Friday, November 01, 2013

Mi amada Désirée

A CdR

Coincidimos en el restaurante de un hotel y coqueteamos al mismo tiempo. Le pregunté si podían servirme en su mesa y asintió. Se presentó como Désireé d' Harcourt y cuando dije burlón que me sentía honrado de cenar con una noble, me dijo suelta de huesos que era  la condesa Désirée Marie Evelyne Louise Dambrines d' Harcourt et Marais. 

Estudió negocios internacionales y por amor se fue con un ángel rubio a Berlin, donde trabajó en una multinacional de telecomunicaciones hasta que murió el amor. Se dio cuenta que cumpliría treinta y le vino una crisis existencial. Se sobrepuso al desamor y al avance de los años y decidió que era hora de perseguir su sueño, al que encontró en lo más recóndito de su alma: ser cantante y tocar la guitarra.

El cabello negro ondulado, delineaba el rostro oval y la nariz recta se enmarcaba entre los ojos claros y la boca mediana. Días después nos acostamos y pude verla desnuda en todo su esplendor, sus curvas seguían las medidas de la belleza griega y sus ángulos el trazo del deseo. La primera noche que entré en su cama conocí de verdad los placeres de la carne.

Decidió que mi casa sería su centro de operaciones, de allí partía cada semana y a su regreso me contaba emocionada sus experiencias de viajera. Graciosos hoyitos se formaban en sus mejillas cuando se refería al hotelero seductor, al atlético guía turístico o al paseante con el que compartía ruta. Un día me dijo que se iría a Colombia por quince días y tiempo después recibí una postal diciéndome que se quedaría un mes. Una noche llamé a su habitación y me contestó un  tipo, que según ella era su maestro de canto.

Regresó a los tres meses y me esperó con vino blanco y mariscos. Después se soltó el moño y el vestido frente a mí y me invitó a amarla. La cena fue un ritual de despedida y regresó a su Versalles natal. Los meses siguientes recibí un par de cartas y una última postal de París en verano. Eran los días sin internet. 

Désirée me llevaba seis años y la diferencia etárea era mayor debido a mis atribulados veinte y pocos que carecían de certezas.
Una fría tarde de noviembre caminaba en Montmartre y al ver una voluptuosa muchacha de cabello oscuro recordé a Désirée. Escribí en la web su nombre y en segundos, ésta me dio su dirección y teléfono. Nos identificamos en el auricular y aun con su voz ronca, quizás por la tos invernal, no paró de hablar.  Le propuse encontrarnos y me citó a la tarde siguiente. Habían pasado nueve años desde la cena íntima.

A eso de las cinco, Désirée me recibió en su casa de la Rue Letort. Subimos hasta su pequeño estudio repleto de empolvadas antiguedades y al quitarse el abrigo vi lo poco que quedaba del escultural cuerpo que compartió mi cama años atrás. Estaba delgada hasta la anorexia y sus manos huesudas acomodaban temblorosas mi ramo de flores amarillas.

Continuó el diálogo del teléfono, diciéndome que se recuperaba de una lesión a las cuerdas bucales ocasionada por esforzaralas demasiado. Luego descubrí que para curarse, se inventó una dieta donde el té, el pan integral, el zumo de limón e ingentes cantidades de miel de abeja, eran los únicos alimentos.

Sonó el timbre y el visitante resultó ser su hermano Yves, quien dijo algo y ella comenzó a gritarle. El hombre pidió el baño y al saludarme puso en mi mano un papelito, mientras Désirée continuó mostrándole que no era bienvenido. Cuando él se marchó, ella se excusó por el mal rato y colocó en el aparato de música a María Callas. Después hizo dúo con la diva, hasta que la mandó a callar. Siguió cantando sola hasta que me preguntó cual me pareció mejor y aduje que no sabía de música pero creía que ambas tenían una voz impresionante. ¡Pobre Maria Callas! dijo en español, ¡Pobre! !Soy mejor que ella! y apenas recobre mi voz, lo sabrá todo el mundo. Porque debo decirte, continuó con naturalidad, que soy una super dotada, mi coeficiente intelectual es algo superior a Van Gogh y algo inferior a Da Vinci. Reprimí mi sorpresa y ella puso en un viejo toca cassettes una grabación suya donde comenzaba una ópera. Engulló su brebaje de miel con limón, su rostro comenzó a ponerse triste y me dijo que necesitaba ducharse.

