Esta vez era carnaval y cuatro días de asueto son para la playa, no para ir a una ciudad donde casi no hay familia pues han emigrado a Quito, Guayaquil o Nueva York, donde se puede ver a los tíos y a los abuelos reposando en el cementerio. El carnaval de Chambo, perdió para mí su color desde que murió mi padre, el entusiasta jugador que disfrutaba mojar y que le mojen, el generoso administrador de trago, el bailador incansable. Desde su muerte, para mí, el carnaval es sinónimo de playa, para que el océano lave los recuerdos de carnavales que no se repetirán.
Cuando se lo propuse a Elena, ella me contestó que ella ni loca iba a la Costa. Hace poco más de un mes, el presidente declaró que cinco cantones costeños eran los más peligrosos del país, de nuestro país, declarado a su vez, el más peligroso de América. Eso alimentó el pánico que tienen escondido en la solapa los serranos y sus cabezas decretaron como su frontera occidental Alluriquín. Para convencer a Elena, le dije que lo que dice el presidente son exageraciones de las que hace eco la prensa, le dije que ella bien sabe que son sucios trucos del gobierno para meter miedo y desde el miedo ganar adeptos y desde el discurso dominar y ganar elecciones.
- Lo que quieras, pero yo no me voy a la playa, dijo Elena con la firmeza que le da su metro y cincuenta de estatura.
- ¿Qué vamos a hacer entonces este feriado?
- Simple, vamos por la Sierra o a la Amazonía.
- ¿Qué? ¡A congelarnos y hasta pescar gripe en Guaranda!
- Vamos, entonces a las Termas de Papallacta
- ¡No jodas! ¿A ver burgueses quiteños sacar sus delicados sebos en la piscina? ¿A escuchar en la noche los diálogos de negocios del Juana Pa y de la Pauli, con el Manu y la Coki?. No es plan ni siquiera para un día cualquiera, peor para un día de carnaval.
- Encima ni siquiera hay tren, dijo Elena, en voz baja y despreocupada.
Sí, ya no hay tren, el inepto gobierno anterior a este gobierno inepto lo cerró, pero el comentario de Elena me hizo recordar ese viaje que hicimos con ella a la Nariz del Diablo y el encuentro con las únicas primas cercanas que aún viven en Riobamba. El comentario de Elena trajo ese recuerdo infantil, donde a mis cinco años miro por la ventana del tren que nos lleva a Alausí y siento el olor de las habas tostadas que me regala la abuela, sentada a mi costado. La ventana del tren, el sonido del traqueteo y ver como de pronto el verde del paisaje termina para mostrar un desierto, con dunas iguales a las de la película Lawrence de Arabia, que aun no había visto, desierto sobrio como ese que aparecía en “Bonanza” que ya había visto por la televisión blanco y negro. Recuerdo el desierto de Palmira, mirado desde la ventana del tren. Desierto que a mis cinco y a mis seis años era hermoso e inconmensurable, en el cual nunca estuve y solo lo contemplé a medida que avanzaba la locomotora. Miro otra vez el destello de los ínfimos cristales brillantes de la arena en días que, a pesar de tener sol, eran fríos gracias a los vientos.
- Vamos a Palmira
- ¡A donde quieras, menos a la costa!, dice Elena, sintiéndose ganadora.
Comenzamos de inmediato los preparativos del viaje, para evitar que mi tozudez insista o que dañe el feriado yéndome solo a la playa y cuando llegamos a San Andrés, Elena me recuerda llamar a mis primas.
- Sabes que, si no llamas, se resienten.
Llamo a Consuelo, la mayor de las seis, quien muestra su alegría sincera al otro lado del teléfono. Como siempre, me dice que venga a dormir a su casa y como siempre le digo que ya he reservado un hotel. Acordamos encontrarnos con ella y su hermana Dolores para desayunar.
Las dos y otras cuatro hermanas son hijas de mi finado tío César y de la tía Charito. Cuando era chico, Consuelo, Matilde y Dolores iban con sus padres desde Chambo a visitar a mis abuelos. Mercy, la tercera no venía, Guadalupe era una bebé de pecho y Juana aun no existía. Mientras conversaban los adultos, las dos primas mayores asumían un rol de autoridad y también de mimo y cuidado conmigo y con Dolores, mi coetárea.
En el desayuno conversamos sobre cada una de ellas y sus familias y por supuesto sobre la tía Charito, quien sigue mal, empeorando…
- Cada vez es más difícil para nosotras, dice Dolores. A veces no reconoce a alguna, para tener luego, ciertos minutos de claridad.
- Lo peor es que quiere seguir en su casa, por lo que nos turnamos en el cuidado, replica Consuelo.
- Le dije que venga a vivir conmigo y se niega. Si algo recuerda a la perfección es cada rincón de su casa y no quiere moverse.
Nos miramos con Elena y ella asiente discretamente.
- Vamos a visitarle, les digo.
