Wednesday, March 25, 2015

Noche limeña


Pregunté a Rocío si quería salir, y colocando en sus carrillos un poco de hojas de coca, me  respondió que se quedaba en casa. Era un viernes a las nueve de la noche y el verano limeño estaba en su esplendor, pero Rocío no era mucho de bares, lo suyo más bien eran fiestas en casa, cine en VHS y reuniones con shamanes.

Así es qué tomé hacia Barranco y comencé mi deambular entre su tradicional bohemia, sin decidirme por ningún bar en particular. No estaba para música en vivo, ni para discotecas, hasta que me engulló una cervecería, un antro donde abundaban jóvenes en grupos y parejas en pre seducción. Me acomodé en un taburete cerca de la barra junto a una chica bastante guapa, comencé a buscar diálogo y ella respondió amable, hasta que se la llevaron. Entonces llegó un tipo y tomó el puesto vacío, pidió su cerveza y con la mirada perdida en el grupo de botellas que se exhibían frente a él, comenzó a consumirla lentamente. El bar seguía igual, sin chicas solas y sin buena música, por lo que decidí que me tomaría la última y volvería a casa, a mirar una película antropológica con Rocío, que quizás seguiría despierta. El gringo giró su cabeza y me preguntó en un pésimo español si tenía un cigarrillo. Saqué uno del paquete y se lo brindé, pero de inmediato el barman nos dijo que para fumar debíamos salir.

Era tal y como se los representa en las caricaturas, su rostro similar al Beavis que se encontraba de moda y su estructura corporal como la de Boogie el Aceitoso. Muy similar al, entonces no nato, Johnny Bravo, pero con un inglés del sur. Mientras fumábamos en el callejón me contó que vino con una empresa a realizar documentales en Iquitos y que tenía dos días libres antes de su primera salida. Parecía fascinado con Perú y cuando le conté que era ecuatoriano, también preguntó sobre mi país. De regreso a la barra, se nos acercaron dos limeñas, evidentemente interesadas en el gigante rubio y luego de un par de cervezas nos propusieron ir a bailar. Un taxi nos dejó en la colosal “Kimbara” de La Victoria y mientras giraba con mi chinita, supe que mi viernes se iba poniendo magnífico. Jack, que así se llamaba el gringo, ensayaba  pasos cómicos en la pista sin mucho entusiasmo, hasta que tomó del brazo a su chola y la llevó de vuelta a la mesa. No hubo gritos ni discusión, pero al rato la cholita vino hasta nosotros con cara de susto, dijo algo al oído de su amiga y se fueron como cenicientas que pierden la calabaza.

Jack en la mesa bebía pausado su cuba libre, con la mirada fija en cualquier punto de la pared. Cuando le pregunté qué pasó con la cholita, me dijo sin mirarme “I just wanna die”. Traté de animarle, le dije que no joda, que era muy pronto para deprimirse y él, girando lentamente la cabeza, con sus ojos casi llorosos me repitió tres veces: “ese olor, man, ese olor, ese olor…”, y luego de un trago largo continuó:

      - No puedo sacarme ese olor de encima ¿sabes? Ese olor y la sensación de caminar sobre una colchoneta. Avanzábamos victoriosos, pero había tantos muertos que no podíamos evitar pisarlos. Al fondo, teníamos el humo de los campos petroleros incendiados y el desierto por los cuatro costados. Ni la negra fetidez del incendio podía paliar la pestilencia que venía de los soldados sobre los que caminaba. Ese tufo a muertos de varios días, se pegaba a nuestras ropas como chicle. No sé si fueron liquidados por la aviación o por los tanques. Quizás fueron los ingleses ¡Qué más da…! Ese no fue mi último día de combate en el Golfo, pero fue el más impactante de mis días en la campaña de liberación de Kuwait. Las semanas que me quedaron antes de regresar, fueron de rutina, trámite de vencedores y lucimiento de jefes. Pero ese día me marcó y me acompaña siempre, como una sarna que no quiere abandonarme...

