Friday, November 25, 2011

Preparativos
Se levantó temprano, luego de una breve ducha de agua fría, encendió la hornilla eléctrica y puso a hervir el agua para el café. Fue hasta su caja de herramientas, las sacó con delicadeza y comenzó ese día particular. Cada cierto tiempo miraba por la ventana las nubes grises que se movían lentamente y de vez en cuando, siguiendo las oscuras formas, recordaba su adolescencia cargada de poesía trágica y melancolía romántica. Estas se desvirtuaron con el tiempo y con el suicidio de sus contemporáneos, ubicándole definitivamente en la vereda opuesta a la de aquellos.

Sacudió el polvo de un trapo, lo untó con aceite y se puso a limpiar un par de tornillos y varios pistones.

Frunció la boca evocando sus primeros conflictos con la autoridad, el disfrute al incumplir la mayoría de las reglas y los severos y leves castigos recibidos. Sus primeras reacciones a la norma quizás nacieron en la formación religiosa y su ímplicita curiosidad por el pecado, y en la invasión gradual del hedonismo. Quizás desde que viera aquella página de revista, donde la foto de un tipo con ojos saltones y bigotes con su punta mirando al cielo, le decían que ser, es ser diferente.

La pava del café emitió el silbido de trencito de juguete, la tomó con el mismo trapo y se sirvió en un jarro de loza. Mientras bebía, se dirigió a la ventana y miró hacia abajo, donde varios trabajadores asentían las instrucciones de su superior. El grupo de hombrecillos en uniformes anaranjados, hizo brotar de su pasado las asociaciones y partidos a los que perteneciera y donde tan difícil se le hizo trabajar en colectivo. Más aún con las graduales decepciones que le causaba la estructura "unos mandan y otros hacen". El mejor servido es quien se sirve a sí mismo, fue el consejo campesino que le alejó de las manadas. Las letras que temprano, quizás demasiado, cayeron a sus manos cargadas de la lúcida esquizofrenia del filósofo de mirada perdida, le apartaron de los rebaños.

Volvió a la mesa, derramó otro chorro de aceite en el trapo y pacientemente comenzó a limpiar unos tubos, varios juegos de muelles, pernos, pasadores y brocales.

Cuando casi había terminado de preparar sus herramientas, los ruidos y colores diversos de la calle le indicaron que el entorno crecía en actividad. Antes de encender un cigarrillo, lo miró diciéndose mentalmente que no dejará de fumar. Le dio varias chupadas, tomó unas lentes y las acomodó en el sitio donde cumplirían su función.

Divisó a lo lejos el desplazamiento de un auto, con su figura central de punta en blanco.

Se dirigió con sus bártulos a la ventana, depositó el pucho en una lata de cerveza que fungía de cenicero y por largos minutos miró la calle, ahora llena de gente. Cuando el vehículo se hizo más visible, distinguió la figura central agitando los brazos. Desde las lentes vio con claridad la sonrisa del anciano de traje blanco. Con un delicado movimiento acomodó la herramienta, orientando el cañón del G36 hacia la sien derecha.

Ese pequeño movimiento de su dedo índice dio un paso importante en la homicida vereda por la que transita. Su primer magnicidio.

Friday, September 30, 2011

Alfaristas

A RBRB

Una fría mañana camino al colegio, reconocí a un condiscípulo de la veintiunava sección del primer curso del Mejía. Conversamos y supe que vivía dos calles más arriba. Roberto era un chico vivaz y dedicado, tenía la risa fácil y un leve acento norteño que pretendía ocultar, para evitar las chanzas. Fue él, quien en el barrio me presentó a otros amigos y sobre todo a mis primeras amigas, de las cuales él era el favorito.

El país había regresado a la democracia hace poco y los ideales revolucionarios se descolgaban en todos los relojes del secundario. Entre la novelería y el discurso radical de Santiago, un chico de quinto, me involucré a las actividades de la Brigada. Cuando cursábamos tercero, casi todo iba bien, excepto el país, que eligió como presidente a un matón plutócrata con felinas ínfulas. Mas, Centroamérica insurrecta, Silvio, Pablo y la música protesta en su apogeo, nos convencían de que un futuro mejor estaba a máximo dos décadas. En el país, AVC se mostraba con audaces acciones y en el barrio Santiago y “Bigotes”, ya graduados formaron un grupo de estudio, al cual Roberto, y yo entramos con entusiasmo: la C8.

