadas. En la cama,
mirando como el amanecer rasga levemente las cortinas, me pongo a recordar los días que compartimos.
Yo tenía 18 y comenzaba mis pininos en el teatro. A nuestro local de ensayo llegó una tarde T con su amiga Lala. Ambas eran estudiantes del último curso del Colegio de Artes. Lala era amiga de nuestro director, una chica menuda y desinhibida, en tanto que a T se la notaba tímida. Mientras Lala conversaba con su amigo, T abandonaba su mirada en los lejanos confines que aparecían a través de la ventana del sexto piso. Desde mi rincón, ella me pareció la versión humana de un cervatillo o de una venadita joven, era delgada y alta, tenía piel canela, grandes ojos negros, levemente achinados y una nariz larga que terminaba en una graciosa puntita redonda. Los otros actores, atraídos también por la presencia etérea de la joven mujer, le hacían preguntas que ella respondía con una palabra apenas audible y a veces con una sonrisa que no quería escapar por completo.
Meses
después pude verla de nuevo en uno de los festivales del ágora, que en ese tiempo
abundaban. Estaba con la misma mirada perdida, esta vez dirigida hacia el
escenario. Por suerte ya me había zampado varios canelazos que me impulsaron
a acercame. T me miró y sonrío con su discreción característica, le invité un
trago en el pequeño vaso de plástico y
en el intervalo entre artistas, inicié la conversa trivial. El show
culminó con un castillo lanzando fuegos artificiales y me animé a besarla, como
si el estruendo pudiera ocultar el breve chasquido de labios, como tomándola
por sorpresa, mientas se distraía con las luces. Ella cerró sus ojos de gacelita
y delicadamente abrazó mi espalda alargando el besuqueo.
Vivíamos en el mismo barrio y en medio de la noche repleta del sabor a canela,
seguimos caminando y besándonos. Al regresar las cuatro calles que separaban mi casa de la suya, sentía la alegría en la panza al constatar que ella me eligió a mí, que no era ni el más audaz ni el más guapo del lugar. Podría ser que tenía una novia, pero podría ser también que ella, en
nuestra próxima cita, me recibiera con palabras apenas audibles y una sonrisa
que no quería escapar por completo.
En
el zaguán de su casa, se lanzó a mis brazos y su boca buscó la mía con dulzura.
Abrió su mano y me entregó un pequeño monigote de cerámica que en algo se me
parecía. ¿Te gusta?, preguntó, sonreí y la abracé fuerte por toda respuesta. Desde ahí nos veíamos un par de horas a la
salida del colegio y la mayoría de veces en el zaguán de su edificio, donde el
tiempo se iba raudo. Conversábamos sobre esos temas propios de un chico de
segundo de universidad y de una chica graduándose del secundario, pero sobre todo aprendíamos
a jugar con labios y lenguas, con los brazos y las manos, con el cruce de
piernas. Acariciaba con curiosidad mis cabellos y yo rozaba los finísimos
bellos de su antebrazo. Nos íbamos habituando al olor del otro y explorábamos
su geografía. Un día mis labios se posaron en sus senos grecorromanos y en otro,
mis manos fueron más allá...
Los
encuentros eran cada vez más apasionados, el ansia casi adolescente se
desbocaba y encontraba como freno único la llegada de algún vecino del
edificio. A las once, ella regresaba donde sus padres y yo bajaba las cuatro cuadras mareado, aun
envuelto en su halo y sabores. En mi cama la
oscuridad no se hacía completa pues la luz de los ojos de mi ceramista, seguía
fulgurando hasta hacerme dormir.
Las
tardes que no la veía, las pasaba haciendo serigrafías con Vicente, un amigo que
migró de su nativo Tulcán para estudiar la universidad. Él estaba en el último
año pero ya comenzaba su tesis y completaba la mesada paterna con trabajos de
estampado. A veces me preguntaba por “la flaca” y reía escandaloso cuando le
contaba sobre las interrupciones a nuestros acercamientos en el zaguán. Una
ocasión me propuso prestarme su cuarto estudiantil.
- Te lo dejo por cuatro horas, tómate tu
tiempo, la chica de seguro es virgen. Pero eso sí, dejas todo limpio…
La
propuesta se instaló en mi cerebro como un clavo, y también en mi boca, pues
cada vez que quería compartirla con mi colegiala, se atrancaba entre dientes y
garganta. Al preguntar a Vicente cómo hacerlo, me aconsejó:
- No digas nada, mañana después del colegio solo la llevas. Toma la copia, tienes cuatro horas. Regreso a las
seis y para no avergonzarla, creo que es mejor que salgas antes. Ah, y deja
todo limpio.
