Para Anilú, compañera de aventuras
Avanzábamos por la carretera, atravesando el seco
y desértico paisaje nordestino. Íbamos al Viernes Santo en Bustamante, donde el
Señor de Tlaxcala se acerca de nuevo a su pueblo. Cuando Anita quiso reservar un
hotel nunca le contestaron, pero estaba segura que en un pueblito pequeño que
tiene tres hoteles, sería fácil hallar hospedaje. Pregunté en la
recepción si tenían habitaciones, la encargada me miró risueña y dijo que no.
Desconocíamos que en Viernes Santo, al pequeño
pueblo de Bustamante, llegan sus hijos de todos los rincones. Los autos que
repletaban las calles tenían placas de varios estados mexicanos, de Texas,
Arizona y hasta de Colorado y California. Para el Viernes Santo, la reserva de
hoteles se hace en agosto, cuando los bustamantinos llegan a la fiesta patronal
del Señor de Tlaxcala, cuyo clímax es la peregrinación del 6, que caiga el día
que caiga, siempre contará con fieles.Visitamos los otros dos hoteles sin
obtener habitación. Nos detuvimos frente a una casa, cuyas ocupantes la
adornaban para la procesión de la noche, cuando una joven señora desde la
puerta me dijo:
- ¿Usted estaba en el hotel, verdad? Señalando la
casa del frente, continuó, esa está alquilada, pero no llegan, de pronto
traten…-
Preguntó el número de teléfono a su madre, a la
tía que acomodaba encajes sobre los dinteles, a su hermana que escribía un Ave
María en una cartulina. Las casas de Bustamante se alquilaban para los
visitantes, las casas de los abuelos fallecidos, inhabitadas durante el año, se
abrían para albergar a los descendientes, a los primos y a los amigos que
revivían sus días de infancia y se reencontraban. Mientras Anita al teléfono
pedía si nos pueden rentar un cuarto, Miriam, la joven señora me preguntó de
dónde soy. Cuando dije que era ecuatoriano, apareció un brillo en sus ojos.
La casa no estaba disponible. Agradecimos a las
amables mujeres y nos resignamos a buscar hotel en el pueblo vecino, pero antes de
llegar a la otra esquina, una chiquilla corriendo nos dio alcance. Era la hija
de Miriam.
-Dice mi abuelita que si desean pueden
quedarse en el cuarto de sus abuelos.-
Con la generosidad tímida de la gente sencilla,
Encarna, la madre de Miriam, nos dijo que ese cuarto aún tiene las paredes de
adobe y sigue con piso de tierra, que esa parte de la casa, que en la puerta principal tenía inscrito 1868, aún no había sido reparada, pero que si queremos, nos pueden
acomodar un pequeño catre. Miriam y su hermana Nancy nos hicieron pasar,
mientras la tía Gregoría diligente fue a buscar las sábanas.
-Pueden llegar a la hora que quieran, dijo
Nancy, nos quedamos jugando ruleta hasta las tres de la mañana. ¡Hasta las siete a
veces!, acotaba Miriam.-
Los faroles del pueblo se apagaron, los
alrededores de la iglesia se llenaron de gente y se formó la procesión. Un
tambor avanzaba lúgubre desde la iglesia y junto a él hombres encapuchados y
con cadenas en los pies, caminaban lentos y compungidos, luego lo hacían las
mujeres, las doncellas y a los lados de la procesión los jóvenes
cargaban las antorchas. Finalmente salía el poderoso Señor de Tlaxcala y
comenzaba a caminar la procesión. Se detenía frente a una casa, en cuyo frente estaba un
pequeño altar con fotos de los seres queridos fallecidos y con oraciones
en cartulina. La matrona de la casa, rezaba un padre nuestro y daba unas
palabras recordando a sus ancestros, la procesión respondía y luego seguía su
lento caminar hasta otra casa en la cuadra siguiente, ahí se repetía el ritual.
Los jóvenes encendían las antorchas que se apagaban, las doncellas emulaban a vírgenes María luciendo coloridos vestidos con imágenes de la Guadalupe y de los santos. Anita y yo íbamos en
la procesión silenciosos, nos había invadido esa fe popular tan verdadera. Yo a veces rezaba con la multitud las oraciones católicas de mi infancia, que creía
olvidadas.
Llegamos de nuevo a la iglesia oscura y pía que
contrastaba con la feria instalada al otro lado del parque. En esta los puestos
de comidas y los juegos mecánicos iluminaban al pueblo con su luz y alegría.
Luego de un par de margaritas y unos tacos, regresamos a casa. Nuestras anfitrionas nos
hicieron pasar al patio central donde habían instalado unas mesas y alrededor de ellas primos y vecinos conversaban animados. Nos brindaron cerveza y
capirotada, un pastel propio de Semana Santa hecho sobre un refrito de
vegetales cocidos, nueces, quesos y diversos tipos de pan. Miriam me dijo:
-Cuando dijiste que eres ecuatoriano, pensé
que era una señal. Mi hermana conoció un paisano tuyo de Tena en la universidad
y ahora con eso de las redes, están cercanos. Quien quita que se juntan. -
En la casa de atrás, una pequeña orquesta tocaba corridos a todo volumen. Anita y yo nos acomodamos en el catre mínimo.
Con los últimos corridos y el naciente sol nos levantamos y vimos en el patio a
la tía Gregoria preparando el desayuno. Nos íbamos a despedir, pero ella repuso:
Primero un café. Mientras Anita ayudaba a ordenar y yo barría el espacio, la tía me
preguntaba sobre Ecuador, mencionó también al amigo de Tena de su sobrina, nos
contó sobre la organización que hace la familia para que un vecino,
de los pocos que quedan en Bustamante, haga el mantenimiento semestral de la casa.
Luego del café y un cigarrillo me acerqué a doña Gregoria para pagar por el hospedaje. Ella se negó rotunda:
- ¡Eso jamás! Para ustedes yo fui un ángel,
quizás un día en media carretera se me daña el carro, y si les cobro ahora, no me
aparecerá ningún angelito.-
Nos dio la bendición, la abrazamos y nos fuimos. El Sábado de Gloria iniciaba con un sol espléndido en los dominios del Señor de Tlaxcala. En el corazón de Anita y en el mío, ese día nacía con el calorcito de la felicidad regalada por las mujeres de Bustamante.