Como nuestras familias no iban a la playa, los meses de verano transcurrían entre los manuales de Rius, las discusiones sobre el texto de Omar Cabezas y las lecciones de salsa que nos daba Bigotes. Desde la inexplicable desaparición de Santiago, Bigotes se erigió en nuestro jefe, y como siempre me tuvo ojeriza, un buen día decidió simplemente expulsarme, lo cual dolió, pero curó rápido, gracias a los ojos verdes de mi primera novia, a la canción de Charly García del mismo color y los fascinantes juegos electrónicos que por fin llegaron a mi calle.

Cursando cuarto, el tema C8 era del pasado, estaba fascinado con la geometría y mi habilidad para hacer caricaturas, pero por sobre todo, en plasmar mi amor secreto por una prima lejana, en una copiosa y mala producción poética. El clima del país se caldeaba cada día y el felino en el poder hacía gala de su prepotencia sin límites, ensañándose en especial con AVC.

Mi amistad con Roberto no había variado y en una de sus visitas me confesó su pertenencia a AVC. Un motivo de orgullo que significaba también tener la vida entre la cárcel y el cementerio. Me contó que cuando la C8 ingresó a la organización, Bigotes se quebró y pidió ser excluido. Me invitó a formar parte y mi primera tarea fue cortar 15 círculos de cartón.

Luego empezaron las jornadas de preparación física y fines de semana en el monte cargando palos de 9 libras. Después, el estudio del itinerario de un distribuidor de alimentos, el robo de placas en los parqueaderos y el cuidado de cierto material... Mi primera “panfletaria” fue un éxito y mi primer operativo, la toma de un barrio, para la cual me preparé con esmero, terminó antes de empezar, por una delación. En el colegio y en la casa mantenía el perfil bajo, lo que acrecentó la confianza que me tenía su madre y viceversa, hecho que nos facilitaba los permisos. Desde esa época tengo el sueño liviano, pues se me dijo que cualquier noche pasarían por mí. Todo iba en orden, hasta que una mañana previa al colegio, casi me trago la pasta de dientes, al escuchar en la radio que habían apresado a Santiago.

El año nuevo amaneció con las paredes gritando: “1986, derrotaremos a la oligarquía o moriremos. AVC”. La consigna se cumplió, llenando la crónica roja: Fausto, Ricardo, Gladys…

Apreció Roberto por mi casa, herido en un pie y emocionado me pidió sintonizar las noticias, que informaban sobre un asalto en el cual resultaron presos otros militantes.

El mes de Julio anunciaba la graduación e incurrí en mi primera borrachera magistral merodeando cantinas con mis condiscípulos. Esa fue la última vez que conversé con Roberto. No asistió a la graduación oficial del 22 de Agosto, pero unas semanas después, supe por mi madre que vino a verme con un brazo escayolado.

La última noche de septiembre me acerqué a la esquina del barrio, su ex novia y la mía, me contaron sobre el crimen del día anterior. No lloré de inmediato, sino en silencio, mientras escondía mejor sus encargos, que pronto fueron descubiertos.

Fui a su velorio y comprobé que lo habían fusilado. Fue un día como hoy hace 25 años.

Wednesday, August 24, 2011

Bicentenario de colonialidad
Ese día de verano estábamos con mi padre en Londres. Un compatriota suyo le llamó para decirle que en pocas horas su embajada celebraría los 200 años de independencia nacional. Atravesamos toda la ciudad y una vez en Elephant and Castle buscamos una dirección que no fue fácil de encontrar. Finalmente llegamos al local luego de dar algunas vueltas por el sector, era la sala parroquial de una iglesia, prestada a la Embajada del país de mi padre (una pequeña república sudamericana) para la celebración. El hecho de que una embajada solicite un local de iglesia a préstamo, me pareció triste, pero la vergüenza ajena me invadió, al ver que con 36 grados veraneros, la sala carecía de aire acondicionado y sus ventanas no podían abrirse.

Ingresamos y pude ver a cientos de latinoamericanos apiñados en la casa parroquial tratando de ver un espectáculo de danza desarrollado al pie de una tarima, al fondo de la sala. Poco a poco nos acercamos, de tal modo que desde mi pequeña estatura, pudiera disfrutar del baile andino. Además de los bailarines vistiendo coloridos trajes indios, me llamó la atención un señor gordo que lucía un sombrero de cowboy. Este tipo que reía escandaloso e interrumpía el espectáculo con sus gritos y comentarios vulgares, era a la vez reverenciado por todos. Su imagen me transportó a las fotografías de capataces serranos que alguna vez vi en los viejos álbumes de mi abuelo. Después supe que era el embajador.

También me sorprendió la larga fila de personas empujándose, reclamando por algo y que blandiendo un ticket se dirigían lentamente hacia una mesa que repartía viandas. Por mi padre supe, que los que hacían la fila accederían a un plato típico gratuito. Inocentemente comenté que sería más fácil, si se acercaran uno a uno, tomaran una porción de viandas y volvieran a sentarse. Mi padre solamente sonrío. Años después supe que su sonrisa subrayaba mi ingenuidad, pues si en ese espacio se aplicaba mi método, el primero en llegar se apoderaba de todas las viandas que podía.