Al abrir el papelito que Yves dejó en mi mano vi un número de teléfono y una invitación a llamarlo. Aprovechando el sonido de la ducha, lo hice y él me pidió que no la contradiga, ni le provoque emociones fuertes, pues su hermana había salido hace un par de semanas de un centro de reposo psiquiátrico. Me dijo que a toda la familia le preocupó mi visita y vino para cerciorarse de que no fuera otra de las fantasías que Désirée inventaba desde hace varios años. Me rogó que le avise sobre cualquier comportamiento que maximice el delirio.

La ducha paró y Désirée salió sonriente. Me dijo que mi visita era una ocasión especial, hizo una llamada y al rato llegó un tipo con comida y una botella de vino. Ella no quiso probar los mariscos y solo participó del brindis. Después se sirvió un té con pan y comenzó a relatar los hechos posteriores a nuestra despedida. Clases privadas de canto y de guitarra, el difícil inicio profesional a los treinta y pico en una ciudad competitiva donde los ahorros mermaban con facilidad. Aún no terminaba la botella de vino, cuando me di cuenta que tenía pocos minutos para llegar al metro. Graciosos hoyitos se formaron en sus ahora pálidas mejillas, mientras me dijo que si bien alcanzaría el metro en la Porte de Clignancourt, jamás llegaría a la conección que me lleve a Chevaleret.

Me invitó a terminar la botella y conversamos un poco más, hasta que transformó el sofá en una cama y colocó junto a este una colchoneta. Dejó caer su salida de baño y su moño y vi de nuevo su desnudez, ahora lánguida. Me acomodé en la porción de esponja y ella en el sofá cama, mas cuando me quedaba dormido escuché que pronunciaba mi nombre en voz baja. Abrí los ojos y la vi erguida en su raquítico desabrigo, invitándome a compartir su lecho. Me negué cortesmente, pero insistió, nombró los viejos tiempos, me recordó la cena en mi casa y me pidió que por lo menos la abrace hasta dormirse. Apenas entré en su cama, sentí las sábanas empapadas en sudor. Quise retirarme, pero ella me comenzó a besar. Désirée me asió con brazos y piernas mostrando una fuerza inimaginable para su delgadez y siguió untándome con su sudor. Mentí que tenía novia y eso le hizo aflojar y ponerse a llorar, me contó de un reciente amor perdido y la consolé hasta que se durmió. Mientras me daba una larga y jabonosa ducha, resolví salir a primera hora de la casa.

Una Désirée exultante de alegría me despertó con un té. Me vestí raudo y le dije que estaba retrasado. Ella colocó una pista en el toca cassettes y comenzó a cantar a viva voz. Le dije que me tenía que marchar y quise empezar la despedida, mas ella siguió cantando con su voz enronquecida. Volví a decirle que me iba, teniendo por respuesta una elevación intensa en el aria. Entonces me dirigí a la salida y súbitamente comenzó a insultarme, me llamó grosero y primitivo ignorante que no valora la música culta. Me echó de su casa y cuando abrí la puerta, pasó sobre mi cabeza la taza del té. Mientras iba por el pasillo, escuchaba sus gritos que se volvían llanto. 

Desde la ventana me pedía que regrese, pero yo seguí imparable, abriéndome paso entre las miradas sentenciosas de los transeúntes que participaban de la escena. Una vez en el metro llamé a Yves y le conté lo ocurrido. Me dijo que él se haría cargo. 

Al colgar, pensé que a veces perseguir nuestros sueños cuesta demasiado caro y recordar amores anteriores puede dejarnos mal parados. Pensé que hay historias en las que nunca sabes hasta donde se extiende la verdad y desde donde el delirio llena los huecos oscuros. Hasta que punto la verdad importa, o es más valiosa la fantasía que nos cobija con un mundo más dulce. 

A veces miro en la pantalla de mi celular su número, y estoy a punto de contestar.