Monday, September 15, 2008

Rostros del sur en el norte: Carlo
Casi acaba la tarde de verano, y terminamos nuestra barbacoa. Un mulato alto que se acerca saluda a mi amiga Salome con la mano, es el nuevo vecino.
Se llama Carlo, lleva unos jeans cortados en la rodilla y una camiseta sin mangas. Pasea a su perra pastor alemán por el jardín común de los edificios mutifamiliares.
Se acerca a nosotros y conversamos en “portuñol”. Su sonrisa es un poco caballuna, franca y que fácilmente deriva en carcajadas estruendosas.
Comienza a contarnos su llegada a esta ciudad. A veces su relato se interrumpe para gritar a su perra que retoza sobre las jardineras.
Llegó hasta aquí hace 10 años y al barrio hace 3 semanas. Compró su departamento para casarse, residir legalmente y empezar un hogar. “Tenía que parar, me crece la panza y no soy el chico lindo de antes” dice coqueto.
En esta ciudad vive con su pareja desde hace poco, sin embargo, arribó a Europa hace veinte años. Holanda, fue su primer destino. Nos recuerda esos años y la fascinación que Ámsterdam provocó en él. Combina el relato de sus noches con carcajadas pícaras y mientras lo hace, sus gestos femeninos se exageran.

Venía de Río de Janeiro, era un alma más de aquellas centenas de miles que habitan Rocinha, la favela más grande.
La vida nos da signos para cambiar nuestros caminos -nos dice- En mi caso, ese signo sigue grabado en mi pecho. Entonces nos muestra la cicatriz que baja desde el cuello hasta el pecho, a la altura de la axila. Fue mi madre – nos dice –. Hace un silencio mínimo y su mirada se torna triste, lejana. Amonesta con dureza a su perra que ha arrancado con el hocico unas margaritas.

Fue mi madre- continúa- Me arrojó el agua para el café, la mañana en que la vecina le contó que nos vio en la cama con Marcelo. Ese día, la madre supo por otra boca esa verdad conocida que no quería aceptar: un hijo homosexual. Carlo salió corriendo detrás de los gritos histéricos de la madre, y detrás de los ojos de los vecinos y vecinas. Abandonó Rocinha con lo que tenía puesto, unos jeans cortados en la rodilla y una camiseta sin mangas.
Un rincón de una calle sería su lecho, esa noche un beso de luna sanaba la piel levantada del pecho y secaba las lágrimas de sus mejillas. Sus ojos grandes se abren más y mezcla el relato con maldiciones en portugués brasilero.
Desmadeja después el ovillo de sus aventuras en las noches de Río, siempre las noches. Su vida en los bares y en las calles, los “negocios” y las peleas con los rivales. Sus encuentros y trabajos nocturnos de subsistencia, aquellos de placer, como la noche en la playa cuando conoció a su holandés.
La tarde escandinava no llega a las tinieblas. Cambia súbitamente de tema y nos cuenta de su nueva adquisición, un súper moderno sistema de parlantes. Nos invita a verlo. Un hombre calvo sale de la ducha, es un noruego unos 10 años mayor que él, su cónyuge que pronto irá a trabajar.
Carlo enciende el equipo y el triste lamento de un “choro” invade toda los rincones de la casa. Aplasta los botones de un mando a distancia y en un segundo sonidos e imágenes de una inmensa pantalla plana se expande por las paredes. Suelta su risa caballuna, acerca a mi amiga Salome montones de discos y películas. Es mi casa – nos dice- mi reino, mientras ejecuta sus gestos actorales de cierre de función.