Thursday, February 18, 2021

La fiesta

Era un sábado de inicios de primavera, de esos que aparecen como un bálsamo, luego de varios meses de frío y cielo gris. Abría mis ojos al mundo a las once de la mañana, con la luz pujando por filtrarse a través de la gruesa cortina de mi kot de becario, con una leve resaca de la fiesta anterior y con pocos trabajos académicos por resolver. Iniciar a esas horas, significaba hacerse un “brunch”, ir por un kebab o beber un poco de jugo de cartón en espera de la apertura del restaurante universitario.

Aun cavilando, recibí la llamada de Mercedes Sosa, mi amigo guayaco, quien desde que asomó el invierno comenzó a engordar, hasta ganarse el apodo.

-Cepi, Akira, el japonés que estudia Filosofía, nos invita a hacer sushi-.

En los albores del año 2000, el sushi no era muy popular entre los estudiantes latinos, no solo por su precio, sino porque nos habíamos convertido en feroces devoradores de los baratos pollos del Viskmarkt, de las pizzas del “Magia e Via” y de los kebabs de Frank Zappa (el mote que pusimos al iraní que atendía la Vesalius eethuis). Hacer y comer algo diferente en ese sábado de leve resaca, era una invitación magnífica.

La casa de Akira, era una planta baja con jardín. Allí fuimos recibidos por él con la cordialidad propia de su cultura. Nos agradeció el haber venido y nos invitó a tomar una cerveza de las diversas que repletaban una nevera transparente. Pudimos ver a varios jóvenes de diversas nacionalidades, que como nosotros, bebían su cerveza ubicados alrededor de sendas mesas circulares, mientras manipulaban con concentración las mallas de bambú, o las delicadas algas, el atún, los camarones... La amplia sala, la cocina, el jardín, todos los espacios se iluminaban con la gama de colores de los variados tipos de pescado y vegetales, que contrastaban con la blancura del arroz abundante. Los muchachos y muchachas colocaban con delicadeza los ingredientes en las pequeñas verdes planchas rectangulares, enrollaban las esterillas, cortaban…

Cada uno de nostoros tres, armado con su cerveza y su esterilla de bambú, seguíamos a Akira. Él nos pidió que repitiéramos de inmediato lo que iba realizando. Acomodó el alga nori sobre la esterilla y levantó levemente la cabeza, la señal para que hagamos lo mismo con la nuestra. Luego colocó el arroz, el pescado, los vegetales, enrolló… Miró y realizó un control de calidad a nuestra obra, como lo hiciera un artista con una escultura. Sonrío y cortamos el tubo verde oscuro. Nos agradeció de nuevo por haber aceptado su invitación y nos pidió amablemente que comiéramos y bebiéramos todo lo que se nos antojara. Pin Ball (el apodo que se ganó el cuencano, por sus célebres borracheras), Mercedes Sosa y yo, hacíamos contentos nuestros primeros rollos de sushi, criticábamos mutuamente nuestro trabajo y para variar, poníamos apodos a los otros asistentes y sobre todo bebíamos cerveza. Akira venía a halagar nuestro trabajo y con el vinieron a nuestra mesa tres nuevas sushistas, una inglesa, una keniana y una turca. Nosotros, luego de una hora de labor, ya experimentados hacedores de sushi, les explicábamos fanfarrones y les dábamos consejo. Con su presencia, nuestra obra mejoró sustancialmente.

Cuando la bandeja se llenaba, Toshi, un paisano de Akira, retiraba los pequeños cilindros. Siendo las 4 de la tarde, estando repletos de comida y parcialmente borrachos, Akira repitió su agradecimiento ceremonial por el trabajo realizado. Nos solicitó que le honremos acompañándole esa noche en la fiesta que él realizaría en un yate y nos entregó a cada uno un pequeño rollo de cartón, cada rollo tenía 25 tickets de cerveza.

-Si necesitan más, por favor…-, dijo. Negamos con la cabeza, avergonzados de su generosidad.

Fui con Marijke. En la entrada del yate, nos recibió una hermosa japonesa, ataviada con el traje tradicional. Ingresamos y vimos una mezcla de luces y efectos propios de cualquier famosa discoteca de Bruselas, mezclados en elegante armonía con una decoración nipona. Saludé a Jen, la inglesa y a varios de los que nos conocimos en casa de Akira. Toshi nos invitó a pasar a una sección del bote donde varios bartenders repartían la cerveza, mientras en diversos sitios otros nipones que nunca había visto en el pueblo, servían los pequeños rollos que habíamos elaborado. El techno nos hacía mover, a los más de cien almas, que disfrutábamos del baile.

Desde el que parecía ser el camarote principal, colocado en la parte superior del yate, se abrió una cortina de papel y apareció una figura imponente. Estaba ataviado con un kimono azul y peinado como un samurái, tenía los brazos relajados a los costados. Giró lentamente la cabeza de un lado al otro y sus pequeños ojos rasgados dominaron todo el espacio. El solaz lo invadía. Abajo se alzaron los vasos de cerveza, brotaron los aplausos, algunos gritamos su nombre y otros corearon el tradicional Happy Birthday. El techno no dejaba de sonar, ni las luces de jugar. Akira estaba inmóvil, mirando al infinito, esbozando una leve sonrisa. Es un personaje masculino de una obra de Mishima, me dije. Uno de esos hombres que Yukio Mishima se obsesiona en presentar como un ideal de belleza, que a la vez controla sus emociones… Un personaje brillante similar a Ryuji o Yuichi, puro, extraoridinario, superior, aparentemente perfecto. Luego de varios minutos, cuando las ovaciones casi terminaban, Akira se dio media vuelta e ingresó lentamente al camarote. Las cortinas de papel volvieron a cerrarse.

Y la noche fue larga, Marijke y yo estábamos contentos y sudorosos. La fiesta parecía interminable y las ganas que nos teníamos también. Por fin nos besamos y nuestras miradas nos dijeron que debíamos salir. Abrazados, sonrientes, mordiéndonos de vez en cuando los labios, nos alejábamos del canal. Entonces, nos cruzamos con cuatro colegiales flamencos que no tenían muchas ganas de volver a casa.

-¿Quieren ir a la fiesta más espectacular de su vida?, les dije. Vayan al canal-  Les entregué un pequeño rollo de cartón. -Aquí tienen cerveza-, acoté. La risa y el agradecimiento no se hicieron esperar.