Por el caluroso local, paseaban abanicándose las funcionarias de la embajada, todas pintadas el cabello de rubio, todas evitando con cortesía a los asistentes: humildes migrantes limpiadores de oficinas, cuidadoras de niños y viejos ingleses, albañiles... A veces les sonreían, pero a toda costa rechazaban el saludo con apretón de manos. Una se nos acercó y nos preguntó en inglés si es que mi madre era sudamericana, mi padre le respondió en español que él era su coterráneo y segundos después, con una hipócrita mueca, y como si no tuvieran temas en común, la rubia se separó de nosotros. Ahora estoy seguro que ella vino hasta nosotros solo porque mis rasgos nórdicos contrastaban con el resto de asistentes.

El maestro de ceremonias anunció la llegada de dos estrellas del fútbol que, según dijo: "jugaban en ese paraíso que es la primera división de la liga inglesa". El anuncio emocionó a los niños, quiénes chanceaban alegres, esperando a sus ídolos. Tenían listas las cámaras soñando en la imágen con su estrella deportiva, las libretas abiertas y los lápices aguzados, para los autógrafos. Arribaron los “ídolos de ébano” rodeados de seis gigantes guardaespaldas blancos, los que se abrieron paso a empujones. Uno de los chiquilines quiso asir la mano de un futbolista y éste se la retiró con asco, mientras en el podio el capataz-embajador, que con sus comentarios revivía las previas de un pugilato, les esperaba con los brazos abiertos. El chico rompió en llanto, su madre en impotentes comentarios rabiosos y mi padre avergonzado de otro capítulo de esa "conmemoración patria", me preguntó si quería regresar al hotel.

En la tarima, los futbolistas y el embajador bailaban reaguetón con algunas de las rubias funcionarias. Entendí que luego se rifarían dos camisetas autografiadas del “Birmingham City”, el equipo para el que jugaban los vanidosos futbolistas, quiénes en la tarima seguían actuando como machos alfa. Para entonces, ya estábamos en el metro cuyo bullicio contrastó con el silencio de mi padre.

Llegamos a Camden Town, donde contados ancianos punkies merodeaban a manera de souvernir. Una de ellos nos pidió una libra a cambio de posar en una foto. Mi padre y yo nos miramos, él le dio la moneda del dragón y continuamos caminando en silencio entre las calles repletas de locales comerciales.

Friday, July 29, 2011

La muerte finalmente le besó en la boca. Sin embargo, cuando paso frente a un ventanal, miro su estilo de andar. Cuando escribo estas líneas, detalles de sus manos. A veces, frente al espejo, percibo la forma de sus ojos y cuando mi hijo despierta, veo en mi niño, la misma luz que el hombre solía tener en su mirada.

