Tuesday, August 01, 2017

La Guaragua



El Guardia me dice que vaya a la Plaza Arenas, un singular mercado donde se puede encontrar todo, “desde un alfiler hasta un elefante”. En el ex coso taurino hay desde locales de comida, hasta ropa usada y discos de vinilo, pasando por servicios de reparación, mecánica y soldadura. Es el mercado de pulgas más antiguo de la ciudad, pero el maestro Tafur me dice que allí no tienen lo que busco y me envía a un local pequeño cerca de la Plaza del Teatro, por lo que necesariamente tengo que salir por la Calle Galápagos.

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjyIv4tQrBLW7NVHigbuGDaJCgLE1jPKtlpvTVPFf2hrTOPZ0R0tay8kvLL4YtnenJploy5KsybGj13kc33m6OPwHI5ne1Rb2GWXKA2rfLwV4Eew3nzJm53ZopdgD1UOxFp_FNNA/s1600/DSC04988.JPGEn ese tramo, la calle es una escalinata que termina en un arco. Pocos saben que esta es la famosa Guaragua, aunque la canten en el pasacalle más famoso en las Fiestas fundacionales de la ciudad. Apenas me ubico en la escalinata para descenderla, algo me mueve a mirar a mi lado derecho, a las pequeñas puertas ubicada frente a la Universidad Popular. Son la memoria y la nostalgia que me invitan a buscar ese sitio donde hace más de tres décadas vi algo que me impactó, como una advertencia. Cada una de esas puertas cuidan locales comerciales pequeños: reparación de celulares, una ferretería, una tienda... Dos de ellos están aún cerrados con la puerta metálica, quizás están vacíos o sus dueños aun no vencen la desidia de lunes.

Mientras desde mis gafas de verano sigo repasando los portales, una señora con delantal me empuja sin querer, y al girar reconozco las pequeñas puertas azules de gruesa madera y el gran aldabón colgando de una de ellas. Reconozco en el fondo oscuro que se aclara lentamente hasta llegar al dintel, al local de paredes de adobe que carente de ventanas impide la entrada a la  luz mañanera. Para husmearlo con más atención entro e identifico el mostrador, atrás del cual se ha puesto la señora del delantal; éste ahora tiene un tono verduzco, que contrasta con el café caoba de cuando lo viera por primera vez. En ese entonces no existía la caja registradora ni tampoco las tres licuadoras que la acompañan; era un mesón limpio, al cual no se lo usaba como barra. En la alacena de la pared posterior se exhiben, en pequeñas tinas, naranjas, fresas, zanahorias, plátanos… y junto a la puerta hay un póster que anuncia la venta de jugos naturales y empanadas de verde. 

Pido un jugo de zanahoria y mientras me lo preparan, me doy cuenta que donde estaba la rockola, hay una mesa con dos sillas. Las otras tres mesas con sus sillas siguen  en el sitio de siempre, todas con un mantel de plástico que respeta en diseño al de aquella época, como si los criterios de elegancia siguieran siendo los mismos. Sigue pendiendo del alto techo un cable de luz que termina en una bombilla cubierta de telas de araña y al fondo, aunque cubierto por capas de polvo y grasa, puede distinguirse ese anuncio de latón de los años 50 donde se ve a una joven Marylin Monroe con un traje baño blanco. En la pared de enfrente, está como siempre, el calendario con una rubia desnuda, noto que ésta es más desenfadada que la había hace 30 años. El calendario parece seguir, solo por la desidia de la dueña. 

No había más rastros de la vieja cantina. Ni los gruesos vasos de vidrio, ni las añejas y empolvadas botellas de aguardiente Paico y de whisky White Horse, ni las botellas de cerveza negra Victoria. Pero la carencia más grande era la rockola, la inmensa Wurlitzer de vientre plateado y costados de resplandeciente fórmica multicolor, el símbolo de la vieja cantina del 85, hoy degradada en juguería. No solo esta cantina de La Guaragua había sucumbido al progreso urbano. En estas tres décadas sucumbieron también las que estaban abajo del puente de la Marín convertidas en archivos municipales, las cantinas y burdeles magníficos de la 24 de Mayo, transformados en casas de departamentos;  las de la Mires en oficinas burocráticas del cabildo... Los discursos puritanos hicieron que los lupanares de San Roque se conviertan en bodegas y  las tiendas de expendio de aguardiente de San Blas, en misérrimos restaurantes. La necesidad hizo que las de mi querido barrio se conviertan  en imprentas…

Me he sentado frente a la rockola a degustar el jugo y el retorno a esos días en los que  la curiosidad estaba a flor de piel y husmeábamos cada recoveco de la ciudad. Precisamente ese día en el que salí del colegio con dos condiscípulos y caminamos hacia la Plaza Arenas, a vender un par de libros y un aparato telefónico. Ese preciso inicio de tarde azul añil cuando el nítido sonido de la rockola nos invitó a cambiar por cerveza, los escasos billetes que teníamos en las manos. 

Entonces ocurrió la singular escena que me impactó como una advertencia. En la misma mesa a la que me encuentro sentado, estaba una pequeña montaña de monedas de 50 centavos de sucre y dos vasos, uno frente a cada uno de los albañiles que los bebían. El uno lloraba tapándose la cara con las manos, y le pedía a su compañero que ponga la misma canción en la rockola y el otro le obedecía, colocando la moneda en la ranurra de la Wurlitzer. Incesantemente, una y otra vez, Noé Morales luego de la introducción instrumental sentenciaba: “no me quisiste, fuiste mala y no lo niegues…”, y el desconsolado, se sonaba los mocos, bebía, volvía a secarse las lágrimas y volvía a beber. A veces coreaba el estribillio. “… fuiste mala y no lo niegues… que te marchaste sentenciándome al olvido...” y volvía a llorar.

A los tres colegiales que comenzams a beber en el rincón, la escena y su repetición sin fin nos provocó risas disimuladas. A medida que seguíamos bebiendo, elucubraciones malvadas y finalmente espanto…  Aunque seguíamos en nuestros temas de adolescentes, no parábamos de mirar a la pareja de amigos, que terminaron dormidos sobre sobre la mesa, luego de beber y llorar, mientras su himno se grababa en nuestros cerebros. Solo muchos años después, al recordar los tres ex colegiales la escena, nos conmovimos intensamente. Sólo entonces pudimos entender el dolor del hombre que cantaba a Noé Morales, desde nuestras propias pérdidas. Ahora quisiera revivir la escena más no hay rockola, ni cerveza, y ni siquiera el inconsciente colectivo con esa conmovedora atmósfera. 

Esta mañana, la comencé con una búsqueda pero me encontré con un fantasma. Al terminar el jugo de zanahoria, supe que no encontraría ni el repuesto buscado, ni el aroma del pasado; pues el progreso antiséptico mata todo, desde los sentidos del componer y remendar, hasta la esencia de nuestros fantasmas.