Pregunté a Rocío si
quería salir, y colocando en sus carrillos un poco de hojas de coca,
me respondió que se quedaba en casa. Era
un viernes a las nueve de la noche y el verano limeño estaba en su esplendor,
pero Rocío no era mucho de bares, lo suyo más bien eran fiestas en casa, cine
en VHS y reuniones con shamanes.
Así es qué tomé hacia
Barranco y comencé mi deambular entre su tradicional bohemia, sin decidirme por ningún bar en
particular. No estaba para música en vivo, ni para discotecas, hasta que me engulló una cervecería, un antro donde abundaban jóvenes en grupos y parejas en pre seducción. Me acomodé en un taburete
cerca de la barra junto a una chica bastante
guapa, comencé a buscar diálogo y ella respondió amable, hasta
que se la llevaron. Entonces llegó un tipo y tomó el
puesto vacío, pidió su cerveza y con la mirada perdida en el grupo de botellas
que se exhibían frente a él, comenzó a consumirla lentamente. El bar seguía
igual, sin chicas solas y sin buena música, por lo que decidí que me tomaría la última y volvería a casa, a mirar una película
antropológica con Rocío, que quizás seguiría despierta. El gringo giró su
cabeza y me preguntó en un pésimo español si tenía un cigarrillo. Saqué uno del
paquete y se lo brindé, pero de inmediato el barman nos dijo que para fumar
debíamos salir.
Era tal y como se los
representa en las caricaturas, su rostro similar al Beavis que se encontraba de
moda y su estructura corporal como la de Boogie el Aceitoso. Muy similar al, entonces no nato,
Johnny Bravo, pero con un inglés del sur. Mientras fumábamos en el callejón me contó que vino con una empresa a
realizar documentales en Iquitos y que tenía dos días libres antes de su
primera salida. Parecía fascinado con Perú y cuando le conté que era
ecuatoriano, también preguntó sobre mi país. De regreso a la barra, se nos
acercaron dos limeñas, evidentemente interesadas en el gigante rubio y luego
de un par de cervezas nos propusieron ir a bailar. Un taxi nos dejó en la
colosal “Kimbara” de La Victoria y mientras giraba con mi chinita, supe que mi viernes
se iba poniendo magnífico. Jack, que así se llamaba el gringo, ensayaba pasos cómicos en la pista sin mucho
entusiasmo, hasta que tomó del brazo a su chola y la llevó de vuelta a la mesa.
No hubo gritos ni discusión, pero al rato la cholita vino hasta nosotros con
cara de susto, dijo algo al oído de su amiga y se fueron como cenicientas que
pierden la calabaza.
Jack en la mesa bebía pausado su cuba libre, con la mirada
fija en cualquier punto de la pared. Cuando le pregunté qué pasó con la cholita,
me dijo sin mirarme “I just wanna die”. Traté de animarle, le dije que no joda,
que era muy pronto para deprimirse y él, girando lentamente la cabeza, con sus
ojos casi llorosos me repitió tres veces: “ese olor, man, ese olor, ese olor…”,
y luego de un trago largo continuó:
- No puedo sacarme ese olor de encima
¿sabes? Ese olor y la sensación de caminar sobre una colchoneta. Avanzábamos victoriosos,
pero había tantos muertos que no podíamos evitar pisarlos. Al fondo, teníamos el humo de
los campos petroleros incendiados y el desierto
por los cuatro costados. Ni la negra fetidez del incendio podía paliar la
pestilencia que venía de los soldados sobre los que caminaba. Ese tufo a
muertos de varios días, se pegaba a nuestras ropas como chicle. No sé si
fueron liquidados por la aviación o por los tanques. Quizás fueron los ingleses
¡Qué más da…! Ese no fue mi último día de combate en el Golfo, pero fue el más impactante de mis días en la campaña de liberación de Kuwait. Las semanas que
me quedaron antes de regresar, fueron de rutina, trámite de vencedores y
lucimiento de jefes. Pero ese día me marcó y me acompaña siempre, como una
sarna que no quiere abandonarme...