Comenzó a desencajarse, le dije que quizás era mejor que se vaya a casa y ofrecí acompañarle al taxi, pero apenas dimos unos cuantos pasos fuera del bar fuimos atacados por las pirañitas, una docena de niños mendigos de ambos sexos. Mientras unos pedían dinero, otros comenzaban a rebuscarnos los bolsillos. Alcancé a lanzar unas cuantas monedas al aire y los chiquillos se abalanzaron sobre ellas, mientras nos alejamos presurosos. Eran casi las siete de la mañana y se abrían algunas de las tiendas barriales. Compramos dos cervezas grandes cada uno y comenzamos a caminar. Jack parecía más relajado y en el trayecto me contó detalles de su familia y de Concord, la comunidad del condado de Brunwsick, donde vivió toda su vida. Elogió la belleza del estado de  Virginia y la femineidad de sus mujeres, describió con detalle a su hermosa novia Rosie, con quien seguía desde los quince, y subrayó solemne la dulce espiritualidad de su hermana Heather, descripciones que aunque no se lo dije, terminaban siempre recordándome a Dolly Parton. Parecía que sus recuerdos adolescentes lo reanimaban y en un parque cerca de Aramburú, de esos que aún no tienen a nadie un sábado por la mañana, nos sentamos a  terminar nuestras cervezas. Me preguntó si tenía familia en Estados Unidos como tantos latinos, respondí que mi hijo estaba en Wisconsin, y él con un extraño mohín desdeñoso me dijo que eso y el Pacífico Norte de su país eran Canadá. Luego de un sobro, aseveró que todos los del Medio Oeste eran solo unos malditos canadieneses, no llegaban ni a ser yankees, y luego de pronunciar esa palabra, escupió y comenzó a referirse a los hijos de las antiguas 13 colonias, con el desprecio y asco propios de algún soldado del siglo XIX al mando del General Lee. Con un nuevo trago desarrolló comentarios racistas y loas para Reagan y David Duke, los que me hicieron reaccionar. 
 
Estábamos borrachos y sin dormir, por lo que la discusión que se hacía cada vez más política iba agriándose fácilmente. Llegamos a posiciones diametralmente opuestas y en un punto dado me llamó “mierdoso bastardo de Castro”. Desafiante me recordó que fácilmente podría matarme, usando solo sus manos, pues había sido entrenado para ello. Desde una reacción visceral, rompí una de las botellas de cerveza y le conminé a intentarlo. Cuando el tubo del columpio rompió el cristal, giró su cabeza, apretó las mandíbulas y se irguió. Sus ojos azules se tornaron gélidos y pensé que en ese momento aplicaría conmigo las técnicas de Marine practicadas durante años. Me pregunté si me mataría lenta o rápidamente... Al menos le dejaré unas cuantas cicatrices, me dije. 

       - Podría matarte solo con una mano, fucking sandinista, y no dejar rastro de tus huesos, pero veo que tienes valor, defiendes lo que crees y eso lo respeto. Eres del otro bando, pero eres guerrero aún en tu fatuidad. Latino jactancioso al fin, como el chicano López, mi compañero que seguía fanfarroneando luego de perder ambas piernas cerca de Al Wafrah.

Calló y miró al cielo gris, tomó la otra botella vacía y la rompió. Me puse en guardia, listo para recibir la arremetida, pero mientras lanzaba un grito desgarrador, acercó la botella rota a su cuello, como para cortarse la yugular. La detuvo a pocos centímetros y luego quiso entregármela entre nuevos sollozos. 

        - ¡Mátame, por favor!, gritó con enredado acento. Ese maldito olor… ¡¡Rosie!! no puedo hacerlo…, ¡¡No quiero pisarlos!!... Rosie, soy un cobarde… ¡Oh Heather, sweetheart!… ¡Mátame maldito Sandinista, mátame, please!, repitió en español. ¡¡López, kill me!!, López, please kill me, buddy...  

Se sentó en la banca y siguió llorando. Ahora solo era un niño grande. Ese hombronazo no era más que un voluntario confederado que nació un siglo más tarde. Al observarlo mejor pude ver al chico rural de Concord - Virginia, perdido en otro país del sur. Esta vez combatiendo con más denuedo que a los irakíes en la arena. Vi al novio de la bella Rosie, al gentil hermano mayor de la dulce Heather en su lucha por derrotar al Marine de precisión asesina que no lo dejaba ser. El humilde red neck quería vencer al guerrero que caminó sobre cadáveres en medio del desierto kuwaití y a quien su trauma post guerra perseguía en la forma de un olor implacable… Mientras Jack lloraba desconsolado, arrojé mi botella rota al suelo y comencé a caminar hacia Miraflores con los sentimientos encontrados, con la lástima, la bronca y la resaca bullendo en cabeza y estómago.

                                                                         Foto: Devin Mitchell