Saturday, June 18, 2011

La cita
El Señor B entró a mi oficina y la sorpresa me sacó una nerviosa sonrisa de bienvenida. Luego se le unió su colega, buscaban a mi socio.
Les invité a tomar asiento, me disculpé por darles las espaldas y continué frente al computador. No tenía ninguna duda, era el Señor B el que estaba a pocos metros de mí. Llegaron de inmediato las imágenes de hace una década.
Su colega introdujo el tema del fútbol, comentando la desastrosa actuación de su equipo en la copa del mundo y el Señor B hizo hincapié en el error del técnico por no haber alineado a un jugador. Giré en mi asiento e imprudente dije que en efecto, Zanetti por su seguridad debió ser convocado, sin embargo, el Señor B hablaba de Verón y su capacidad como organizador del equipo. Coincidimos y lo comparamos con Simeone. Con Messi y todo, no tuvimos equipo, dijo. Creo que si ustedes clasificaban hubieran hecho un mejor papel, repuso. Halagué a la selección argentina, devolviendo el cumplido.
El Señor B y yo estábamos frente a frente y su colega formaba el tercer vértice del triángulo. Ya sabía que el Señor B era un buen tipo, lo supe desde el inicio mismo, diez años atrás, pero percibía por primera vez sus buenas maneras y su fino humor. En todos esos años, apenas si había cambiado, estaba casi como en esa noche en que lo vi entre la multitud.
Cuando el Señor B ingresó a la oficina no me preguntó el nombre. Creo que no me reconoció a pesar de las escuetas referencias que tiene de mi, no tendría como, pues incluso esa única vez que me vio con Ella a mi costado, el Señor B eligió no vernos, prefirió alejarse de nosotros y confundirse entre la masa que esperaba por un autógrafo.
Su colega dijo en voz alta la hora, yo me ofrecí a llamar a mi retrasado socio y el Señor B con amabilidad comentó que estaba acostumbrado a esperar. Ambos hicimos un par de bromas socarronas. No encontré el número de teléfono, y mencioné que desde mi regreso, me habían robado varias veces el celular. El Señor B me preguntó si yo era extranjero y lo negué. Arqueó una ceja y me preguntó en donde estuve. Al dar el nombre del país, sus ojos tomaron un brillo particular. Como si fueran fichas de una partida de Go, el Señor B movió las palabras, dio un giro a la conversación y quiso saber mi profesión. Era evidente que esa respuesta le confirmaría lo que Ella quizás le dijo antes o después de abandonarlo. Mi respuesta lo desencajó y me miró fijamente, quizás recordando el contexto y las razones que Ella le diera al dejar la casa marital. Mientras tanto, yo me concentraba en que salga bien mi impostura fingiendo no conocerlo y contestaba con naturalidad a todas sus preguntas. Empezamos a medirnos en pequeñas batallas de pausas y palabras.
Su colega miró por segunda vez el reloj y como escapando del duelo de palabras, me ofrecí a atenderlos. El Señor B contó sin entusiasmo sobre el negocio que lo había traído. Yo lo escuchaba, pero tenía en la mente la imagen de Ella, el rostro de la amada común. Quise saber de Ella pues sé que siempre se comunican, incluso cuando Ella estaba conmigo. No dije nada. Cruzamos otro ramillete de palabras superficiales y silencios profundos. En efecto, hablaban los silencios, como suele ocurrir en esos diálogos que no se dan entre hombres que compartieron una mujer.
Su colega pidió llamar a la secretaria y mientras ésta excusaba a mi socio ausente, yo evaluaba mi comportamiento frente al esposo de quién fuera mi amada.
El Señor B y yo nos levantamos de las sillas, nos acercamos y nos despedimos con cortesía.
Mientras el Señor B y su colega salían de mi oficina, creí ver en el ventanal el reflejo de la amada común.
No sé mucho de ella, solo que vive con otra mujer desde que yo la abandoné.

Thursday, May 19, 2011

Aonam

Nada se de mi pasado, poco de mi futuro.

Dicen que mi gente, fue traída por el blanco desde algún lugar del poniente y por éste transplantada en las orillas de los mil ríos que circundan esta selva. Nada sabemos desde ese día, quizás nos dieron un brebaje para borrarlo todo, a excepción de la iniciación guerrera.

Dicen que nací en el camino, mientras los hombres cumplían el mandato de los blancos. Los he visto desde que tengo memoria, con sus largas barbas y su palidez de muerte, con su pecho y sus manos forrados en encajes y metal. Manos peludas que poseen las nuestras y proceden a cortar las cabezas.

Mi padre trayéndolas de los cabellos y éstas rodando junto al fogón, es la primera imagen que recuerdo. El quejido lastimero de las mujeres violadas y el suspiro débil de los ancianos pasados a cuchillo, mis primeros sonidos.

Antes de la pubertad, ya vigilaba a los heridos y cuidaba de los huérfanos más chicos, hasta que me convertí en uno de ellos. El día en que los guerreros trajeron a mi padre, con el rostro desfigurado y ensartado por flechas con yagé, cambió mi destino. Seis lunas duró el ayuno al pie de la cascada, hasta la llegada del pani. Cuatro, la fiebre ritual del sapo amarillo donde mi padre danzaba con su mandíbula desgarrada.

Cuando me repuse por completo de los efectos del anfibio veneno, comencé mi tarea. Me uní a los que separan las cabezas de sus cuerpos y a los que conducen en filas de dos a tribus enteras hasta el puerto de los blancos. Por cada nueva camada, una caja de armas. Luego, surcar otra vez el gran río en sus inmensas barcazas, en pos de nuevos pueblos, los que transformados por ellos en cosas serán comprados por otros blancos.

Nada puedes hacer, me dijo la gran hormiga en una noche de ayahuasca. La profecía que el pani asignó a tu pueblo debe cumplirse: vivir sin pasado ni futuro, solo un presente de perro de guerra que corre sin parar por la selva.

Ahora que me han cosido la boca quizás me detenga.