En el auto de Elena, nos dirigimos al eterno Chambo de mis padres y de mi tía. Viuda desde hace casi dos décadas, entrada en sus altos ochentas e invadida por el Alzheimer desde hace pocos años. En el pueblo están los jóvenes mojándose, lanzándose harina, reventando huevos sobre sus cabezas, disfrutando del carnaval. Nos miran con extrañeza, nos auscultan. Uno me parece que es Jorge, hijo de un primo de mi padre, pero me digo de inmediato que no puede ser, pues este chico está en sus 23 y Jorge debe tener mi edad. Meses después caigo en cuenta que era su hijo. Llego a la casa de mi tía, de mi tío César, a la casa situada en la parte alta del pueblo que ahora muestra cambios ligeros. La verja de madera es de hierro, la puerta principal es mucho más grande de la que recuerdo. Charito me recibe con la candidez y la amplia sonrisa de siempre. Pasan los años y su sonrisa no cambia, lo ha hecho el cabello hoy completamente blanco, la piel del rostro sin la elasticidad anterior, pero no ha cambiado su sonrisa, la que ha sido su atributo, pues cuando sonríe mueve con gracia la naricita y hace brillar los grandes ojos negros.
Le digo que esta guapísima, me dice que soy un mentiroso y ríe a carcajadas. Risa musical, amplia, bulliciosa, intensa, un gorjeo amplificado.
- ¿Cómo vas?, me dice y antes de escuchar mi respuesta, acota, pídele a la Lola una funda y dame cogiendo unos duraznos.
Señala la parte posterior de su patio, donde hay un hermoso y gigante árbol de durazno no muy alto, por lo que alcanzo con la mano o con una ligera garrocha los frutos maduros. Recojo también aquellos que ya han caído y que no están podridos, los meto en la bolsa plástica y se los entrego.
-Come, pues, me dice. Cómete unos y lleva el resto a Mamá Chavica.
Se refiere a mi abuela, que falleció hace 20 años. Constato la enfermedad, pero continuamos conversando y me pregunta cómo me va por Quito. Le respondo y me felicita.
- Vas a jugar carnaval, le pregunto.
- El carnaval está bonito, pero no me sacan al pueblo, responde, mientras Consuelo agranda los ojos extrañada.
Le invito salir y Dolores agranda también los ojos. Las miro y asienten bajando los párpados. Consuelo dice que va a ver al marido y Charito me toma del brazo. Vamos al ritmo de sus pasos pequeños, bajamos la cuesta y avanzamos por las calles, la saludan con respeto, ella responde, por supuesto no la mojan. Luego de caminar pocas calles, se escuchan las coplas del Carnaval de Guaranda y ella comienza a cantarlas, le hago el coro y le invito a bailar, danza con pasos pequeñitos y lentos, pero aplaude y sigue el ritmo de la música.
- Y así se hace y así se hace y así se hace el carnaval, con personas de buen gusto y de buena voluntad, cantamos a coro
No termina la canción y la noto cansada. Entramos a un restaurante y mientras llega la comida me cuenta de dos de sus nietos, como si fueran bebés, sin recordar que es bisabuela. Me dice que extraña a su marido y se pone por contados minutos triste, para sonreír de nuevo y preguntarme como me va en Quito. Luego subimos la cuesta, con Dolores tomando un brazo y yo el otro
- Haz cafecito y brinda, le dice a Dolores.
-¿Y esta señorita, cómo se llama? Pregunta a Elena, a pesar de que ya se conocían. Elena se presenta como si fuera la primera vez.
- Usted ha de ser de Quito ¿no? Acota Charito.
Mientras hago los sánduches de queso, como en mis días infantiles, Dolores me dice que vendrán sus hermanas. Cuando comienza a oscurecer llegan Guadalupe y Juana con sus esposos. Piden la bendición a la madre y ella se las concede. Les cuento que iré a Palmira al día siguiente y todos comentan sobre el cambio sufrido en el desierto, ya no se lo ve desde la carretera, pues la comunidad local ha parado la deforestación. El esposo de Guadalupe me dice que luego de Palmira vaya a Guano, a celebrar el carnaval en la casa de Matilde. Noto que Charito no escucha el diálogo, a ratos hasta parece perderse en sus recuerdos o en la blanca pantalla de la demencia.
Se toca el infaltable tema de los achaques y el esposo de Consuelo dice que le duele la espalda baja. Yo le digo que sé de unos ejercicios que me ayudaron cuando a mí me dolía. Su mujer me dice que le indique y en mitad de la sala los hago. Charito ríe.
- Siempre has sido tan ocurrido, me dice.
Todos se ríen haciendo coro a la matriarca y seguimos en el diálogo familiar hasta que el marido de Juana insinúa regresar a Riobamba, es la voz que da la pauta para el retorno de todos, excepto Guadalupe, que tiene su turno de cuidar a la mamá. Me acerco a Charito y le digo
- ¿Qué tal pasaste el día?
- ¡Muy bien, pasé, gracias! ¡Así has de venir a visitar!, me responde
- ¡Te gustó el carnaval!
- Uy, claro. A quien no le gusta bailar todas las coplas. ¡Cómo se mojan!, alhaja mismo es el carnaval, dice sonriendo con sus ojos y moviendo la naricita torneada.
Casi en la gran puerta del salón, desde mi tonta curiosidad y en medio del abrazo de despedida le digo
- ¿Si sabes quién soy?
Soltando una ruidosa carcajada, me responde.
- ¡Claro pues! ¿Qué te pasa, crees que soy del todo? ¡Eres el Gonzalo!
Todos quedamos por segundos en silencio, pues mi tío Gonzalo murió en el año 91, capaz que nos pareceríamos si él hubiera llegado a mi edad. Charito había pasado relajada, alegre y sonriente porque le hacía tan feliz la visita de su cuñado Gonzalo, quien emigró a Quito y al que no veía desde hace mucho.