Tuesday, July 03, 2018

Las mujeres de Bustamante


Para Anilú, compañera de aventuras

Avanzábamos por la carretera, atravesando el seco y desértico paisaje nordestino. Íbamos al Viernes Santo en Bustamante, donde el Señor de Tlaxcala se acerca de nuevo a su pueblo. Cuando Anita quiso reservar un hotel nunca le contestaron, pero estaba segura que en un pueblito pequeño que tiene tres hoteles, sería fácil hallar hospedaje. Pregunté en la recepción si tenían habitaciones, la encargada me miró risueña y dijo que no. 

Desconocíamos que en Viernes Santo, al pequeño pueblo de Bustamante, llegan sus hijos de todos los rincones. Los autos que repletaban las calles tenían placas de varios estados mexicanos, de Texas, Arizona y hasta de Colorado y California. Para el Viernes Santo, la reserva de hoteles se hace en agosto, cuando los bustamantinos llegan a la fiesta patronal del Señor de Tlaxcala, cuyo clímax es la peregrinación del 6, que caiga el día que caiga, siempre contará con fieles.Visitamos los otros dos hoteles sin obtener habitación. Nos detuvimos frente a una casa, cuyas ocupantes la adornaban para la procesión de la noche, cuando una joven señora desde la puerta me dijo:
- ¿Usted estaba en el hotel, verdad? Señalando la casa del frente, continuó, esa está alquilada, pero no llegan, de pronto traten…-

Preguntó el número de teléfono a su madre, a la tía que acomodaba encajes sobre los dinteles, a su hermana que escribía un Ave María en una cartulina.  Las casas de Bustamante se alquilaban para los visitantes, las casas de los abuelos fallecidos, inhabitadas durante el año, se abrían para albergar a los descendientes, a los primos y a los amigos que revivían sus días de infancia y se reencontraban. Mientras Anita al teléfono pedía si nos pueden rentar un cuarto, Miriam, la joven señora me preguntó de dónde soy. Cuando dije que era ecuatoriano, apareció un brillo en sus ojos.

La casa no estaba disponible. Agradecimos a las amables mujeres y nos resignamos a buscar hotel en el pueblo vecino, pero antes de llegar a la otra esquina, una chiquilla corriendo nos dio alcance. Era la hija de Miriam.
 -Dice mi abuelita que si desean pueden quedarse en el cuarto de sus abuelos.-

Con la generosidad tímida de la gente sencilla, Encarna, la madre de Miriam, nos dijo que ese cuarto aún tiene las paredes de adobe y sigue con piso de tierra, que esa parte de la casa, que en la puerta principal tenía inscrito 1868, aún no había sido reparada, pero que si queremos, nos pueden acomodar un pequeño catre. Miriam y su hermana Nancy nos hicieron pasar, mientras la tía Gregoría diligente fue a buscar las sábanas.
 -Pueden llegar a la hora que quieran, dijo Nancy, nos quedamos jugando ruleta hasta las tres de la mañana. ¡Hasta las siete a veces!, acotaba Miriam.-

Los faroles del pueblo se apagaron, los alrededores de la iglesia se llenaron de gente y se formó la procesión. Un tambor avanzaba lúgubre desde la iglesia y junto a él hombres encapuchados y con cadenas en los pies, caminaban lentos y compungidos, luego lo hacían las mujeres, las doncellas y a los lados de la procesión los jóvenes cargaban las antorchas. Finalmente salía el poderoso Señor de Tlaxcala y comenzaba a caminar la procesión. Se detenía frente a una casa, en cuyo frente estaba un pequeño altar con fotos de los seres queridos fallecidos y con oraciones en cartulina. La matrona de la casa, rezaba un padre nuestro y daba unas palabras recordando a sus ancestros, la procesión respondía y luego seguía su lento caminar hasta otra casa en la cuadra siguiente, ahí se repetía el ritual. Los jóvenes encendían las antorchas que se apagaban, las doncellas emulaban a vírgenes María luciendo coloridos vestidos con imágenes de la Guadalupe y de los santos. Anita y yo íbamos en la procesión silenciosos, nos había invadido esa fe popular tan verdadera. Yo a veces rezaba con la multitud las oraciones católicas de mi infancia, que creía olvidadas.

Llegamos de nuevo a la iglesia oscura y pía que contrastaba con la feria instalada al otro lado del parque. En esta los puestos de comidas y los juegos mecánicos iluminaban al pueblo con su luz y alegría. Luego de un par de margaritas y unos tacos, regresamos a casa. Nuestras anfitrionas nos hicieron pasar al patio central donde habían instalado unas mesas y alrededor de ellas primos y vecinos conversaban animados. Nos brindaron cerveza y capirotada, un pastel propio de Semana Santa hecho sobre un refrito de vegetales cocidos, nueces, quesos y diversos tipos de pan. Miriam me dijo:
 -Cuando dijiste que eres ecuatoriano, pensé que era una señal. Mi hermana conoció un paisano tuyo de Tena en la universidad y ahora con eso de las redes, están cercanos. Quien quita que se juntan. -

En la casa de atrás, una pequeña orquesta tocaba corridos a todo volumen. Anita y yo nos acomodamos en el catre mínimo. Con los últimos corridos y el naciente sol nos levantamos y vimos en el patio a la tía Gregoria preparando el desayuno. Nos íbamos a despedir, pero ella repuso: Primero un café. Mientras Anita ayudaba a ordenar y yo barría el espacio, la tía me preguntaba sobre Ecuador, mencionó también al amigo de Tena de su sobrina, nos contó sobre la organización que hace la familia para que un vecino, de los pocos que quedan en Bustamante, haga el mantenimiento semestral de la casa.

Luego del café y un cigarrillo me acerqué a doña Gregoria para pagar por el hospedaje. Ella se negó rotunda:
- ¡Eso jamás! Para ustedes yo fui un ángel, quizás un día en media carretera se me daña el carro, y si les cobro ahora, no me aparecerá ningún angelito.-

Nos dio la bendición, la abrazamos y nos fuimos. El Sábado de Gloria iniciaba con un sol espléndido en los dominios del Señor de Tlaxcala. En el corazón de Anita y en el mío, ese día nacía con el calorcito de la felicidad regalada por las mujeres de Bustamante.