Comenzó a desencajarse,
le dije que quizás era mejor que se vaya a casa y ofrecí acompañarle al
taxi, pero apenas dimos unos
cuantos pasos fuera del bar fuimos atacados por las pirañitas, una docena de
niños mendigos de ambos sexos. Mientras unos pedían dinero, otros comenzaban a
rebuscarnos los bolsillos. Alcancé a lanzar unas cuantas monedas al aire y los
chiquillos se abalanzaron sobre ellas, mientras nos alejamos presurosos. Eran
casi las siete de la mañana y se abrían algunas de las tiendas barriales. Compramos
dos cervezas grandes cada uno y comenzamos a caminar. Jack parecía más relajado y en
el trayecto me contó detalles de su familia y de Concord, la comunidad
del condado de Brunwsick, donde vivió toda su vida. Elogió la belleza del estado de Virginia y la femineidad de sus mujeres, describió con detalle a su
hermosa novia Rosie, con quien seguía desde los quince, y subrayó solemne la dulce
espiritualidad de su hermana Heather, descripciones que aunque no se lo dije, terminaban
siempre recordándome a Dolly Parton. Parecía que sus recuerdos adolescentes lo reanimaban y en un parque
cerca de Aramburú, de esos que aún no tienen a nadie un sábado por la mañana,
nos sentamos a terminar nuestras
cervezas. Me preguntó si tenía familia en Estados Unidos como tantos latinos, respondí
que mi hijo estaba en Wisconsin, y él con un extraño mohín desdeñoso me dijo que eso y el
Pacífico Norte de su país eran Canadá. Luego de un sobro, aseveró que todos los del
Medio Oeste eran solo unos malditos canadieneses, no llegaban ni a ser yankees, y luego de pronunciar esa palabra, escupió y
comenzó a referirse a los hijos de las antiguas 13 colonias, con el desprecio y
asco propios de algún soldado del siglo XIX al mando del General Lee. Con
un nuevo trago desarrolló comentarios racistas y loas para Reagan y David Duke, los que me hicieron reaccionar.
Estábamos borrachos y
sin dormir, por lo que la discusión que se hacía cada vez más política iba agriándose fácilmente. Llegamos a posiciones
diametralmente opuestas y en un punto dado me llamó “mierdoso bastardo de Castro”.
Desafiante me recordó que fácilmente podría matarme, usando solo sus manos, pues había
sido entrenado para ello. Desde una
reacción visceral, rompí una de las
botellas de cerveza y le conminé a intentarlo. Cuando el tubo del columpio rompió el cristal, giró su cabeza, apretó las mandíbulas y se irguió.
Sus ojos azules se tornaron gélidos y pensé que en ese momento aplicaría conmigo las técnicas de Marine practicadas durante años. Me pregunté si me mataría lenta o rápidamente... Al menos le dejaré
unas cuantas cicatrices, me dije.
-
Podría matarte solo con una mano, fucking
sandinista, y no dejar rastro de tus huesos, pero veo que tienes valor,
defiendes lo que crees y eso lo respeto. Eres del otro bando, pero eres guerrero aún en tu fatuidad. Latino jactancioso al fin, como el chicano López, mi compañero que seguía fanfarroneando luego de perder ambas piernas cerca de Al Wafrah.
Calló y miró al cielo gris, tomó la otra botella vacía y la rompió. Me puse en guardia, listo
para recibir la arremetida, pero mientras lanzaba un grito desgarrador, acercó
la botella rota a su cuello, como para cortarse la yugular. La detuvo a pocos centímetros y luego
quiso entregármela entre nuevos sollozos.
-
¡Mátame, por favor!, gritó con enredado acento. Ese maldito olor… ¡¡Rosie!! no puedo hacerlo…, ¡¡No quiero pisarlos!!... Rosie, soy un
cobarde… ¡Oh Heather, sweetheart!… ¡Mátame maldito Sandinista, mátame,
please!, repitió en español. ¡¡López, kill me!!, López, please kill me, buddy...
Se sentó en la banca y
siguió llorando. Ahora solo era un niño grande. Ese hombronazo no era más que un
voluntario confederado que nació un siglo más tarde. Al observarlo mejor pude ver al
chico rural de Concord - Virginia, perdido en otro país del sur. Esta vez
combatiendo con más denuedo que a los irakíes en la
arena. Vi al novio de la bella Rosie, al gentil hermano mayor de la dulce
Heather en su lucha por derrotar al Marine de precisión asesina que no lo
dejaba ser. El humilde red neck quería vencer al guerrero que caminó sobre
cadáveres en medio del desierto kuwaití y a quien su trauma post guerra perseguía
en la forma de un olor implacable… Mientras Jack lloraba desconsolado, arrojé mi
botella rota al suelo y comencé a caminar hacia Miraflores con los sentimientos
encontrados, con la lástima, la bronca y la resaca bullendo en cabeza y estómago.
Foto: Devin Mitchell