Monday, April 25, 2011

Por un par de ojos miopes

En aquellos días, los viernes eran diferentes. Comenzaban con una cerveza a las cinco de la tarde, seguían con los generosos happy hours del bar de un amigo, se remataban en una romería de salsotecas, bares reaggue y a veces culminaban en un antro elegante de naciente techno, repleto de chicos ricos bailando como zombies al ritmo de la cocaína. Al inicio de la aurora sabatina, mis huesos reposaban junto a alguna fulana, o en el sofá de algún conocido. La descomunal resaca del sábado venía en la forma de un enano que desde la laringe martillaba el cerebro con violencia. Se hacía presente en las continuas incursiones al lavabo para disfrutar del líquido municipal, en los empellones a la borracha del costado o en la eterna lucha contra el angosto espacio del sofá que casi siempre impedía estirar las piernas.

El sábado que hoy vuelve a mi memoria, desperté en casa de mi padre, después de que mis hermanos me encontraron semidormido en un oscuro rincón de salsoteca. A las diez de la mañana, el mayor corrió las cortinas y el ardiente sol de la mitad del mundo me azotó inmisericorde el rostro. Me di cuenta que no me había derretido como un personaje de Stoker porque el enanito martillador, ahora alojado en alguna parte de las cervicales, descargaba sus golpes en el frontal. Mi hermano me dijo que iríamos a un concierto, mi molicie argüía no tener dinero, pero los menores me convencieron cariñosamente.

Nos dirigíamos a la plaza de toros, en aquel tiempo el coso adecuado para conciertos medianos. La multitud como enjambre de avispas y el sol, más fuerte al acercarse al cenit, eran los cómplices efectivos del martilleo incesante. A pesar de que bebí varias botellas de agua, me di cuenta que la depresión alcohólica había encontrado otra víctima. A tal punto que mientras mis hermanos compraron un six pack de cervezas, yo pedí una funda de leche.

Subíamos las gradas de la plaza para disfrutar del concierto de Cafetacuba. El sol seguía en ascenso y cuando creí que me desmayaría, sentí una brisa suave que me invitó a girar la cabeza. A mis espaldas, atravesando el ruedo y exactamente en los graderíos del frente estaba ella. También buscaba asiento con sus acompañantes, hasta que esa misma brisa la encontró, la forzó a mirarme y entonces distinguí por primera vez sus claros ojos miopes. Pedí a mis hermanos que bajáramos hacia los graderíos inferiores para acortar distancias y ellos accedieron. Ella, un gigante de gorra deportiva y una rubia con piercing hicieron lo mismo. Arrebaté la cerveza de mi hermano y la levanté hacia ella como si brindara, ella se acomodó los lentes, sacó de los bolsillos de la sudadera gris su manecita blanca y la agitó en un saludo coqueto. Algo ingresó por mi ombligo y como poseído pedí a mis hermanos ir al otro lado de la plaza, ante su negativa, fuera de mí, hice señas a la chica para que viniera, señalándole unos puestos vacíos a mi costado. Ella y su grupo rieron.

Los teloneros cerraron su presentación y el animador anunció con fanfarria a Cafeta Cuba, que después de breves saludos comenzó con uno de sus temas más movidos. El público de la plaza coreó la canción, mientras nuestras miradas miopes formaban una secante continua en el segmento circular de la plaza y pasaba sin interrupción frente al escenario. Cosme, el vocalista, daba brincos endiablados en la tarima y algunos osados saltaban a la arena para imitarlo. Vinieron otras canciones y de un lado al otro de la plaza iban coqueteos, lenguaje mímico, sonrisas y algunas de mis payasadas bobas que a ella le divertían de buena gana. El grupo de mosheros había crecido en la arena y ésta comenzaba a esparcirse como una lluvia dorada. Mi hermano menor decidió bajar y le seguí, ella volvió a mirarme y se dispuso también a dejar el tendedero. Mi meta no era moshear ni subirme al escenario, sino traspasar ese cúmulo de jóvenes frenéticos y alcanzar el otro lado de la plaza, ella hacía lo suyo. Los “Tacubos” incrementaban el furor juvenil y casi la totalidad de los graderíos bajó a la arena.

