Tuesday, August 18, 2020

Descalzo y rubio

A Leo

Los botecitos, como él los llamaba, eran por excelencia el disfrute de fin de semana. Ataviados con sandalias y pantalonetas salíamos en las mañanas soleadas al parque La Alameda por ellos. Me acomodaba a los remos y él frente a mí, miraba de vez en cuando el movimiento ágil de los peces anaranjados de la laguna. Su gozo era mayor cuando en medio del recorrido se elevaban sendas lenguas de agua que obligaban a pasar con maestría en medio de ellas o empaparse. De hecho, esto último era lo que el pilluelo quería, y alguna vez a propósito, alejé el bote del centro. Él amaba los botes, recuerdo que en la tarjeta que me diera, mencionaba esta actividad como una de las cosas que más le gustaba compartir conmigo, "... cuando no estaba el coronavirus”, recalcaba el pequeño texto…

Dos meses después de recibir aquella tarjetita, las noticias decían que desde el siguiente fin de semana estarían los botes nuevamente en servicio.  Quise que fuera una sorpresa y aquel sábado le propuse ir al parque.  El día era hermoso y el sol de las 10 de la mañana era una caricia cálida. Los dos avanzábamos por la vereda y él no tardó en darse cuenta qué íbamos hacia la laguna. Intercambiamos sonrisas que no necesitaban palabras.  Él aceleraba sus pasos pequeñitos, yo movía los brazos que después tomarían los remos.  A pocos metros de la laguna pudimos verlos, pero todos estaban aparcados alrededor de la isla y solo uno en el muelle, encadenado y con candado, tal y como suelen estar desde hace décadas, antes de que comience el servicio o cuando se aproxima la noche y termina la atención. Mi niño me mira extrañado, no dice nada todavía. En el muelle hay un señor mayor que fuma con la mascarilla bordeando su labio inferior.

 Luego del mutuo saludo amable viene mi pregunta y también su respuesta moviendo la cabeza hacia ambos lados mientas deja escapar la bocanada.  

-          Pero dijeron en las noticias que abrían desde hoy, digo.

-          Sí, pero usted sabe…, en esta semana crecieron los casos y el Municipio decidió que no se abre. Dicen que ya nos acercamos en número a Guayaquil …

Los adultos seguimos comentando sobre la situación, en mi interior estoy avergonzado con mi hijo. Lo miro de reojo y veo que él presta atención al dialogo,

-          Un botecito, solo uno. Por favor, le dice a mi interlocutor.

Y se queda esperando que de pronto el hombre del muelle le dé una respuesta afirmativa. Que nos diga luego de su largo discurso, que hará una excepción con nosotros y nos permitirá tener nuestro barquito.

El hombre da una bocanada y sonríe. No es el encargado, es solo otro visitante del parque que se sentó a fumar en el pequeño muelle.

-          No hay como, mijito, acota.

Nos despedimos, tomo de la mano a mi niño y me dirijo hacia el césped. Él se ha quedado callado y avanza lentamente con la cabeza gacha. Paro, le explico. No dice nada. Asiente lentamente. Le abrazo y le subo a mis brazos, sus ojos brillan, pero no llora.  Le pregunto si quiere un helado, y niega con la cabeza.  Lo siento en la yerba, me recuesto y le invito a hacer lo mismo, él no quiere. Se deja abrazar y así en silencio nos quedamos unos minutos que, para mí, son eternos. Me saco los zapatos y le invito a hacer lo mismo, se niega. Su mirada está en el césped, la mía en el cielo. Mi brazo rodea su cintura, es el nexo entre nuestras divagaciones que sin querer  y sin que nos lo digamos, confluyen en el famoso bicho que ahora no nos deja ni siquiera remar.

El cielo maravilloso, la rubia cabellera de mi hijo y el sentir la yerba en las plantas de los pies desnudas, me recuerdan una vieja canción de Sui Géneris que tocaba a mis 16. Esa que contaba sobre ese “verano descalzo y rubio, que arrastraba entre la piel gotas claras a un mar oscuro”. La letra es bella pero más lo es la música que revive en mi cabeza. Creo que su ritmo ayudará a sanar la tristeza de mi amado. Comienzo a cantarla, ¡la recuerdo completa!  La canto en voz alta, en la segunda estrofa me acerco y se la canto al oído.  Me regala su atención, mira mis pies descalzos y se quita zapatos y medias.  Le digo que mire el cielo, me invita a mirar las hojas secas movidas por el viento, le digo que se acomode la gorra para que no le queme el sol y le ofrezco agua. Bebe, toma la botella, me lanza unas gotas y ríe. Hago lo mismo.

Me pongo en la pose del gato y el me cabalga, avanzo por le césped como un raro caballo que camina en sus rodillas traseras.  Entre relincho y relincho, silbo las canciones del Django de los spaghetti westerns y hago caer a mi jinete. Luego jugamos a que yo era un árbol y él era el fruto que se desprende. Una naranja, una manzana, un zapallo colgado en una pared, infinidad de plantas. Le enseño que las zanahorias no caen de un árbol… Le propongo regresar y caminamos descalzos en la yerba del parque. Cuando este termina le digo que nos calcemos para entrar a la vereda, que de seguro estará caliente. Se niega, ríe y se encanta de que la gente le mire caminar descalzo. Siente el calor del cemento, se sube a mis pies y caminamos dando pasos pequeños un pie suyo sobre uno mío. Baja de nuevo... La cuadra final la hace entre mis brazos.

-          Estuvo lindo el paseo, papi, me dice.

-          ¿Aun sin botecitos, amor?

-          Sí…

-          Que bueno que te gusto, mijito, respondo.

-          La otra semana si tendremos botecitos ¿verdad?.

Le sonrío, abro un helado y se lo entrego.

-          No sabemos aún, veamos…

Mientas miro a mi pequeño disfrutar del azul pintalenguas, pienso que también extraño remar y mojarme en las lenguas de agua del parque. ¿Cuándo acaba esta mierda?, para mis adentros, me pregunto otra vez.