Su anuncio no sorprendió a pocos, pero callamos, era una orden. El proceso a seguirse se transgredía por voluntad del líder, quien justificaba su decisión desde antiguos nexos de hermandad entre su familia y la del prisionero. Este no iría a vender su vida en un combate en la arena como los otros. Desde esa generosidad, solo comprensible a partir de los lazos de sangre, no solo se le ofrecía la oportunidad de que viva, sino incluso, de que este pueda escapar. Pero las órdenes del líder no se discuten, solo se acatan.
El líder se
acercó parsimonioso hasta el obelisco y convocó a sus comandantes. En una mano
llevaba un xiphos y en la otra una bolsa de cuero. Según el nuevo proceso, el
prisionero tenía la oportunidad de volver con los suyos si lograba llegar al
mar. Para esto debería correr hasta alcanzarlo y ahí lo esperaba una barca
pequeña. Sí el agua marina le tocaba hasta más arriba de los tobillos, él
podría nadar tranquilamente hasta la barca y alejarse con el rumbo que quisiera.
Sin embargo, no le sería tan fácil, tendría un perseguidor, alguien que debería
impedir que el prisionero llegue al agua, darle alcance y matarlo.
-Para hacer
el juego más interesante, dijo el líder, si el prisionero escapa, su
perseguidor será degradado y alguien tomaría su lugar en la comandancia.
No me
parecía justo que un joven desarmado fuese sacrificado como un cordero. Tampoco
que por un capricho del líder se degradara a un comandante. La prudencia no ha sido una de mis
virtudes y aun cuando solo era un simple jefe de pelotón, di a conocer lo que
pensaba. El líder me miró de reojo y me ordenó unirme al grupo que participaría
en el sorteo. Por mi atrevimiento, si el chico tocaba el agua, yo lo supliría en la arena. Si no lo
hacía, el lugar del séptimo comandante, muerto hace unos días, estaría ocupado.
Nos llamó por su nombre a cada uno y nos pidió introducir la mano en la bolsa.
El primer comandante mostró una piedrecilla blanca y lo mismo hizo el segundo. Pensé
que me llamaría al final, pero escuché mi nombre. Al abrir la mano, vi una pequeña
piedra negra. El líder arqueó las cejas complacido y dijo que era la voluntad
de los dioses haberme elegido. Tomó de mi mano la piedra en su lugar colocó la
espada corta de doble filo. El brillo del xiphos me hirió los ojos.
La
distancia entre el obelisco y el mar eran aproximadamente 40 estadios. El
prisionero era un hombre delgado, de unos 30 años, tendría un poco más de cinco
podes de estatura. Yo me acercaba a la cincuentena, era un paso más alto que el
muchacho, pero sin duda más pesado. Desataron al nervioso jovenzuelo, le
calzaron las sandalias y le entregaron un pequeño odre de agua.
-Él tiene
el agua y tú tienes el xiphos. Es justo-, dijo el líder, riendo con los ojos.
Cuando el
soldado golpeara su casco con la espada, el chico comenzaría a correr. Sólo
cuando este hubiera alcanzado la puerta, a un hippikon de distancia, yo podría
comenzar a perseguirle.
Los
comandantes y el líder subieron hasta la torre, mientras los pelotones miraban el espectáculo
improvisado. Solo después supe que todas las piedras de la bolsa eran negras.
Los dos primeros convocados, los más cercanos al líder, ya llevaban escondida una piedrecita blanca. Se buscaba el reemplazo de Glauco
y si bien cuatro de los seis comandantes sugirieron mi nombre, esto no fue del
agrado del líder, a quien no gustaba mi insumisión a su autoridad. Dejaron que el
azar decida mi futuro desde ese juego donde se mezclaban mis destrezas y la
voluntad de los dioses.
Vino el
golpe metálico y el muchacho salió raudo. Había cometido su primer error, me
dije. Comencé a alistarme y cuando el soldado golpeó otra vez el casco, partí
sabiendo varias cosas. Debería tener cuidado en no perderle de vista y mantener
hasta la mitad de la ruta la misma distancia entre ambos, acelerando y bajando la velocidad cuando él lo hacía. Mentalmente, mientras
lo vi correr, calculé su ritmo y por ende el que debía imprimir a mi carrera, tomando en cuenta la medida de sus pasos y el largo de sus piernas. Por
supuesto, no dejé pasar el hecho de que la adrenalina, surgida de su triste
situación era una ventaja adicional. Por mi parte, de manera gradual debía imponer un ritmo
ligeramente superior al suyo, pero sobre todo constante, para evitar una fatiga
prematura, cuidando caer en la desesperación cuando él pudiera acelerar. Pero
sobre todo, me repetí otra vez, poder visibilizar siempre y con claridad la larga y risada
cabellera castaña que se agitaba con el viento.
Pocos
estadios después de haber atravesado la puerta, pude ver al líder y a los
comandantes seguir atentos el recorrido desde la torre. Sabía que el muchacho
además de su juventud y la liviandad de sus carnes, me aventajaba en el agua. Sin
embargo, vi que acercaba el pequeño odre a sus labios con una continuidad no
aconsejable. Calculé que antes de llegar al veinteavo estadio, su odre se
habría consumido, justo, cuando según mis cálculos, la tierra comenzaba a
hacerse de pequeños guijarros que debían ser esquivados, a quizás tan solo, cinco
estadios del inicio de la arena que a esas horas del día era seca y hasta podía
estar todavía caliente. Mis casi 50 años que eran una desventaja física, eran
una ventaja experiencial.