No la perdía de vista, pero no podía acercarme, nos separaba una muralla de jóvenes desenfrenados. Mis ojos no perdían la sudadera gris y de a poco mi miopía podía distinguir las hermosas facciones que, a veces eran cubiertas por un brazo, por una melena o por una chompa de cuero y metal. Como sumergidos en arenas movedizas seguíamos avanzando, enfrentando una multitud que nos llevaba hacia el escenario. Una lucha dual de dos miopes enamorados contra un mar de cuerpos y voluntades. Por fin estábamos a pocos metros, pude ver los lentes de marco dorado, y sus dientes pequeños en risita entusiasta, leí las letras anaranjadas inscritas en su sudadera gris: Kalamazoo y algo más. Cuando Cafeta Cuba comenzó su cover de Leo Dan junto a miles de voces de la plaza, nos tocamos las yemas de los dedos y mis suposiciones de que mi amada era gringa se confirmaron al oírla cantar casi a mi oído el coro mal escuchado: “Ay amor Vivino” me decía con la voz que en ese entonces me pareció la más dulce. Una fila de chiquillos tomados de la cintura se atravesó entre nosotros, y terminada la canción los espectadores se calmaron por un instante. Saludamos, me preguntó mi nombre y yo no pude oir bien el suyo, pues la gente empezó a pedir a gritos otra melodía, la última, tal como se acostumbra en estas latitudes. ¿Madeleine? repetí, ¡Caroline!, pareció que me decía otra vez. Mientras el conglomerado de personas nos movía como en un hula-hula, sabiendo que no podríamos escucharnos, sonreímos entontecidos y algo me movió a besarla. Metí mis brazos entre el trencito de rapaces, tomé sus manos y acercamos las caras, pude ver sus ojos entrecerrarse, sentí su olor y casi su beso, pues una descarga de la guitarra de Meme y un retumbar de batería reinició el mosh.

Nuestras manos se separaron y la multitud nos alejaba en direcciones opuestas. Como era la última canción, le grité que nos viéramos a la salida, ella inclinó la cabeza sin entender, se lo repetí en inglés y creí ver que asentía. Los melenudos girando en círculos nos separaban aún más, el baile desordenado ahora levantaba la arena como un siroco y su rostro se difuminaba entre la polvareda. Cuando se despejó un poco el paisaje sahariano, vi frente a mí a un punkie borracho zapateando. Ella había desaparecido.

Cafeta Cuba se despidió de la ciudad. El silencio se instalaba de a poco en el escenario, la gente regresaba de su catarsis, empolvada y feliz se dirigía a la salida, mientras yo me abría paso a empujones. Gritaba que tenía una emergencia (¡así era!), buscaba la sudadera gris, o sus ojos miopes bajo los lentes de marco dorado, sus rizos castaños o sus dientecitos pequeños. El logos griego me iluminó y deduje que más fácil sería buscar a su gigantesco amigo, al menos 20 cms. mas alto y su gorra de los Chicago Bulls, nada... Cuando alcancé la salida la busqué, hice un paneo de las calles dispuestas a normalizar su vida. Ningún rastro.

Regresé a la puerta del coso taurino, me subí en un arbolito y lo único conocido que divisé fueron mis hermanos… Les pedí que esperasen un poco y accedieron pacientes, hasta cuando salieron los hombres del overol gris encargados de la organización del evento. Cuándo era evidente que la plaza estaba vacía, mi hermana pequeña dijo que tenía hambre, mirándome con misericordia. Me ubiqué en el asiento posterior del auto y el enano martillador comenzó lentamente su labor de picapedrero, su golpeteo ahora se localizaba en la boca del estómago. Debo reposar, les dije al llegar a casa, creó que me dio insolación. En realidad no quería que me vieran llorar... Me arrojé a una cama, los ojos cerrados, el antebrazo en la frente, la mueca amarga en la boca y los pies colgando. El golpeteo había minado el diafragma y ahora punzaba el estómago. Estaba a punto de vomitar, cuando se hizo la luz...

No grité Eureka, pero me incorporé de un salto, la diosa Atenea se había apiadado de mí, y comencé a organizar las ideas: Ella era gringa, tenía una sudadera universitaria del Kalamazoo College y su amigo una gorra de los Chicago Bulls. En aquel tiempo, solo dos universidades ofrecían programas de intercambio en mi ciudad. Encontrarla no parecía difícil. El dolor de la insolación se había ido, lo que estuvo en la panza se acomodó en su sitio. Apretando los puños me repetía: ¡piensa, piensa, piensa! Iría hacia esas universidades y las recorrería hasta dar con mi amada miope… ¿Cuántos días me tomaría encontrarla? ¿Cómo coincidiríamos en tiempos y en espacios? ¡Que idea tan descabellada!, ¡Estúpido, piensa algo más!, me dije. Debes ir a la división de programas de intercambio de esas universidades y con algún pretexto acceder a las listas, localizar a las Madeleines y Carolines y buscarlas. Tomé una libreta y continué con la estrategia. Tienes que preguntar por las clases de temas latinoamericanos, español, antropología y todas esas cosas que los gringos vienen a estudiar acá… ¿Y si era más bien ingeniera o le daba a la medicina? Esa posibilidad me puso la piel de gallina…

