Wednesday, January 15, 2020

Colofón



En este mundo todo termina, se gasta, se pierde, se pudre, se rompe, se evapora... Las cosas más importantes no tienen reparación o tienen fecha de caducidad. Las más novedosas sufren de obsolecencia programada. ¿Y por qué el amor iba ser la excepción? ¿Por qué este iba a salvarse de ello, si es que es solo una cosita en medio de este universo inconmensurable? Parece que desde esa lógica se fue, como el olor del perfume en el transcurso del día, el amor que por años se prodigaron R y su mujer. Fueron para nosotros, la meta a alcanzarse, esas parejas a las que se les ve perfectas y radiantes, guapos ambos, ambos alegres, ambos disfrutando de su desarrollo profesional y sus dos hijas hermosas. En sus inicios juveniles, fueron tan cercanos, que a veces les llamábamos los siameses. El modelo de perfección conyugal, nuestro referente. 

Cuando por fin nos enteramos, en el grupo aparecieron las elucubraciones. Ninguno pronunció el falsamente premonitorio: se veía venir, pues no había el menor viso de ello. Alguno dijo que, desde hace poco disimulaban su armonía, pero tajantemente los otros replicaron desde la experiencia, que ni R, ni G, su compañera, eran de juegos mojigatos. Lo cierto es que ni R que solía venir a jugar al póker con nosotros, ni G que participaba en las esporádicas reuniones de familias que hacíamos, nos insinuaron que estaban en crisis marital. No apareció ese tercero o tercera no consentidos, ni tampoco muestras de conflicto o reticencias de alguna naturaleza. Por último, con ellos no se podía aplicar el dicho cervantino de que cuando la pobreza toca la puerta, el amor sale por la ventana…

Un día R nos dijo que su empresa le proponía ir por un tiempo a Praga y lo congratulamos. Imaginamos que sería un viaje familiar, por lo que no nos sorprendió que R deje de asistir a las sesiones de naipe. Como no eran de intimar, ambos desaparecieron discretamente y todos los hacíamos viviendo las emociones de una pareja cuyos hijos ya dejaron el nido, en una de las ciudades más bellas de Europa. 

Casi al año, nos enteramos de que G, al regresar de su trabajo, encontró una nota en la mesa del comedor, donde R le decía que se marchaba pues había dejado de amarla. Ella, entonces, pasó las manos por el sitio vacío del armario, auscultó el librero y el escritorio que seguían intactos. Miró todas las fotos de la familia, tomadas en los diversos tiempos y comprobó que todas seguían en los diversos espacios de la casa. G no lloró copiosamente aquella noche, el mensaje de R fue su liberación, fue el cheque en blanco que él le dio, que le ahorró a ella misma escribir un texto similar y dejarlo cualquier tarde en la mesa del comedor.  La nota de R fue la materialización de aquella que, en otros términos, G una vez redactó y rompió en pedacitos. A la mañana siguiente, ella también empacó sus cosas y emprendió su viaje. Evidentemente, no fue a buscarlo. 

Y la casa quedó ahí, como un ícono del pasado luminoso, con las mismas paredes celestes y balcones blancos, con la rejita y el pasillo de piedra. Cuando tiempo después, pasé frente a ella, la miré silenciosa y desierta, no tenía anuncio de arriendo o de venta, estaba con la yerba crecida y con el impasible árbol de sauce marcando, como siempre, los minutos. Fue por esos días, que los del grupo de póker recibimos en el celular una foto de R con su nueva pareja y el hijo de esta, posando con la catedral de San Vito al fondo. Sé que G ahora regenta, con su segundo marido, una floristería en Uruguay. Quiero creer que cada uno es feliz en su nuevo estado. Espero que así sea, aun cuando, a partir de lo que viera por años, lo dudo. Mi lógica pesimista me dice que no podrán repetir acompañados de otros cuerpos, las mismas dimensiones que crearon durante años uno con el otro.

Quizás los del grupo de póker no podemos comprender esa separación, porque nos decepciona, porque con ella se desmorona un pedazo de nuestra propia felicidad. Tal vez ellos hacían feliz al mundo que los rodeaba, aun a costa de ellos mismos. Es posible que ese ente que germinó entre esos dos, ese tercero llamado amor, se cansó de hacer su trabajo cotidiano para nosotros, los espectadores de ese acto performativo.