El muchacho
era veloz, y yo debía forzar mi ritmo para cumplir mi cometido: visibilizar
claramente su cabellera castaña. Confiaba en que su agotamiento iría
proporcional a mi carrera constante. Confiaba en su desesperación y mi
disciplina. Un poco más allá del vigésimo quinto estadio el muchacho giró su
cabeza, no sé si logró mirarme, antes de tirar su odre. Verlo lanzar
la bolsa de cuero, me provocó envidia, se había deshecho de un peso
y yo sabía lo que esa sensación significaba. Me vino a la cabeza hacer lo mismo
con mi xiphos que me estorbaba luego de llevarlo de
mano en mano durante infinitas clepsidras. Corrí algunos diaulos entre los guijarros y el chico, al verme a casi 5 estadios de él, aceleró con entusiasmo.
Otra mala decisión, con ello, esquivaba la grava con dificultad y se hería
los pies, lo que haría luego más difícil su carrera en la arena caliente.
La arena disminuía nuestra la velocidad. Al ser el chico el primero en ingresar en ella , me permitió acercarme un poco más. Ahora estaba a menos de un hippikon de mi perseguido,
pero tenía la garganta reseca y los guijarros también habían hecho mella en las
plantas de mis pies. No dejé que mis pensamientos se fijaran en el agua que no
tenía. Tarea difícil, desde que pasé cerca del odre vacío. Al ingresar en la
arena y escuchar con más fuerza el mar chocando con las olas, me invadieron
pensamientos diversos, el desprecio al líder y a la vez la obediencia debida.
El asco de matar a un joven indefenso y el terminar en la arena de
combate si me negaba a ello. El pensamiento que no se asentaba con firmeza era el
verme declarado séptimo comandante, el reemplazo de Glauco. La arena dejaba de
quemar y gradualmente se sentía su frescura húmeda. El muchacho daba largas pero
espaciadas zancadas, sin duda, la cercanía a su triunfo le impulsaba con todas
sus fuerzas y el cansancio le retenía. El mar estaba tan cerca y por un momento se me ocurrió clavar el
xiphos en la espalda del chico lanzándolo como si fuera una daga, para así terminar
con nuestro sufrimiento y con el juego macabro del líder. Al final esto no iba contra
las reglas. Sin embargo, matarlo por la espalda me pareció cobarde y si bien yo
le tenía a un poco más de 500 podes de distancia, el cansancio también hacía
mella en mí y la arena que comenzaba a tornarse lodosa me hacía perder un timepo valioso. Solté la espada corta, abandonar casi dos minas de peso me ayudó a subir la velocidad, este era el remate
necesario que coincidió con el ligero traspié que dio mi perseguido.
Salté sobre
él. El viejo león cayó con todo su peso sobre el cervatillo. En un ágil
movimiento de lucha lo tuve inmovilizado. Al mirar su rostro, sucio por la arena, cubrirsede lágrimas, me vi a mí mismo, a su edad, como joven hoplita. Mientras
todo mi peso le inmovilizaba el cuerpo, una de mis manos asía su cabello y la
otra su garganta, la una halaba y la otra se mantenía paralizada como una tenaza inmóvil. Miré hacia la
ciudadela que a lo lejos aparecía diminuta.
El
movimiento de las olas del mar, única música de aquella mañana, se vio
interrumpido por una voz.
-¡Salud
nuevo comandante!-. A poca distancia de nosotros estaba el líder en su caballo,
flanqueado por su estado mayor.
El largo recorrido
desde el obelisco era una gran media luna y apenas nos perdieron de vista,
fueron por los caballos e hicieron el tramo más corto para comprobar por sí
mismos el final del juego.
El muchacho
lanzó un grito.
-¡Salud!,
casi comandante, espetó el líder.
Me
incorporé y levanté conmigo al chico sin solatarlo, mi brazo estaba alrededor
de su cuello, mi rodilla en su espalda y mi otra mano asía su larga cabellera
rizada. Caminé unos pasos hasta ubicarme a unos pasos del líder, para que
viera de cerca el rostro del condenado, para que mire que sin necesidad de arma
alguna rompía el cuello del infeliz y cumplía su mandato.
Pero al otro
lado estaba el mar y justo el momento en que la ola estaba más cerca, solté al
muchacho y con un puntapié en la espalda lo empujé hacía el volumen de agua que
se acercaba cadencioso. Ese instante fue magnífico. Fue inolvidable ver las
desconcertadas muecas del líder y de sus comandantes, muchas de ellas llenas de
rabia. Glorioso contemplar la llorosa mirada agradecida repleta de un impensado júbilo, mientras se adentraba en el mar. Yo mismo estaba pletórico, feliz de no
haberme traicionado. Triunfante.
Uno de los
comandantes alistó su lanza para ensartar al muchacho. Y yo grité con todas mis fuerzas:
-
¡El
chico ha tocado el mar! ¡Cumple tu palabra!
El líder
levantó la mano y respondió enfurecido. ¡Así será! Mañana tienes tu primer
combate en la arena.
Vi al chico
confundirse entre las olas, nadar con afán tratando de alcanzar la barca
prometida, que, sin embargo, no estaba atada a nada y que con la subida de la
marea, como si ya lo hubieran calculado se adentraba inexorable en el mar. Pude ver al muchacho hundirse y aparecer, vi también la proa de la barca, ocultarse
para asomar de nuevo. Luego solo miraba olas, enfurecidas olas que se tragaron a ambos. No
quedaban rastros ni mi perseguido, ni de la barca
que mostraba la baja calidad moral de mi líder.
El relincho del caballo que me llevaría de vuelta a la fortaleza, retumbó en mis oídos como la risa de un loco.