El lunes siguiente estuve sentado en un curso de antropología del desarrollo, acompañado de 14 chicas norteamericanas, de las cuales 3 se llamaban Caroline y ninguna era la que yo buscaba. El jueves recorría los pasillos de la facultad de letras, con una traducción de García Márquez y un libro de Bashevis Singer, preguntando por Caroline y Madeleine, supuestas dueñas de los textos. ¿Madeleine Parker? dijo una gordita pelirroja. Sí, de Kalamazoo respondí. Ella señalo un árbol en el campus, a cuyo pie estaba sentada en pose de loto una chica de cabello castaño y sudadera gris. El corazón comenzó a latir con violencia, pero a medida que nos íbamos acercando bajaba sus revoluciones hasta casi detenerse... La pelirroja le mostró los libros y Madeleine Parker, no mi Madeleine, negó con la cabeza. La semana siguiente en las canchas de ambas universidades preguntaba por un chico de un metro noventa que usaba una gorra de los Chicago Bulls, y les mostraba el modelo con el toro rojo que había conseguido. La respuesta negativa seguida de gestos de extrañeza fue la constante. A la tercera semana, esperaba sentado frente a la puerta del curso de español académico, cuando sentí que algo me picaba en la mejilla. Era una lágrima…

Se hicieron tres en pocos segundos, entonces me levanté y comencé a bajar lentamente las gradas de los diez pisos, tomado del pasamano. En el séptimo, un jesuita me preguntó que pasaba, evidentemente las gotas saladas se habían multiplicado con velocidad. Le dije que se me perdió un libro y aceleré el descenso. En el segundo piso una anciana secretaria me miró azorada y me arrojé a sus brazos en un llanto desconsolado, alegué entre sollozos que había perdido el semestre… ¡lo perdí, lo perdí!, decía en ese tono que se vuelve incomprensible a fuerza de mezclar lágrimas y mocos ¡Qué voy a hacer!, repetía, mientras la gentil vieja me acariciaba maternal el cabello. Luego de que empapé su regazo, abandoné corriendo el edificio de la universidad. En casa, con el enano martillador visitándome sin resaca, lloré hasta quedarme dormido.

Han pasado 20 años desde esa tarde y desde entonces las chicas que usan lentes de marcos dorados me han puesto en alerta. Sin embargo, las memorias volvieron esta mañana en el aeropuerto. Mientras con mi mujer esperábamos a sus tíos, la hija más chica hizo su ingreso a la sala de arribos y vi en su pecho las tristes letras anaranjadas del College de Michigan. Súbitamente solté la mano de mi esposa y la estiré hacia el frente, por suerte nadie se dio cuenta y de inmediato disimulé un saludo.

Tuesday, March 22, 2011

Secuencia
Descubrieron muerto al único sefardita. Quedaban solo cinco.

Los ortodoxos y reformistas se miraron con desconfianza y a la vez mostrando complacencia.

En los días anteriores, en un orden hasta explicable, apareció un cadáver por día.

Primero fue el palestino y luego la pareja de gitanos. El afeminado blanco y el anciano negro, a día seguido. Casi una semana después el único judío-etíope.

Al siguiente amanecer, ante la sorpresa de algunos, encontraron otro muerto. Era uno de ellos, pero el único con ojos marrones.

Extraños designios de Dios.

Wednesday, February 16, 2011

Historia de amor

Yo sabía todo lo que pasaba con ella, pero nadie más lo sospechaba. Eran las tres de la tarde y ella comenzó a sudar otra vez. Había perdido la concentración, pero como su jefe la miraba fingió trabajar. Volvió al teclado, vio temblar sus dedos y aunque quiso correr al baño se detuvo. Escribió otra oración… Minutos después regresó con una sensación de placidez en las pupilas.

Samantha era hermosa y traía siempre el cabello recogido. Parecía muy tímida, hasta cuando su voz se dejó oir como un árbol cayendo. Entonces pensé dos veces en acercarme. Superé mi temor y a la semana siguiente la esperé en el pasillo. Sabiendo que la ventaja sería de quien primero dispare, le arroje con aplomo tres palabras ensayadas.

Muchos años después sigo viéndola sentarse lentamente, y de la misma forma abrir su decolorida bolsita de tela. Veo como se mete a la boca la pastillita verde que le cambia las pupilas. La recuerdo con su cabello recogido y desde entonces aferrada a las malditas pastillas verdes. Ahora saca también de la bolsita un líquido que entra de inmediato en su vientre con un pinchazo violento. Se acicala las gafas con coquetería y finalmente me mira. Desde el otro lado de la cama le regalo una sonrisa estúpida.

Sé que esta será la última noche que mi mujer duerme a mi lado.

Wednesday, January 19, 2011

Caballo loco

A: G

Mike estaba al otro lado del auricular diciéndome que me tenía una sorpresa. Cuando le pregunté detalles, acotó que no podía decirmelos por teléfono y ante mi invitación repuso que vendría con algo verdaderamente espectacular. Estaba eufórico, la emoción escapándosele como a un chiquillo pícaro.

