Wednesday, December 02, 2015

Sueños de púber



Mi primera amiga formal se llamaba Carla, era una chica que vivía en la misma manzana, cuya extroversión y seguridad en sí misma, la convertían en la favorita de nosotros los tímidos. Ambos teníamos trece años y al nacer la noche conversábamos en la puerta de su casa, hasta que su padre le pedía entrar. En las vacaciones colegiales vinieron Ana y "la Chiqui"  sus bellas primas provincianas. Ana y sus 16 se divertían coqueteando a nuestros colegas más audaces, haciéndola inalcanzable para los timoratos que apenas mirábamos el juego, mientras " la Chiqui" con sus 11, se mostraba hosca y lejana. Quizás por todo aquello, ese verano comencé a mirar con otros ojos a la bella y alegre madre de Carla, quien a sus 33 años era lo que ahora se definiría como una bomba sexy, haciendo las delicias del barrio, al pasar enfundada en los “pantalones chicle” que resaltaban su torneada figura y alegrando mis pupilas, cuando la miraba en shorts y camisetas ceñidas , desde la puerta de su casa.

A los trece, las hormonas pueden ser un peligro y un día me vi timbrando la casa de Carla, a  sabiendas de que ella no estaba. La señora Carmita, como le llamaba respetuosamente,  me confirmó la ausencia de su hija y me invitó a esperarla, con esa sonrisa que abría sus labios carnosos, permitiendo que broten sus pequeños dientes blancos. Aquel día fue el inicio de vespertinas visitas semanales, en las que ella me brindaba un jugo y conversaba con el púber amigo de su hija acerca de temas diversos, mientras yo hacía gala de mis conocimientos históricos y literarios. Cuando ella quería recordar una fecha o un personaje, cerraba los ojos, alargaba el  cuello y mi diablo interior me hacía imaginarla en un éxtasis que conocía solo por referencias gráficas. En esos breves segundos miraba sin disimulo la mágica línea que se formaba en la mitad de su busto generoso, y si el inicio de mi deslumbramiento fueron sus ojos entrecerrados y esa magnífica intersección, éste se acrecentó al tener cerca su rostro alargado y su nariz respingona. El deseo vino en toda su brutaliad y supe que estaba perdido cuando descubrí sus muslos, caderas y piernas, derritiéndome por dentro ante su sonrisa de dientes perfectos, que yo con mis bromas hacia brotar asidua.

Ella entretenía sus tardes pintando, haciendo manualidades y tarareando canciones del entonces poco conocido Pablo Milanés y yo a su lado le hablaba sobre historia antigua o acerca de algún personaje de Salgari. Estos encuentros eran un auto atentado, pues mi diablo interior me invitaba a tomar su cabello y besarla a lo Bogart, o me impelía a acercarme lentamente, fingiendo distinguir los detalles de su trabajo, tal como lo hacía mi tocayo Marlon, antes de besar a sus damas en “Sayonara”. Por suerte, cuando iba a replicar la escena fílmica de Brando, la cordura venía en ayuda del cerebro derrotado en su lucha contra el forzudo instinto naciente.

Carla se dio cuenta del sentido de mis visitas y se molestó. Desde entonces solo disfrutaba de la señora Carmita desde la puerta, saludándola atento y recibiendo su alegre respuesta. Mi primera novia me la sacó parcialmente de la cabeza y la muerte accidental del marido derrumbó física y emocionalmente a mi amor platónico, a tal punto que poco tiempo después ella y su hija se marcharon del barrio. 

Dos décadas más tarde, conocí en una fiesta a una chica que se me hacía familiar. Entre la salsa y el ron nos acercamos y luego de unos cuantos besos, nos apropiamos discretamente del estudio de la casa. Una vez desnudos sobre la alfombra, la vi cerrar los ojos y alargar el cuello en el éxtasis amoroso, en un juego de movimientos que me trajo remembranzas inconcientes y me estremeció sobremanera. Cuando entreabrió los labios y dejo brotar una hilera de pequeños dientes perfectos, el encuentro sexual se transportó hacia otras latitudes del placer. El busto era como aquel que imaginara sin las camisetas apretadas, la forma del rostro y la nariz respingona eran las de la mujer que amaba en mis días adolescentes. La boca, tal y como la que quise besar emulando a Bogard o Brando, veinte años atrás.

Aplacado el deseo y compartiendo un cigarrillo, dirigí el diálogo hacia temas que me permitieron deducir que ella era "la Chiqui", la prima de quien nunca supe el nombre de pila, la sobrina de ese amor platónico que transgrediendo el tiempo y con la ayuda de mi diablo interior, cumplía de una manera particular mis sueños de púber.