Al
llegar no preguntó nada y cuando cerré la puerta a nuestras espaldas, me besó
apasionadamente y comenzó a abrir mi camisa. “Tómate tiempo”, resonaba en mi
cabeza. Jugamos como siempre, pero esta vez desnudos y horizontales, hasta que
las manos morenas de mi venadita tomaron mi sexo y con delicadeza lo colocó en
el suyo. Sus ojos entrecerrándose y
volviéndose a abrir me decían que fuera despacio, las muecas de dolor
placentero subrayaban el pedido, hasta que sus manos empujaron mis glúteos,
mientras un suspiro confundido en un “te quiero” nos sublimó a ambos.
¡Así
es que eso era hacer el amor! Besarse, acurrucarse, lamerse, dejar que el mundo
dejara de importar ante esa liviandad magnífica. Irse y volver en ese universo
formado por los efluvios que inundaban la pequeña habitación y que quizás
escapaban por sus rendijas hasta colarse por todos los confines del barrio San
Juan.
Cuando
llegó la hora de partir, arreglé el desorden y vi que la mancha de carmín había
trascendido mis sábanas. Eran casi las seis, debía apurarme para evitar
avergonzarla. Tomé una hoja del escritorio,
la empapé en agua y froté logrando algún resultado, hice lo mismo con
otra y con otra más, y cuando casi no quedaba evidencia, tendimos la cama de Vicente y nos marchamos. Media cuadra más allá mi amigo paso a nuestro lado,
fingió no conocerme, y solo me lanzó una sonrisa taimada.
A
la tarde siguiente Vicente abrió fríamente la puerta del taller de serigrafía.
- Te fue bien ¿no?, me dijo.
Respondí
afirmativamente, y le mostré con un metrallazo de palabras mi agradecimiento; él
levantó el bastidor y replicó sin bronca.
- Yo en cambio tendré que escribir de
nuevo la última parte del capítulo cuarto de la tesis.
Eran
los días en que dichos trabajos se hacían en máquina de escribir y ante mi
reacción avergonzada, añadió: bah… tengo las ideas principales en un cuaderno.
Ayúdame con el revelado.
Las
semanas siguientes pedí las llaves a Carlos, hasta una tarde en que con mi bella derrotamos a
la vergüenza e ingresamos por primera vez a una de las pensiones de la calle
Salinas. Meses después habíamos pasado por casi todos los cuartos de todos los
hoteluchos del sector.
Su
ingreso a la Facultad de Artes y mudarse de barrio, marcaron un giro en la
relación. Ya no era posible salir a pie, a las once de la noche, desde La Magdalena.
Los encuentros vespertinos decayeron pues ella se quedaba en la facultad
generando nuevas figuritas de cerámica a las cuales había encontrado mercado y
por mi parte el tiempo se iba entre las clases, las tareas del partido y el
taller de serigrafía que perfeccionaba su trabajo. Y poco a poco los encuentros
fueron semanales, quincenales, mensuales, para después solo reducirse a diálogos telefónicos.
Comencé
a tener amigovias, me conseguí un trabajo estable y me fui a vivir solo. Un día antes de navidad llegó a mi oficina
con una tacita de cerámica con mi nombre y luego de la jornada laboral le propuse
ir por un café. Ella repuso que mejor le hiciera conocer mi cuarto. Me contó
que ahora tenía una microempresa con dos trabajadores y que no estaba segura de
seguir perdiendo el tiempo en la universidad. Le pregunté si tenía novio y me
dijo que tenía un socio, "con quien tonteaban…", pero subrayó: solo me acuesto
contigo. Pensé que ese encuentro marcaría un retorno, pero me equivoqué, aducía
no tener tiempo y muchas veces tampoco la encontraba por teléfono. A inicios
del verano vino con un hermoso cenicero con nuestros nombres grabados dentro de
un corazón y fuimos de nuevo a mi habitáculo.
Me dijo que su empresa iba viento en popa y pronto exportaría, que su socio ya era su enamorado, acotando con maldad inocente, es más bien mi
esclavín. Mi amor eres tú.
Esos
encuentros semestrales duraron tres años, venía con un regalo hecho
por sus manos, cada vez más hermoso y solo perdimos el contacto cuando me
fui del país. La llamé por teléfono y me dijeron que su familia había dejado
esa casa. A mi regreso, me enteré que se había ido a vivir a Suiza.
Me pregunto qué pudo pasar si ya se hubiese inventado el internet.
Me pregunto qué pudo pasar si ya se hubiese inventado el internet.
Han
pasado 20 años desde el último verano que nos vimos y no sé por qué tantos años
después se aparece en mis sueños. Quizás para recordarme que tengo una deuda
con nuestra historia y que debo pagarla en un relato. Elucubro desde mi vanidad
que tal vez en algún rincón de la sala de un hogar suizo, hay una figurilla de
cerámica que reproduce mis rasgos a la perfección.
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