Mientras yo seguía colgando algunas fotografías, escuché sus pasos de paquidermo en las últimas gradas y le abrí antes de que tocara la puerta. Después del rápido apretón de manos, él se acomodó en el sofá.

-Lo conseguí, Pacho, lo conseguí..., me dijo, mientras me regalaba una descalcificada sonrisa que se abría paso entre la hirsuta barba castaña. Luego arrojó un pequeño paquete en la mesa de centro.

Seguí colgando las fotos, y quizás mi reacción fue llena de excepticismo, por lo que él acotó:

- ¡La hicimos Pacho!, está acá, ¡lista!

Me acerqué hasta ubicarme junto a él, comenzamos a retirar la cinta de embalaje que sellaba el paquete compacto y quitamos con cuidado las varias capas de papel.

-Ya viene lista, ¡eh!..., recalcó nervioso. Sus ojos amarillos se posaban con avidez en el paquete que ahora mostraba su contenido.

-Arregla ese asunto, mientras termino con las fotos, mascullé entre dientes.

Mike comenzó la preparación y cuando estuvo lista me pidió que me acercara. Miré como se hacía con los ultimos detalles, le ayudé con la liga y el resto del instrumental y procedió con la inyección... La mueca de placer quedo latente por un breve lapso en su rostro hasta que comenzó a diluirse en los labios entre abiertos y el parpadear entrecortado. Entonces giró su rostro, sus pocos dientes color marrón se mostraron desde el éxtasis narcótico y balbuceó algo que no logré entender. Luego abrió lentamente su mano.

Tomé ambos instrumentos y clavé la aguja en mi vena hinchada. Nunca sentí algo parecido, era mejor que un orgasmo, sobre todo por la duración del estado gozoso. Algunos segundos después me pareció que el halo placentero iba también diluyéndose en mi rostro. Volví a mirar a Mike, quien trataba de que su inmensa humanidad se levantara del sofá. Cuando lo logró, pidió algo de tomar, o eso interpreté desde mi alucinación auditiva. Aturdido y con mucho esfuerzo logré alzar el brazo y señalar una alacena, mientras él encendía el aparato de música.

La música surgió estridente y los sonidos de las guitarras eléctricas se descolgaban poco a poco sobre las paredes de mi estudio. Mike se movía con una cadencia convulsiva y bebía el whisky a largos tragos. Me aproximé acesante, bebí también de la botella y ambos nos pusismos a bailar como posesos y a reir a carcajadas. En un solo de batería, Mike se tambaleó, se llevó la mano al pecho y cayó de espaldas. El golpe de sus 100 kilos en el suelo me despertó por completo, me acerqué, le sacudí y grité su nombre, le tomé de los cabellos y le di un par de cachetadas. Intenté con la respiración boca a boca y algo me dijo que podía ser un infarto, por lo que comencé a golpear su pecho sin lograr reanimarlo. Me acerqué al teléfono y marqué el 911 sin que nadie me constestara, vaya servicio de emergencias... Intenté con los teléfonos de varios amigos, uno estaba ocupado, el otro me dijo que me equivoqué y finalmente conté el problema a Consuelo. Me acerqué de nuevo a Mike y vi que estaba completamente morado, sin pulso. Estaba muerto.

Un hormigueo partió desde mi estómago, sentí que me faltaba la respiración y me paralicé. Un sabor salado me hizo dar cuenta de que estaba llorando, por mi mismo antes que por Mike. Supe que su suerte sería también la mía y me negué a ello. Pensé en ti. Me dirigí de nuevo hacia el teléfono dando pinitos, intuí que moverme rápido podía acelerar mi deceso. Mientras la grabación que pide esperar en la línea se dejaba escuchar, pude ver en el espejo de la cómoda mi rostro desencajado, las lágrimas abundantes mezclándose con la baba. Me espeluznó pensar que sería la última vez que vería mi cara y comencé a insultar a la imagen del reflejo, a insultar mi fatalidad y mi propia estupidez. Descargué un cabezazo que rompió los cristales y me cortó la frente. La operadora por fin me contestó y me pidió los datos del domicilio para ubicar el hospital más cercano.

Sé que todo será cuestión de suerte. Colgué, traté de serenarme y mientras me limpiaba la sangre divisé la grabadora del periódico. Mientras espero a los paramédicos y a Consuelo, solo se me ocurrió contarte estos momentos, estas palabras unidas a mis disculpas. Definitivamente no puedo respirar bien y ha comenzado una taquicardia que se acelera a cada segundo. Tengo que parar. Te quiero mi niña, quiero convencerme de que te veré otra vez. Espero que estas no sean las últimas palabras que te dirijo.